Una vez, Ardid manifestó su deseo de comer carne, pero las torpes y rústicas armas que habían fabricado no servían para cazar. El Trasgo no podía, en modo alguno, matar animales, pero sí conducirlos por el pasadizo subterráneo, de forma que así llegaran, como quien dice, por su propio impulso, hasta la misma olla. Esta operación repugnaba terriblemente al Trasgo, no seguro, además, de librarse del castigo de la Dama del Lago. Pero no podía negar aquel deseo a la pequeña Ardid, y accedió. Y aunque él lo ignorara, la aún casi invisible Raíz Desconocida creció un poquitín más dentro de su pecho. Aprestados con sendos barrotes, el Maestro y Ardid -aun cerrando el primero los ojos, que no la niña- sacrificaron por este procedimiento algunas liebres y conejos. Luego, Ardid tendía sus pieles a secar, en espera de poder utilizarlas. Y aunque el Trasgo sentía una profunda náusea al verles clavar tan vorazmente los dientes en la carne, nada dijo, y se limitó a beber mucho más de lo acostumbrado.
Con lo que, entre cabriolas y ocurrencias, las veladas adquirían gran animación.
Y día llegó en que, por fin, entre los ruidos del campo y los rumores del cercano mar, Ardid y el Maestro aprendieron a distinguir bajo la tierra y las piedras el suave golpeteo del martillo de diamante, que pasaba inadvertido a los humanos. Apenas lo oían, la niña saltaba gozosa y apoyaba la oreja en el suelo. De esta forma, le seguía los pasos y, golpeando a su vez con los nudillos en la tierra, le respondía. Así jugaban y se perseguían: el uno bajo tierra, la otra sobre ella. Y mucho les divertían estas correrías, hasta el punto de que Ardid, sofocada y sudorosa, pedía al Trasgo que asomara de una vez la cabeza por algún agujero o un tronco hueco. El anciano Hechicero se decía entonces que jamás -ni antes ni después de la muerte de Ansélico- había visto tan linda, alegre y saludable a su discípula.
La niña parecía muy interesada en los túneles del Trasgo, y un día asomó su carita por el agujero recién abierto y descubrió, con pasmo y emoción, el camino subterráneo que iba al Mundo del Subsuelo. Aquí y allá resplandecían luces de variados colores y matices. Unas eran luciérnagas demasiado tímidas para acudir a la noche; otras, estrellas caídas y enterradas; otros, resplandecientes huesecillos de ciervos o de criaturas muertas con el corazón intacto.
Al percibir el Trasgo el deleite de la niña, exclamó:
– ¡Ah, Maestro, qué descubrimiento tan grande! Ahora atino a comprender que mi contaminación no es tan grave ni muchísimo menos: pues si la niña puede ver mi subterráneo y sus resplandores -que no sufren contaminación alguna-, es que posee en el fondo de los ojos el Goteo Lunar (cosa que me pasó por la miente y que estúpidamente deseché, por demasiado extraordinario: sólo se concede una vez cada milenio, siglo más siglo menos). De modo, que aun en el caso de que yo me hallara en estado de prístina pureza, ella me habría visto igualmente aquel día en la viña. Y en cuanto a ti, huelgan explicaciones, puesto que sufres a tu vez una suerte de contaminación de nuestra sustancia. Por todo lo cual, amigo mío, te ruego me alcances unos traguitos para celebrarlo.
Así lo comprendió el Hechicero, pues hacía tiempo que había adivinado que Ardid poseía el precioso don. Aconsejó moderación al Trasgo, advirtiéndole cuán traidor era aquel vicio, pues antes de lo que creyera, habríase adueñado de él, contaminándole de la peor manera. «Toda felicidad o bien -añadió- es espada de dos filos.» E igual que Ardid podía perder, al crecer, tan maravilloso don, el Trasgo podría perder su sustancia en el abuso del vino.
Desde aquel día, el Trasgo tendía la mano a Ardid desde su túnel, y ambos recorrían así los oscuros laberintos. La niña abría bien los ojos -que en la secreta oscuridad, lucían de forma que podían distinguirse las salpicaduras lunares-, y allí semejaban los dos criaturas de los ocultos ríos y los más hondos pasadizos.
