Por lo tanto queremos proteger en todo al inquisidor, como enviado especial de Dios, y pretendemos favorecerle continuamente. Por ello decimos a cada uno de vosotros, y a cada uno de vosotros ordenamos, bajo pena de nuestro rigor, que ayudéis al Inquisidor General, Nicolau Rosell y a su Comisario, fray Gerónimo de Játiva, todas las veces que, para ejercer su misión, se dirija a vuestras tierras y pida ayuda al brazo secular. Os ordenamos que acojáis favorablemente al inquisidor; prender o mandar arrestar a todos los que el inquisidor os designe por sospechosos del crimen de herejía, por difamados de herejía o por herejes, y conducirlos, bajo vigilancia, al lugar que os indique el inquisidor; aplicarles las penas merecidas según él lo estime y con arreglo a las costumbres. Os ordenamos secundar al inquisidor siempre que lo solicite y sean cuales fueren sus motivos. Y, para que el inquisidor pueda cumplir su cometido con toda seguridad y con toda libertad, por el presente documento tomamos bajo la protección de nuestra real clemencia a él, a su comisario, su notario, su escolta y sus bienes. Os ordenamos observar de modo inviolable esta real protección del inquisidor, de los suyos y de sus bienes, de poner cuidado en que nadie les ataque en modo alguno ni en persona ni en sus bienes. Asegurad sus desplazamientos y su paso cada vez que el inquisidor os lo requiera.
Dado en Montpellier con nuestro sello real, en el año de la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo mil trescientos doce, en el día veintitrés del mes de febrero.
Fray Nicolau Eimeric se santiguó incrédulo ante lo que acababa de leer.
Después volvió a enrollar cuidadosamente aquel pergamino que había sido escrito por el propio rey de Mallorca hacía treinta y seis años. Se trataba de una orden para investigar al «Doctor Iluminado»; ¡al mismísimo Ramón Llull!
Fray Nicolau Eimeric desconocía que tal investigación hubiese sido nunca llevada a cabo a pesar de haber dedicado durante los dos últimos años algunos estudios teológicos a la vida y obra del Doctor Iluminado, tal vez influenciado por el ambiente lulista que se respiraba en Mallorca, ciudad natal de Ramón y donde residía fray Nicolau en aquel momento.
Lo cierto es que aquella investigación sí que tuvo lugar y fray Gerónimo se dispuso a contarle cómo en aquellos lejanos tiempos, durante el segundo año del reinado de Sancho I de Mallorca, se presentó con el séquito del Inquisidor ante las puertas de la finca del muy conocido Ramón Llull, situada a dos millas de la ciudad de Palma. Siguiendo las indicaciones de su eminencia reverendísima, fray Nicolau Rosell - Inquisidor General -, ordenó que Ramón permaneciese retenido durante dos semanas en su propia finca, sin poder comunicarse ni pedir auxilio ni consejo a ningún conocido; sin que pudiera huir a algún lejano país y situarse así fuera del alcance de la justicia inquisitorial. Dado que ésta era una vista previa, y no una sesión oficial del Santo Tribunal, no se juzgó necesaria la presencia de testigos y se instalaron allí mismo, en la hacienda de micer Llull. Se habilitó para la entrevista la biblioteca de la casa, disponiendo una banqueta plana en el centro de la estancia, frente a la mesa y los sillones ocupados por el Inquisidor, el notario real, y por fray Gerónimo como Comisario. Ramón contaba entonces con la asombrosa edad de ochenta años, aunque, por su aire recio y enhiesto, más bien parecía un joven que un hombre de su edad. Vestía una almeixa de lino, con amplia capucha tirada hacia atrás, larga hasta los tobillos y holgada; los pies calzados con chinelas bordadas, y su cabeza tocada con una especie de bonete de fieltro verde. A los ojos de la más pura ortodoxia, cualquiera diría que vestía como un infiel; detalle que no pasó desapercibido y que, debidamente, se hizo registrar al notario.
