Amarramos en el cabo Artaki, no lejos de las ruinas de la antigua Cícico. El cabo tenía forma de sartén calentándose en el mar de Mármara. El mango de la sartén era un cuello ístmico muy estrecho, de media milla de anchura, amurallado desde un extremo al otro con un gran paredón defensivo. Dentro del recinto aún perduraban las ruinas de Cícico; con su anfiteatro elíptico, su grandioso teatro desconchado por los siglos, y su neumaquia, un estanque gigantesco donde se simulaban batallas navales. Contra el muro careado que cerraba la garganta de Artaki, protegido por una avanzada de griegos, se habían estrellado los turcos en sucesivas embestidas, sin conseguir profanar las ruinas de Cícico. Pero no por el coraje defensivo de los hombres de Andrónico, sino por el macizo paredón construido por los antiguos romanos.
Roger tomó rápidamente el mando del destacamento, y envió a Ricard de Ca n' al frente de las patrullas exploradoras tierra adentro.
Regresó un día después.
– Están acampados a sólo dos leguas [11]de aquí -expuso Ricard con voz tranquila y precisa-; en una faja de terreno situada entre el río Gránico y un cauce seco. Deben de ser unos diez mil, acompañados de sus mujeres e hijos…
Roger salió al exterior del anfiteatro que había convertido en su puesto de mando improvisado. Sus hombres se habían congregado fuera; la llegada de los exploradores había supuesto una conmoción en el campamento almogávar.
Roger se subió sobre el tambor de una columna truncada, decorada con hojas de parra y racimos de uvas, y pregonó con voz templada:
– Al amanecer marcharemos contra el enemigo; estad prevenidos para seguir a la Señera, mis bravos -y añadió al cabo de un instante-: Mañana atacaremos su campamento, entraremos en sus alojamientos y acabaremos con ellos antes de que sepan lo que les está sucediendo. Mañana alcanzaremos la gloria y demostraremos, a los turcos y a los griegos, lo que vale un catalán.
Observé la expresión de Marulli y sus hombres, que también habían acudido, y concluí que no parecían muy felices.
Roger prosiguió con su plática, y dijo a sus hombres que eran las primeras batallas las que decidían el curso de las guerras y que, de su actuación durante la siguiente jornada frente al enemigo, nacería el miedo o la confianza que nos tuviera el turco a partir de ese momento. Y añadió con gran énfasis:
– Nuestra buena o mala reputación depende exclusivamente de lo que mañana hagamos en el campo de batalla. Si mañana vencemos, esto será tan sólo el principio de nuestra aventura; después tendremos que seguir peleando mientras nos internamos cada vez más en el territorio enemigo. Será duro para todos, pero al final nos espera la gloria y la riqueza.
Ésta es mi promesa si me seguís hasta el final, y todos sabéis que jamás os he hecho una promesa que no haya cumplido debidamente. Si mañana vencemos, nos espera la misma ruta gloriosa que una vez recorrió Alejandro el Grande, pero no podemos mostrarnos débiles o misericordes; no podemos hacer prisioneros que entorpezcan nuestro avance; debemos ganarnos el miedo y el respeto de nuestros enemigos en esta primera batalla. Mañana no perdonaréis más vida que la de los niños, para que esto cause el temor entre los infieles y nosotros peleemos sin ninguna esperanza de que si somos vencidos podamos quedar con vida. ¡Así debe ser!
Roger elevó su puño desafiante sobre su cabeza y gritó con fuerza:
– ¡Aragón! ¡Aragón!
«¡Aragón! ¡Aragón!», respondieron sus hombres como uno solo, pero griegos y alanos se retiraban hacia sus tiendas con un semblante silencioso y hosco.
Me acerqué entonces a Roger, que estaba rodeado por el entusiasmo incondicional de sus hombres, y le dije que si hacía semejante villanía, si asesinaba a las mujeres y ancianos turcos, toda Asia se levantaría contra nosotros, y el pueblo turco no descansaría hasta que el último de sus catalanes hubiera muerto.