– Nosotros, los habitantes del Subsuelo, hablamos el lenguaje Ningún -le contó un día el Trasgo-. Es el lenguaje tejido en el envés de las palabras. Sólo los humanos con gotas de luna en los ojos lo pueden descifrar. Aunque nosotros, por supuesto, conocemos todas las lenguas de los humanos. ¡Son tan simples!…
De esta forma, por los ojos y oídos entraba a Ardid mucha sabiduría, y crecía en conocimientos y en prodigiosa memoria. Llenos de tierra y tiernas raicillas, con los cabellos enredados en la sombra de fresas aún no nacidas -hasta la próxima primavera-, regresaban tras estas correrías al Torreón. Allí les aguardaba el Hechicero, impaciente. Pese a su exiguo y desmadrado cuerpo, era demasiado corpulento para avanzar por aquellos laberintos, y aun lamentándolo, debía permanecer arriba. Luego interrogaba muy concienzudamente a la niña, para que le refiriese cuanto había visto. Y ésta se lo repetía con tal exactitud y precisión, que el anciano sentíase sumamente satisfecho, tanto de ser su Maestro como de la niña misma.
Fueron aquellos tiempos, verdaderos tiempos felices. Aunque ellos no lo supieran entonces. Sólo al cabo de años y años, los recordarían como una época muy hermosa, aunque ya imposible.
Los colores del cielo y de la tierra fueron madurando, y un frío aún placentero llegó hasta la viña. De vez en cuando el Trasgo decía que un suave calor se adueñaba de las puntas de sus dedos y de su nariz, semejante al que el vino le proporcionaba. Y aunque el Hechicero nada comentaba a este respecto, le miraba con tristeza, pues sabía que éste era el segundo -y quizá peor- camino de contaminación. Pero no podía impedírselo -ni deseaba poder-, ya que aunque iba teniéndole mucho afecto, mayor era el que la niña le inspiraba: en ella veía una hija, más que de la carne, del entendimiento. Y este lazo era más fuerte que cualquier otro para él.
Cierto día de septiembre apuntaron los racimos, aún muy tiernos y diminutos. Pero con tal alborozo fueron saludados por los tres, que aun a costa de lo mucho que le costaba arrastrar las piernas, el Hechicero les acompañó -si bien moderadamente- en sus regocijados bailes en torno a los frutos recién nacidos.
Desde aquel momento, el Trasgo del Sur y Ardid acudían todos los días a la viña y comentaban los adelantos y novedades. El Trasgo ahuyentó a los dañinos animales que, a juicio de Ardid, podían estropear la cosecha, y aumentó los zumos que de la tierra y las raíces podían absorber y más favorecerles. Y pasaban el tiempo entre trabajos, charlas y bailes, persiguiéndose entre las cepas, bajo el sol maduro y la cálida lluvia que anuncian el otoño. Así pudieron calcular cuándo podría comenzarse a vendimiar.
En tanto que el Trasgo aprendía de la niña, y el Hechicero del cultivo y cuidado de la viña, la niña aprendía del Trasgo muchas cosas. Y entre lo que de éste aprendía y lo que su Maestro le enseñaba, a los seis años era la criatura más prodigiosa en conocimientos que pueda imaginarse. El Hechicero no dejó ni un solo día -tanto los que permanecieron en la cueva, como cuando se refugiaron en las ruinas del Torreón- de impartir sus acostumbradas lecciones a la pequeña. De este modo, su ciencia matemática crecía junto a su ciencia del Subsuelo; y si sus ojos parecían antes los de una ardilla, ahora tenían la gravedad, la astucia y la profundidad de un ser muy superior. Y en ellos residía gran parte de la belleza que, en el transcurso de los años, había de volverla tan seductora.
Ya estaba cercano el día en que decidieron recolectar los racimos, cuando oyeron aproximarse, desde la lejanía, unos cánticos conocidos. La niña y su Maestro se apresuraron a esconderse en el subterráneo del Torreón y, llamando al Trasgo con los nudillos, la pequeña Ardid aproximó los labios al suelo y murmuró en voz muy queda:
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