Su cabeza estaba rapada - costumbre también ésta sarracena -; su cráneo era de huesos delicados como los de un pájaro, pero su nariz era larga y curvada como el pico de un ave de presa. Su barba, generosa y ensortijada, se derramaba como una cascada de espuma blanca sobre su pecho. Destacaban en su rostro, por su intensidad, unos ojos oscuros, hundidos profundamente en sus cuencas, bajo unas cejas espesas y negras que contrastaban de forma extraña con la blancura de su barba.
Las primeras palabras que salieron de su boca dejaban traslucir claramente que llevaba años esperando la visita del Santo Tribunal. Lo cierto es que Ramón había eludido hasta ese momento esta investigación gracias a la protección de su fallecido señor, Jaime II de Mallorca, y de la amistad que disfrutó durante años con la Santa Sede. Ahora las cosas habían cambiado, y esta vista pretendía tan sólo dilucidar si había existido o no desviación herética en sus estudios y apostolado; si en sus numerosos y repetidos contactos con los infieles había o no indicios de apostasía; si en sus amplios trabajos científicos había hecho uso o no de artes mágicas con invocación o concurso del maligno.
En ningún momento se atribuyó Ramón el mérito de su Arte. Más bien afirmaba que lo concibió como una revelación divina. Dios le mostró su Ars Magna para conocerle y amarle, y para convertir a los infieles por medio de la razón y no de la espada. Durante la mayor parte de su vida, todo su empeño había consistido en demostrar las verdades de la fe, por medio de un método que estuviese al alcance de cada cual, y fuera evidente para todos. Su deseo consistía en proponer una conversión a través del conocimiento de algo que fuese verdadero, necesario e imposible de rechazar por medios racionales. Todos sus esfuerzos estaban orientados a probar que es posible una demostración de la fe mediante la inteligencia científica; para aquel hombre era evidente que la existencia del Ser Supremo podía demostrarse… ¡Probar la existencia de Dios!… Ni siquiera fray Tomás de Aquino, se había atrevido a tanto; él nunca habló de «pruebas», sino de «vías» que conducen a la afirmación racional de la existencia de Dios.
Este tipo de afirmaciones tan aventuradas parecía debilitar el valor y el mérito de la fe, le señaló el Inquisidor: Si Dios es una evidencia demostrada por la razón y la ciencia, la fe se hace superflua, pues no se necesita creer en algo que es evidente.
Pero Ramón negó con firmeza esta argumentación, diciendo que la fe siempre permanecería intacta a la luz de la ciencia.
El presidente del Santo Tribunal le preguntó entonces si se arrepentía de algo, y éste fue el momento de la gran revelación que todos esperaban: Ramón confesó no haber encontrado nunca a Dios, pero sí a Satanás. Manifestó haberse enfrentado a sus obras y a sus siervos en un lugar que ninguno de los que estaban allí presentes podría jamás imaginar que pudiera existir sobre la faz de la tierra.
Estas palabras impresionaron profundamente a fray Gerónimo, quien, contraviniendo lo que era su costumbre en los interrogatorios del Tribunal, preguntó por el nombre de ese lugar y si se hallaba en este o en otro mundo. A lo que Ramón contestó que el nombre que se le diera al infierno no era, ciertamente, lo más importante. Lo decisivo era su realidad… Según sus palabras, el Imperio del Mal era tan vasto como un océano sin fin y sin orilla.
El Inquisidor le invitó a que siguiera hablando, y así fue cómo Ramón Llull se dispuso a relatar la historia de su último viaje…
Differentia, Concordantia, Contrarietas, Principium, Medium, Finis, Majoritas, Aequalitas, Minoritas
El Palacio Imperial de Constantinopla tenía la brutal suntuosidad de una alucinación. Todo en él era rebuscado y desorbitado, con gigantescas salas de mármol, jaspes y cuarzos contrastando con la brillante policromía de los mosaicos de fondo azul y motivos dorados en lucha cromática; matizados por la luz filtrada por el alabastro, que impregnaba todo de un tono ocre mate. Los techos de las salas, recargados, castigados por el peso de los adornos, se desplomaban sobre columnas con bellos capiteles.
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