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Ana Matute: Olvidado Rey Gudú

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Ana Matute Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido. El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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3

Pero los inviernos, y los hielos y deshielos, y el brotar de la hierba, cayeron aún sobre el Torreón con silencio y ausencia. Tiempo sobre tiempo, el Torreón creció algo, ensanchó la granja y algún pequeño barón fue sometido definitivamente. La nueva vida de Sikrosio fue tomando, poco a poco, el viejo color de la de su padre. Olvidó aquel amanecer, aquella noche en que oyó el restallar del látigo en las orillas del Oser, y el piar de los tordos, inexistentes amigos. O pareció que lo olvidaba.

El Conde Olar era ya viejo, pero no era, ni lo fue jamás, un viejo como los demás. Sikrosio llegó a entenderlo, por fin, y colocó de nuevo a su padre en su pedestal, hasta el día de su muerte.

Y llegó el día en que, de nuevo, el Abad de los Abundios entregó al Conde un pergamino con el sello que ya Sikrosio identificaba: era el mismo emblema que lucía en su dedo índice, grabado en anillo de oro, el Príncipe Bastardo.

El Conde Olar era hombre adusto, poco dado a efusiones de ningún género, sin otra explosión de sentimientos visible que el restallar de su látigo. Pero tenía una especial costumbre: en las raras ocasiones en que un gozo intenso desbordaba sus espesos muros de contención, solía golpearse la cabeza con los puños de tal forma, que si no se hubiera tratado de su propia morra, todos hubieran creído que intentaba reducirla a bien poca cosa. Así, aquel día, se propinó toda suerte de puñetazos capaces de dar fin a testas más jóvenes o aparentemente más robustas. Después, bebió en abundancia, más que de costumbre -en esto nunca fue moderado-. Lo hizo rodeado de sus caballeros, de sus vasallos y del primogénito Sikrosio -recién investido caballero-. Luego partió hacia Occidente, con nutrida escolta, lo mejor trajeado que le fue posible.

Sikrosio le acompañó hasta el borde de la tundra. Como clavado en el suelo, la cabeza alzada y los ojos ansiosos, le vio marchar, hasta que desapareció el último de sus hombres. Luego, un viento furioso lanzó aquel misterioso polvo gris sobre él y, cuando lo sacudió de su traje y montura, le pareció que una lluvia de ceniza intentaba sepultarle. Volvió grupas y galopó, desazonado, durante todo el día. Al anochecer, a su vez, bebió mucha cerveza: porque aquella ceniza se había pegado a su paladar y no parecía borrarse fácilmente. No obstante, una intensa alegría le llenaba, y su risa rodó como un trueno por las orillas del Oser, estremeciendo a quien halló en su camino.

Tal vez pasó mucho tiempo. Tal vez varios años. Un día, el Conde regresó por el camino de la tundra. Hasta el momento, Sikrosio y sus hermanos habían defendido solos los ataques vecinales, y cuando vieron de nuevo el rostro ceñudo y los ojos grises de su padre, el primogénito supo que por fin llegaba un tiempo provechoso, aunque muy duro, para él. No había logrado aplacar el talante belicoso de sus vecinos, ni había sometido al Margrave -ya soberano- del País de los Desfiladeros, pero el Conde Olar halló sus tierras ni un palmo más allá ni uno más acá de como las dejó. Ni una viña había engrandecido las viñas que crecían junto a su Torreón, pero ni una sola echó de menos en ellas. Tal vez aquel estado de cosas superaba sus mejores esperanzas y, acaso, ésa fue la razón de que por vez primera y última en su vida tomara por los hombros a Sikrosio y, tras mirarle un rato con sus intensos ojos grises, le estrechara fuertemente entre sus brazos.

Pero Sikrosio, aun valorando el gesto en su medida, estaba demasiado intrigado, y aun receloso, para abandonarse a las delicias de aquella casi dolorosa explosión de amor paterno. Porque antes que a ningún otro, de entre la nutrida, bien trajeada y aún mejor armada tropa que escoltaba a su padre -insólita en aquellas tierras, donde únicamente a latigazos y terror podían lanzar al enemigo su leva reculona, harapienta y mal pertrechada de horcas, hoces y desdentados cuchillos-, su ojo avizor descubrió la presencia de un muchacho enclenque y, según pensó, «vestido como una cortesana». Claro está que la idea que se había hecho Sikrosio en lo tocante a cómo vestía una dama -y sobre todo una dama de la Corte- tenía como base más sólida la pura nada. Para colmo de suspicacias, el propio Conde Olar escoltaba, como quien vigila el más preciado tesoro o, aún más, el hilo que le une a la vida, a aquel chiquillo que, a juicio de su primogénito, no sobreviviría a un cuarto de bofetada.

