Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado Rey Gudú: краткое содержание, описание и аннотация

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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– Mucho te comprendo -dijo el Hechicero, moviendo la cabeza-. Pero me extraña que un ser como tú haya caído en semejante aberración. Humano soy, para mi mal, y aunque, en sentido contrario a ti, algo contaminado de vuestra sustancia (el estudio y la fe son nuestros vehículos de contaminación), jamás me tentó el abuso de ese licor que, no obstante, vi libar con abundancia en todas partes, tanto a míseros como a poderosos. El estudio de la humana flaqueza y la contemplación de los desastres producidos por ese elixir (aunque al ver su alegría lo creas sublimación), me ha advertido de tal forma de sus peligros, que ahuyento de mí toda tentación en semejante sentido. Y aunque, de tanto en tanto, lo he probado en algún banquete o como reanimador de extrema necesidad, no me ha seducido especialmente: pues aprecié cómo entorpece las ideas, el tesón y el estudio, cosas que estimo más que a mi propia vida.

– Amigo mío -dijo el Trasgo (y estas palabras llenaron de satisfacción al Hechicero, pues hasta aquel momento ningún conjurado le había llamado así)-, poco seso trasluces si en verdad desprecias algo tan sabroso y regocijante. Ten por seguro que si bien lamento mi desdicha, no por ello recuerdo con repugnancia los nunca satisfechos goces que tales libaciones me han proporcionado. Tanto es así que, aunque con moderación, ya que he perdido algo muy importante de mi ser, pienso repetirlo. Y detenerme, eso sí, en el momento que juzgue realmente peligroso: no me faltará fuerza para ello. En cambio, carezco de empuje para dejar de gustar tal delicia alguna que otra vez más y experimentar en todo mi ser sus gozosos efectos.

– La verdad es -dijo Ardid- que mi padre y mis hermanos resultaban muy graciosos cuando bebían. Y pienso que, de cuando en cuando, yo también he de probar ese elixir tan divertido: sé que tengo fuerzas suficientes para tomarlo o dejarlo según me plazca.

– Ah -dijo el Trasgo-, humana, y por añadidura mujer, debías ser para abrigar tan necia seguridad en ti misma.

La niña le miró con severidad, pero al fin, pensó que era un pobre viejo sin apenas juicio, ya que se había dejado arrastrar por algo tan tonto y de tan escaso interés: más que por verdaderos deseos, ella había hablado así por cortesía hacia él.

Sirvió en las escudillas las bayas y las moras, y un poco del zumo que había destilado el Hechicero para aderezarlas. El Hechicero y ella comieron, mientras el Trasgo preguntaba si por ventura no tendrían alguna gotita de aquel maravilloso licor.

– Ahora que lo pienso -dijo la niña- viene a mi memoria un escondite de las bodegas, donde guardaba mi padre el barril del mejor mosto, y si no fue descubierto por las tropas de Volodioso, allí estará. De modo que si prometes ayudarnos, te daré un poco, a condición de que no abuses de él.

– Estoy dispuesto -asintió el Trasgo, con tal rapidez, que apenas dicho esto apareció sentado en un hombro de Ardid-. ¡Presto! ¿En qué puedo ayudaros?

Con todo detalle, expresaron su deseo de que horadase un túnel hasta la viña; y nada más agradable pudieron decirle, según parecía.

– ¡Con gran placer! -dijo-. Descuidad, que no será menester arriesgar vuestras vidas cuando lleguen los viñadores del Rey Volodioso. Yo mismo seré quien traiga aquí los preciosos racimos. Nada me cuesta a mí (el más rápido horadador de túneles ocultos) y veo que mucho a vosotros.

Sellaron su pacto besándose en la frente, ojos y mejillas. -Niña querida -dijo entonces el Hechicero-, toma el viejo puñal de hierro que bien conoces: déjate conducir allí donde te indique su afilada punta y, si todavía existe un barril lleno de vino, él te marcará dónde se halla. De ahora en adelante, guarda ese puñal y no te separes más de él.

La niña encendió el candil y, alumbrándose con él, bajó al subterráneo que conducía a la bodega. Allí sólo había un barril, vacío y astillado: al parecer se rompió mientras lo transportaban los hombres de Volodioso. Pero el puñal pareció tomar vida y, súbitamente, señaló una puertecilla, disimulada, en el suelo. Ardid la levantó y bajó por una escalerilla hasta una pequeña cueva, donde encontró el barril más preciado: era el más pequeño, pero el de mejor contenido. Llenó de su aromático vino la escudilla y regresó a donde los dos viejos -como ella los llamaba en su interior- la aguardaban.

