La niña, que dentro de la cueva se entretenía jugando con el soldadito fabricado por su hermano, contempló con estupor aquellas inusitadas demostraciones. Y advirtiendo las lágrimas que sin rebozo alguno dejaba fluir de sus ojos el ponderado Maestro, se aproximó a él, apartó las greñas de su frente, enjugó aquel torrencial relajamiento con el borde del vestido, y opinó:
– No lloréis, Maestro: es malo para la salud.
El Hechicero acarició su carita de manzana y, sorbiendo las lágrimas que, pertinaces, seguían fluyendo tumultuosamente de sus ojos, murmuró:
– Querida niña, ¡estamos perdidos!
La pequeña quedó pensativa. Y a poco, comprendiendo que el Hechicero, como vulgarmente se dice, no levantaba cabeza, se aprestó a ofrecerle algo de pan y queso, al tiempo que consideraba:
– No temáis, Maestro, aún quedan suficientes alimentos para resistir algún tiempo.
El desventurado Maestro rechazó la comida. Y luego, muy poco a poco, y sazonando con su llanto tan pavoroso informe, como mejor pudo fue convenciendo a la niña de que no era a tenor de la escasez de víveres, ni por hallarse prácticamente harto de pan y queso, que ofrecía tan impúdicamente a sus pesares. La verdadera causa de su desesperación era fruto de la cruel y sanguinaria derrota que acababa de constatar.
La niña le escuchó atentamente, sentada en sus rodillas. Y cuando al fin comprendió cuanto había ocurrido, salió corriendo y se detuvo, muda y pálida, a la entrada de la gruta.
Lo primero que distinguió en el ansiado cielo fue la silueta de dos cabezas que negreaban sobre el carmín del crepúsculo. El último sol arrancaba un oro leonado y raramente infantil a la de aquel que fabricara su único juguete. Estuvo así, con ambas manos apretadas en los espinos que hasta entonces la ocultaban, sin sentir el dolor ni la sangre en sus dedos. Y, transcurrido un tiempo, cuyo silencio azotaba sólo la ira del mar, dio pruebas de ser-si bien que la única- muy auténtica heredera de tan indómita como dura estirpe. Con sus labios gordezuelos tan blancos como jamás se vieran antes, se sentó en la hierba y, sólo entonces, cerró los ojos. Ni una sola lágrima brotó de ellos y jamás nadie la vio llorar aquellas muertes. Por las rojas praderas de sus párpados cerrados huían tres corceles, espoleados por tres lindos muchachos, y el menor de los tres, al viento el oro de sus rizos, le gritaba: «Hermanita, no olvides el soldadito que tallé para ti».
– No llores más, Maestro -dijo, al fin-. Yo te juro que, un día u otro, nos vengaremos de Volodioso.
Luego, ordenó al Hechicero que desprendiera las cabezas de su padre y su hermano y que las sepultara en aquella misma gruta donde estaban.
– ¿Cómo quieres, niña, que suba ahí arriba? -se horrorizó el anciano-. Tú sabes que además de desgarrarme las entrañas y las ropas, soy viejo y torpe, y no puedo trepar hasta tan alto sin caer y matarme, de puro vértigo y dolor.
Pero la niña le miró fijamente y dijo, con resolución:
– Sí puedes, Maestro: yo te vi, un día, formar la nubecilla en tu cámara secreta. Porque, para verte trabajar, cuando creías que dormía te espiaba por el hueco de la cerradura.
– ¿Cómo es posible? -se lamentó el Hechicero-. ¿Tú sabes a qué peligros te has expuesto en ello, criatura? ¡Podías haber quedado ciega, si te hubiese descubierto!
– No es verdad -respondió ella moviendo la cabeza, mientras sus trenzas bailaban-. No hubieras hecho eso, y yo lo sabía.
– ¡Bien sabes cuánto te quiero! -dijo el Hechicero, contemplando su carita redonda, donde dos ojos brillantes y sagaces le intimidaban-, pero no debes abusar de este cariño.
