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Ana Matute: Olvidado Rey Gudú

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Ana Matute Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido. El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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«Cualquiera de entre ellos sería adecuado para llevar a cabo la famosa educación -concluyó para sí, tras un rato de meditación-, cualquiera antes que mi padre. Antes que este desdichado y exprimido Conde Olar, relegado y otrora protegido, que no hoy» Usado y abandonado como puede hacerse con un arma o un enser, según convenga a los reales intereses; tristemente recompensado al fin con la franja de tierra que habitaban: casi siempre ensangrentada, en su mayor parte estéril y siempre amenazada; envenenado, en suma, con el señuelo de una remotísima y sin duda jamás cumplida esperanza.

Sikrosio aplastó pensativamente un hambriento mosquito de los que infestaban las proximidades del Lago. Los mosquitos solían invadirlo todo por aquellas fechas: verdes, azulados, entre oro y malva, zumbaban su fiebre en torno a fatigados campesinos y no menos agotados y sudorosos señores. «Ignorante, infestado de plagas y de fiebres, acosado por jinetes esteparios, estremecido por la proximidad del Desfiladero, duerme con un ojo cerrado y otro abierto, recelando de cualquier hombre de estas tierras: porque el vecino más manso en apariencia, cuando llegue la noche, caerá sobre tu casa, degollará a tus gentes y no dejará vivo ni al más pequeño de tus hijos.» ¿Dónde había oído eso? Tal vez era una canción. Tal vez algún juglar, de los escasos que hasta allí llegaron, lo recitó una noche de invierno, a cambio de su refugio bajo la escalera del Torreón. «En todo caso -levantó la cabeza-, ésta es mi tierra.» Al decirlo sentía un orgullo oculto, pero muy poderoso.

Acaso, de poder hacerlo, no habría elegido otra tierra. Claro está que tampoco otra forma de vida: el peligro, la sangre, la desazón, la rebeldía y la saña de las venganzas constituían lo más sustancioso de ella. Tenía, por entonces, dieciocho años, y aún no se había topado con rival que pudiera superarlo en cosa alguna. Probablemente, por aquellos días, Sikrosio era feliz. Y es lástima, pero no lo sabía. Ni tampoco lo poco que esta felicidad iba a durarle.

Siete velones ardían en torno a la mesa -rarísimo alarde en el Torreón del Conde Olar- para alumbrar la comida del Príncipe Heredero. El fuego ardía permanentemente, día y noche, junto a él, y sin embargo, temblaba de continuo. Tenía los ojos asustados, miraba con recelo hacia los rincones oscuros, apenas pronunciaba una palabra, menos aún una orden.

Noche tras noche, desde su llegada, Sikrosio le servía la mesa y guardaba su persona. Tácitamente, sin que mediaran explicaciones el Conde le había designado como su escudero y, si bien Sikrosio se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba en la mirada de su padre apenas le confió esta encomienda, tenía la certeza de que su designación no estaba movida únicamente por el hecho de ser el mayor de sus hijos, el más valeroso, fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden, aquella confianza demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto paterno o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo, si bien no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante, abrigado por su innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba muy bien de averiguarlo. «Ya lo descubriré -rumiaba-. Entonces, lo llevaré a cabo.»

Pero pasaron varios días y aquella misteriosa encomienda no se le revelaba. Pensaba y pensaba en ello, escudriñaba -espiaba, en verdad- cada gesto, mirada, silencio o palabra de su padre. Miraba al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete velones que en lo profundo le dolían -a la fuerza desde muy niño Sikrosio aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de forzosa austeridad- como un despilfarro inútil y sin sentido alguno, ya que su destinatario no parecía ni apercibirse de semejante alarde de generosidad. Le contemplaba comer, despacio, el labio superior apenas cubierto de una pelusa rubia, los labios rojos como los de una joven plebeya. El cabello caía desmayadamente sobre los costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El cabello del Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras heladas frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas. «Como todo él -se decía-. Es joven, casi niño, y sin embargo, a veces, parece que ya está muerto, o que se haya instalado en su futura vejez para que le dejen tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni memoria.» Súbitamente, un rayo atravesó su pensamiento y entendió. Sintió un escalofrío, en verdad inusitado, pero no era horror, ni miedo -era incapaz, aún, del miedo- ni placer. Era, simplemente, el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia cierta qué clase de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido, le invadió una suerte de cólera apática, ligera como espuma, pero tal vez más desazonante que todas cuantas desazones conociera hasta el momento. «Estúpido niño -pensó-. Has caído en la trampa.»

Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el Rey agonizaba.

Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado -habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de ellos, pero hacía muchas generaciones nadie les había visto en esa región- estremeció las tierras del Conde Olar. Una horda de piratas norteños, navegantes, rubios y verdaderamente sanguinarios -sólo comparables en su ferocidad a los temibles jinetes del Este-, descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa sobre ellos.

4

Una y otra vez a lo largo de su vida, cuando el recuerdo le atormentaba, Sikrosio se decía: «¿Qué hice, qué pudo ocurrirme tras ver al dragón? Yo vi a los piratas, sus trenzas rubias y rojas al viento; saltaban por la borda, caían al agua…». Y el recuerdo se ceñía entonces a un chocar rítmico de algo duro contra el agua, y luego su reconocimiento del golpe de los remos, que nunca viera hasta entonces. La vela listada, flamante, avanzando detrás de la enramada negra, surgiendo del mundo misterioso del río. Y después, después, ¿oyó en verdad el grito salvaje, gutural, el brillo de rodelas al sol, cada una en sí misma un sol refulgente, obligándole a cerrar los ojos? ¿Y la monstruosa dulzura, y su caída a una región de niebla y oscuridad, sin apenas conciencia de sentirse vivo, ni muerto, ni herido…? Nunca sabría si había dormido o no, aunque, más tarde, su padre le gritara, casi enfurecido, que no se había dormido, que jamás los vio, que nunca pudo verlos. ¿Se había dormido? ¿Cómo podía haber dormido allí, bajo sus pisadas, y despertar sin un rasguño, como si en verdad se hubiera tratado de un insecto o un reptil, en vez de un joven armado?

Sólo volvió al mundo real, al mundo que él conocía, cuando el resplandor del incendio y el humo llegaron a sus ojos. Sobre él se extendía la noche teñida de rojo: el Torreón de su padre ardía. Se incorporó y contempló el altozano.

«Dormido, dormido. Es una historia rara.» Sikrosio levantaba la jarra de cerveza, temblaba convulsamente, y el recuerdo y el incendio regresaban, y el inexplicable sueño.

Había llegado al incendiado Torreón en carrera desesperada -su montura había huido- cuando, súbitamente, le vino a la memoria el nombre del hermano del Rey. Vio la degollada cabeza del Príncipe Heredero rodando por la escalera de madera, entre llamas. El pelo rubio y ralo se prendió, como mies seca y la convirtió en una bola de fuego que rodaba y rodaba largamente en el convulso temblor que seguía a su recuerdo. Su padre, el Conde Olar, se golpeaba la cabeza con los dos puños, y su risa bronca, hueca, como brotada del fondo de un barril vacío, se fundía al humo y al fuego de la noche.

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