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Ana Matute: Olvidado Rey Gudú

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Ana Matute Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido. El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Sikrosio tuvo fuerzas tan sólo para asirse con ambas manos a la hierba, clavar las uñas en la tierra arenosa de la vertiente y admitirlo como el dragón de sus más remotos sueños; el dragón que brillaba en los ojos grises de su padre, el que creyó atisbar, retorciéndose, al fondo de alguna jarra de cerveza. Era su viejo, odiado, amado, conocido, desconocido, deseado, temido, salvaje dragón, hundiéndole por vez primera en la conciencia pantanosa y abominable del terror. Luego, vinieron ellos.

Durante los primeros tiempos, después de aquel día, el recuerdo de aquella escena venía a Sikrosio sin motivo aparente, de la forma más inesperada, entre jarras de espumosa cerveza o en la más placentera compañía. Como caído de lo más alto, imagen misma de aquella ave tan misteriosamente alcanzada, el recuerdo venía a dar contra su corazón: y allí revivía y se alzaba, convertido en buitre. En tales ocasiones, Sikrosio terminaba en el suelo, zarandeado por un convulso temblor y tan pálido como si acabara de expulsar la última gota de sangre.

No era aconsejable permanecer a su lado cuando volvía en sí: siempre fue violento y desconsiderado, pero el terror le volvió de una brutalidad a ras del suelo, casi bestial. Su frente, no muy despejada por naturaleza, iba plegándose, cada vez más profundamente, en un surco que acabó confundiéndole cejas y cabello en una masa rojinegra -más roja que negra-. Los ojos se le redondearon, saltones, en una mirada fija y tan cruel que pocos la resistían sin perder el tino totalmente. Siempre fueron escasas sus palabras, y no pareció demasiado extraño que las sustituyera por gruñidos más o menos locuaces. Pero lo más raro, lo que atemorizó seriamente a quienes le rodeaban, fue la lenta, pero inexorable, desaparición de su risa.

Cuando el recuerdo le tumbaba entre convulsiones, rememoraba haber temblado de modo parecido sólo en cierta ocasión, cuando huía de quienes sañudamente querían matarle y vino a refugiarse en el interior de una caverna sólo por él conocida. Pero también parecía haberse refugiado allí todo el invierno; y si la caverna le libró de la muerte que allá afuera le buscaba, a punto estuvo de proporcionársela dentro, de puro frío. Sikrosio demostró entonces, una vez más, que por caminos naturales no era fácil abatirle.

Pero a la vez, el recuerdo traía consigo la maldita visión de sí mismo, cierta mañana de primavera junto al Oser, y le aniquilaba. Todo su ser volvía a sumergirse en aquella ceguera, en la absoluta incomprensión de cuanto le había acontecido, hasta el punto de convertirle, poco a poco, en el espectro de sí mismo, o de lo que en un tiempo creyó ser. Porque aquella mañana, y cuanto le aconteció en ella, le había desvelado la existencia de un elemento que residía en él, o en el mundo que hasta el momento tan rotundamente hollara, y cuya naturaleza no podía ni pudo jamás explicarse. «Es una historia extraña, extraña, extraña…», se repetía tozudamente. Cuando volvía en sí, el terror se fundía, desaparecía ante sí mismo, y sólo era un jirón de miedo, un mísero despojo en la arenosa tierra que descendía hacia el río.

Y sin embargo, a pesar de su valor, de su fuerza y de su arrogancia, incluso de ese terror, Sikrosio no fue un hombre extraordinario. Comparado con la mayoría de barones, margraves y condes que se disputaron durante años y años aquella larga zona de tierra fronteriza donde nació, Sikrosio fue un hombre más bien vulgar.

2

El Conde Olar, padre de Sikrosio y otros cinco varones, no era, en cambio, un hombre vulgar. Por sus buenos servicios, el Rey le había concedido la más extensa y menos inhóspita zona de aquellas tierras fronterizas, y allí se instaló cierta memorable jornada, hacía ya muchos lustros, y edificó el tosco Torreón de madera que más tarde sería Castillo y, mucho más tarde aún, centro de un verdadero Reino.