Suspiró, y añadió:
– Sí, eres la criatura más lista e inteligente que he conocido, y por ello te quiero como un padre. Eres más inteligente, no sólo que tus desdichados padre y hermanos, sino que toda otra criatura, y así escribes y lees de corrido y conoces tantas otras cosas a una edad tan tierna. Pero tan sólo eres una niña y tan sólo en una mujer te convertirás (si vives, como espero, para ello). Por tanto, debes ocultar cuanto sabes y conoces, si deseas salir con bien de tanta maldad y estupidez como reinan en el mundo. Debo velar por ti, como me encomendó tu padre. Si fueras un muchacho, te enviaría a un convento para que allí te instruyesen, pero siendo como eres una niña, mal me parece encerrarte en la Abadía Blanca: pues tengo a esas mujeres por necias y perezosas, y mucho me temo que serías muy infeliz entre ellas. Mejor será que desde ahora nos defendamos y permanezcamos juntos como mejor podamos. Y ya que, según veo, tanto conoces de mis habilidades ocultas, podré dedicarme al estudio de esos conocimientos y prácticas sin necesidad de ocultarme, y gracias a ellos, de una manera u otra, quizá podamos sobrevivir hasta que tengas edad de valerte por ti misma.
Volvió a suspirar, y al fin decidió:
– Lo primero que vamos a hacer es buscarte un nombre por el que nadie te reconozca: pues atino que el que llevas puede serte muy peligroso.
Reflexionó, y al fin quedó decidido que desde ese momento la llamaría Ardid, «porque este nombre no puede decirse exactamente si es propio de hombre o mujer y de casta noble o villana; sin contar con que (y juzgando tu temperamento) te cuadrará bien».
– Haz lo que te ordeno -respondió Ardid, por todo comentario-. Baja esas cabezas.
Inútilmente trató el viejo de resistirse. Al fin, buscó en el cofre y, tras algunas manipulaciones, preparó el cocimiento capaz de provocar la misteriosa nubecilla que le permitía elevarse y flotar en las alturas, a su antojo, durante cierto tiempo. Una vez formó la nubecilla, el Hechicero montó en ella y, advirtiendo a la pequeña Ardid que no se alejara, voló hacia la torre del Castillo, y aunque medio desvanecido de horror y pesar, cumplió las órdenes de la niña. Sacudido por convulso terror, que a punto estuvo de precipitarle al vacío, volvió con ambas cabezas a la cueva y enterró lo poco que quedaba de aquellos a quienes mucho amó.
En tanto, Ardid había bajado al llano. Recogió unas cuantas flores silvestres, que azuleaban cándidamente entre cenizas y muerte, y de regreso a la cueva las depositó con gran cuidado en la mísera y mal cavada tumba. Luego, tomó el soldadito de madera, lo contempló con ojos pensativos y lo enterró al lado. «Tuve poco tiempo para jugar contigo -murmuró-. Ahora ya es tarde para recuperarlo.» Después se volvió al Hechicero y le dijo:
– Éste es un mal lugar para vivir, Maestro. Volvamos al Castillo, y allí, de alguna manera, podremos arreglarnos mejor.
El Hechicero asintió, y cargando ambos con sus pocos enseres, allí se fueron. Pero grande fue su desolación al contemplar de cerca las humeantes ruinas de lo que fuera recia y aun bella fortaleza: todo lo que de valor hubo allí fue saqueado por las huestes de Volodioso, y tan sólo muerte, despojos y miseria les rodeaba. No obstante, el Torreón principal parecía mejor conservado que el resto.
– Aquí, por lo menos, podremos guarecernos de la lluvia, el frío y el viento -resumió Ardid, dando muestras de mucha sensatez.
Y poniendo manos a la obra, entre los dos desbrozaron de ruina, destrozos y hollín cuanto les fue posible. Y cuando les sorprendió la noche, medio habían compuesto una estancia, que si en nada recordaba a una cámara principesca, al menos servía para no morir ateridos y mantenerles a cobijo de las alimañas, cuyos gritos feroces ya llegaban, junto al viento, a sus oídos, pues de las boscosas colinas descendían, siempre tras las huellas de los soldados de Olar.
Pasaron aquella noche oyendo arañar su bien atrancada puerta a toda clase de hambrientos animales. Y cuando el sol dispersó a tales criaturas, Maestro y Discípula continuaron su trabajo; y así día tras día, hasta hacer medianamente habitable tanto despojo.
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