Sikrosio no tendría grandes conocimientos del mundo que se agitaba más allá de las inhóspitas tierras donde nació, ni su imaginación podía ofrecer, aun como muestra de su desenfreno, imagen más rica que la de un lechón rodeado de cerveza y ciruelas, pero no era estúpido y sí estaba, en cambio, habituado al acecho y la sospecha. No le costó rumiar demasiado tiempo hasta llegar a la conclusión de que el pequeño -a su juicio- adefesio no era otro sino el hijo único y único heredero del Rey. Para llegar a esta certeza, las cejas de Sikrosio se unían, se enarcaban y parecían querer saltarle de la piel a causa del esfuerzo hecho por comprender: ¿para qué y por qué le traía su padre al Príncipe Heredero?

Apenas quedaron a solas, no pudo contener su curiosidad. Sin ambages -y en esto agradaba mucho a su padre-, repitió en voz alta la pregunta que le desazonaba. «Para cuidar y atender su educación -respondió el Conde Olar con voz reventante de orgullo, y una chispa de maligna socarronería-. Para adiestrarlo en el arte de la caza y de las armas.» Era la primera vez que Sikrosio oía llamar a su padre arte a aquella suerte de desesperación colectiva que les obligaba a lanzarse unos sobre otros, espada en mano, en defensa de un palmo de tierra. Esto, de por sí, hubiera bastado para enmudecerle, pero aún su padre añadió:

«Y en cuanto a conocimientos del espíritu, en fin, en cuanto al resto -al decir resto dobló los labios con un leve tinte despectivo-, está el Abad Abundio. Eso no nos atañe». El Conde miró hacia la lejana tundra, y murmuró: «El Rey se muere, hijo mío. Pero el Rey me quiere. He aquí la prueba de su afecto y de su confianza. Sólo en mí confía».

Aparte la estupefacción que semejantes declaraciones le causaron, si algo, y muy tempranamente, había aprendido Sikrosio de su padre, era el momento justo y exacto de guardarse preguntas. Así que no hizo más indagaciones, procuró contentarse con las respuestas que le otorgaron -al menos, de momento- y siguió tejiendo el hilo de su cavilar, a solas y en silencio. «Para cuidar de su instrucción -resumió, al cabo-, no entiendo cómo el Príncipe Heredero viene a verificar sus reales aprendizajes a lugar tan apartado. El último y más olvidado rincón del Reino; sin duda alguna, el más peligroso y mísero; entre gentes rudas y torvas y en un Torreón que no dispone de la más modesta comodidad o simple bienestar.»

La palabra lujo carecía allí de significado, y es probable que el mismo Sikrosio la ignorase, pero tenía idea de la dureza de sus vidas. Más allá de la tundra, hacia el interior, hacia Occidente, existían familias nobles -según había oído- rodeadas de toda clase de riqueza y cuanto ésta acarrea: blanditos, bien vestidos, gentiles, graciosos, incluso cultos y con verdaderos modales; cosas de las que oyó hablar a su madre, siendo niño -antes de que ésta muriera de una indigestión de compota-, aunque no tuviera una exacta idea de su verdadero sentido, excepto la seguridad de que él, por lo menos, no las poseía. «Esas criaturas de alcurnia y vida muelle están dotadas y provistas de todo lo necesario para encarnar a los educadores del Príncipe -rumiaba a seguido y para sí, entre sorbo y sorbo de cerveza-. A buen seguro, se matarían los unos a los otros hasta el puro exterminio con tal de apoderarse de semejante privilegio. Eso les honraría hasta reventar.» Sin matanzas, Sikrosio no podía imaginar discusión razonable o reparto posible. No era, en todo caso, su culpa. En estos ejemplos y enseñanzas fue criado, y no de otra manera.

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