Pero estas cosas no hubieran sucedido nunca si el Conde Olar no hubiera tomado posesión de aquella insalubre y poco apetitosa recompensa a sus grandes sacrificios -entre ellos parte de su pie derecho y la mitad de una mandíbula- a la causa de su Rey. Mientras él vivió, su Torreón fue incendiado dos veces y casi destruido una. Pero también es verdad que mientras él vivió, el Torreón volvió a alzarse allí, en el promontorio que más verdeaba en primavera, expuesto a todos los vientos, cerca del Oser; y desde sus almenas podía otearse casi por entero aquella región dividida -de forma tan vaga como ferozmente defendida- por una innumerable y mal avenida sociedad de pequeños barones y un Margrave temido, el feroz Tersgarino, de leyenda y hechos poco tranquilizadores: se había rebelado contra el Rey, y la presencia de Olar y su fidelidad al monarca, y su recompensa con la donación real de aquel patrimonio no eran absolutamente casuales. La enemistad entre Tersgarino y Olar había nacido desde antes, puede decirse, de que éste pusiera sus pies en aquella tierra.

El resto de los pequeños feudales y barones que inundaban la zona no se distinguió tampoco por su amistad al nuevo intruso y protegido del Rey, a quien odiaban y de quien deseaban independizarse con poco o ningún disimulo. Pero sus tropas, extraídas de la leva campesina, en verdad eran gente apática y medrosa, nada dispuesta al combate. Tampoco la tierra era capaz de enriquecer a ninguno de aquellos señores. No contaban, pues, más que con su astucia, su crueldad y su insensato y mal distribuido valor. La muerte era tan frecuente en aquella estrecha y larga faja de tierra, que llegó a resultar casi familiar y poco temida. «A todo se habitúan las gentes, con un poco de constancia», solía decir el Conde a sus hijos y súbditos. No le faltaba razón, porque incluso nobles y vasallos habían llegado también a acostumbrarse a él. Excepto naturalmente, Tersgarino.

Las nuevas posesiones de Olar en aquel extremo y en verdad medio perdido terreno fronterizo al Este del Reino, le fueron procuradas tras la expropiación y ajusticiamiento de cinco señores muy rebeldes y belicosos, reos todos de deslealtad a la Corona, bandidaje y una larga serie de delitos menores. Pero era la única zona que daba un cierto, razonable y regular fruto, amén de contener el más grande de los treinta y dos lagos -alguno tan pequeño que no merecía este nombre, y otros tan cenagosos que todos llamaban, con propiedad, pantanos- de la Comarca. Gracias a ello, y a estar cruzada por tres ríos y alguno que otro riachuelo, podía conseguirse alguna pesca y hacían su suelo más fértil. Además, poseía varios burgos, siervos y vasallos, todos acogidos a su protección.

Al Norte se alzaba la selva, que procuraba la mejor caza, y al Oeste, la alta tundra, cuyo camino llevaba al Rey y donde se amurallaba el pequeño dominio del Abad Abundio, a quien el monarca -y por tanto Olar- respetaba y quería. Al Este, y a todo lo largo, sus límites estaban marcados por la estepa, y esta frontera natural sólo aparecía interrumpida por el misterioso margraviato llamado el País de los Desfiladeros -rico en minerales preciosos, según se decía-, y su Margrave Tersgarino. Al Sur, las tierras del Conde Olar se disputaban los límites entre un puñado de barones, y la cadena de altas montañas llamadas Lisias constituían su frontera natural al Sureste.

Entre ellas y las tierras del Conde, más hacia Oriente, existía un pequeño país llamado de los Weringios y gobernado por un reyezuelo, cuyo nombre era Wersko. Eran de otra raza y hablaban otra lengua. Los campesinos decían que, en un tiempo ya lejano, los weringios habían ganado sus tierras a las tribus de la estepa. Pero esto parecía al Conde poco probable, porque, según sus noticias, si toda la rama ascendente de Wersko era como él, la cosa no tenía ningún síntoma de verosimilitud: al parecer, Wersko era apático y dado a la vida placentera que, gracias a su comercio con tierras del Sur y a la riqueza natural de su suelo, le era fácil llevar. Pero gozaba de misteriosas y poco claras protecciones: ni piratas sarracenos, que a veces llegaban por el Sur, ni jinetes esteparios le molestaban jamás -al igual que a Tersgarino-. El Conde, pues, observó una cautelosa distancia, a pesar de que Wersko hubiera parecido presa fácil a una experiencia guerrera e invasora incluso más tierna que la suya. Así, las relaciones entre el Conde Olar y el País de los Weringios -del que, por otra parte, le separaba un curioso Pasillo llamado de Nadie, protegido a ambos lados por restos de una antigua fortificación transcurrieron en la más infame de las vecindades. Esto es: se ignoraron mutuamente. De todos modos, bastante ocupación tenía el Conde con mantener a raya al resto de sus numerosos y nada soñolientos vecinos.

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