Él me respondió, con fría tranquilidad, que nunca había habido rescate para los templarios. Había aprendido esto de ellos; que el vencido lo es totalmente, con absoluta anulación moral y vital, que la rendición no puede ser un escamoteo a la muerte.
Fue lo primero que Vassaill, su tutor templario que le enseñó a navegar en el mar y en la guerra, le inculcó: «el guerrero debe poner a su espalda una barrera de muerte como meta de cualquier retroceso».
Después, uno de los almogávares llamado Fabra, que afirmaba ser hom d'ordre [12], colocó una sucia y deshilachada casulla sobre sus bárbaros ropajes de piel, y celebró una torpe misa en la que pidió a Jesucristo que les concediera derramar la sangre de muchos infieles. La madrugada iluminaba la muralla de Artaki con sus primeras luces cuando la Gran Compañía Catalana cruzó sus puertas. El megaduque, en vanguardia, mandaba la caballería. A ella se habían incorporado los catafractos [13] de Marulli que cabalgaban con todos los honores. La Señera era doble; el estandarte de Aragón y el de Romania conjugaban sus colores y la hermandad guerrera entre los catalanes, cetrinos y acortezados, y los griegos, atildados y gesticulantes. Detrás gente de a pie; catalanes y alanos sin mezclarse. Corberán de Alet, senescal de la Compañía, encabezaba los cuadros conducidos a su vez por dos señeras; la de don Jaime de Aragón y la de don Fadrique, rey de Sicilia, ondeando juntas en el umbral de Asia.
Los turcos apenas empezaban a despertarse. Rudas tiendas de pieles de carnero junto a las de rica seda de los jefes de tribu; empalizadas donde se apelotonaba el ganado, piedras ahumadas bajo trípodes oxidados de cuyos vértices colgaban tajadas de carne chamuscadas; toscos cacharros de alfarería; bestias de carga y caballos de batalla pastando juntos; carros extraños y desvencijados sirviendo de armazón a las tiendas familiares; mujeres greñudas caminando junto a las bellezas de los harenes, cubiertas de oro y pedrerías; perros hambrientos y chiquillos desarrapados.
Toda resistencia fue inútil contra el temible ímpetu de los almogávares que pronto ocuparon su campamento de un extremo a otro; profiriendo alaridos guerreros, aplastando, volcando e incendiando cuanto se les ponía por delante.
Tan sólo ocho días después del desembarco catalán en Artaki se había aflojado la soga turca en torno al cuello de Romania. Los cadáveres de más de diez mil turcos, hombres, mujeres, ancianos, quedaron como testimonio del nuevo poder griego.
El mes de noviembre trajo un otoño duro, golpeado por ventiscas y lluvias de aguanieve bajo un cielo plomizo y opaco, cubierto de nubes bajas que se espesaban y amorataban sobre los Dardanelos y la Prepóntide. Vientos fríos y ríos crecidos por las lluvias, imposibles de vadear. Y las aves viajeras cruzando sobre nuestras cabezas en inmensas bandadas rumbo a Palestina.
Roger, que esperaba noticias de Constantinopla, decidió invernar en el cabo Artaki, y las ruinas de Cícico fueron la guarida más abrigada que descubrieron los exploradores almogávares. Pero sin duda fueron mal escogidas y atropelladamente acondicionadas. Para un isleño como yo, aquél podría ser el lugar más frío del mundo, con sus furiosas ventiscas que parecían querer arrancarte las ropas del cuerpo.
Y durante la invernada los alanos desertaron de la Gran Compañía Catalana.
Al parecer todo empezó con una discusión entre dos alanos y varios almogávares. No tengo una idea clara de las causas; cada uno de los bandos acusaba al otro de haber intentado forzar a una joven lugareña. Quizá fue sólo una discusión de cantina por una furcia, pero trajo unas consecuencias terribles. Amparados por la noche, los almogávares entraron en el campamento alano y poco bastó para que los degollaran a todos.
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