– Aquí está lo prometido, Trasgo del Sur, pero por tu bien te ruego no abuses de él. Aún deben transcurrir meses hasta que llegue el día en que podamos recolectar una nueva cosecha. Y si abusas de éste y lo apuras en poco tiempo, te auguro una espera demasiado larga para tu gran sed.

El Trasgo acercó a su nariz el vino, luego a su boca, y sorbiéndolo muy voluptuosamente, al poco abandonó sus pesares. Y tan regocijado parecía, que anduvo dando volteretas de un lado a otro, llamándoles nombres tan chuscos, que Ardid reía hasta que las lágrimas rodaban por su cara. No así el Hechicero, que si bien agradecía la circunstancia que les trajera semejante aliado, movía con lástima la cabeza. Pensó luego que, desde la desdichada muerte de su padre, no había visto a Ardid tan alegre. «Todo sea para bien», se dijo. Y añadió en voz alta:

– Quiera el destino que esta alianza aporte cosas buenas para todos. Pues has de saber, Trasgo, que si bien los humanos tenemos grandes defectos, también tenemos algunas cualidades: y el agradecimiento, como el sentimiento de la amistad, no son las menores entre ellas. Cosas que, según mis estudios y averiguaciones, vosotros no conocéis; sólo os mueve, unos hacia otros, el instinto defensivo, en su más pura esencia, de conservar la perennidad de vuestra especie. Por tanto, mucho he de cambiar si no consigo apartarte de ese feo vicio, que tú consideras inapreciable.

– Calla, calla, vejestorio -dijo el Trasgo entre volatines (sin considerar que triplicaba muchas veces la edad del Hechicero, aunque en otra tabla de valoraciones)-, y te confesaré, ya que de amistad me estás hablando, que a ello me insta quizás el nacimiento de alguna raíz desconocida que brota en mí y de la que hablaré otro día. Y también te digo que si bien la Vieja Dama del Lago está orgullosa de su pureza, pienso que mucho pierde no contaminándose (siquiera sea una pizquita) por este conducto del vino.

Escandalizado, iba a replicarle el Hechicero por su falta de respeto a tan Alta Criatura -y por el miedo que le causaba conocer el nacimiento de aquella raíz cuyos síntomas anunció el Trasgo: pues sabía que era la simiente del corazón, órgano que tantas desventuras podía causar a humanos, como a otras criaturas que llegaran a albergarlo-, pero dándose cuenta de que el Trasgo estaba perdidamente borracho, se aprestó a acostarle en su propia yacija. Pero en lugar de agradecérselo, el Trasgo le insultó, llamándole ignorante por no saber que su comodidad se hallaba entre las brasas de la lumbre. En ellas se acurrucó y a poco se difuminó en su rojo resplandor, con lo que le supieron dormido. Visto aquello, el viejo Hechicero juzgó con gran alivio que la contaminación del Trasgo no había llegado todavía, ni con mucho, a un grado verdaderamente peligroso. Su poder no parecía disminuido. Indicó a Ardid que escondiera la escudilla -aún medio llena- y le aconsejó que no la volviera a sacar en tanto él no lo indicara.

Una vez hechas estas cosas, Maestro y Discípula se acostaron y durmieron con el ánimo más esperanzado hacia su incierto porvenir.

3

A medida que pasó el tiempo, y cada vez con más frecuencia, el Trasgo les visitaba. Aconsejada y dirigida por el Hechicero, que mucho sabía de éstas como de otras cosas, Ardid acudía a la viña para vigilarla y prodigarle sus cuidados. Casi todos los días el Trasgo iba a su encuentro y, sentados los dos en el suelo, entre las cepas, platicaban de muchas cosas. De suerte que la maligna simiente que el Trasgo llamó Raíz Desconocida -y el Hechicero, corazón-, iba aumentando en su pecho. Sin apercibirse cabalmente de ello, el Trasgo del Sur llegó a no poder vivir sin aquellas pláticas y juegos. Y si la niña no acudía a la viña, iba él al Torreón a visitarles y libar unos sorbitos de la escudilla. Y fue así como una firme y dulce amistad fue tomando cuerpo en el ánimo de aquellas tres criaturas, que por singular azar, halláronse reunidas en tan vasta soledad.

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