Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Volodioso alojó a este hijo en una cámara contigua a la suya. Y a menudo cabalgaban ambos, a solas, por aquellos parajes que hacía tantos años hiciéronle desear ser Rey un día y, de este modo, unir a las mezquinas y acobardadas gentes que componían su pueblo. Poco a poco, en estas excursiones, iba explicando a Predilecto lo que fuera su vida. Y entre una cosa y otra, le enteró de cuánto amó a su madre. Es más, cierto día en que cabalgaban junto al Lago, le dijo que Lauria fue la única mujer a la que verdaderamente había amado. Al oírle, el muchacho sintió nacerle un profundo afecto por aquel Rey ya viejo que, aunque temido y respetado, sabía que era también muy aborrecido. Pronto adivinó -pues era de inteligencia vivaz, aunque de pocas palabras- que, a lo largo de toda su vida, Volodioso sólo fue capaz de despertar un amor: el de Lauria. Y comprendió que su madre, casi como única herencia, le había legado a su vez a él tan raro sentimiento, para que lo cuidara y con él viviera hasta el último de sus días.

Únicamente un defecto hallaba Volodioso en Predilecto: el muchacho era valiente, gallardo y altivo, pero parecíale incapaz de abrigar en su pecho sentimiento alguno de ambición o venganza. Con tales carencias -se decía el anciano-, mal Rey podía hacer de él. Luego, repasando mentalmente uno a uno a los cuatro Soeces, despertábase en él una creciente irritación, imaginando, con sagacidad de viejo y experiencia de Rey, cómo a su muerte éstos no tardarían en azuzarse entre ellos. Los veía guerreando entre sí, acaso matándose y, en fin, lo que más le dolía, diezmando y destruyendo la obra que tantos años y esfuerzos -e incluso, a decir verdad, dolor- le costó crear.

En aquellos momentos, Volodioso no se acordaba ni por asomo del último y menor de sus hijos -que además era el único habido de matrimonio y, por tanto, legítimo-. Este hijo contaba entonces cuatro años de edad. Pero no lo había visto nunca, y sabido era que a tal edad, Volodioso no distinguía un niño de una gallina.

IV. HISTORIA DE LA PEQUEÑA ARDID

Al Sur de Lorenta, y en tierras costeras como ésta, existió un rico y hermoso dominio, propiedad de un barón belicoso e inquieto llamado Ansélico. Aunque era menos poderoso que Lorenta, y pese a que sus viñedos no tenían comparación -ni en calidad ni en cantidad- a los del infortunado Almino, la conquista de tal lugar dio más quebraderos de cabeza a Volodioso que todas las tierras del Sur juntas. Mucho tiempo le llevó dominarla por entero.

Pese a que las expeditivas maneras del Rey de Olar no daban, en términos generales, ocasión, tiempo ni ánimos suficientes para oponerse a su pertinaz manía de engrandecer su Reino, en aquella circunstancia Volodioso se enfrentó a un hombre que ostentaba curiosas similitudes consigo mismo. Ansélico era tan ambicioso, testarudo y soberbio como él. Como él, imponía su voluntad inapelable allí donde pisaba; y, como él, era más temido que amado. Pero también como él -y a diferencia de la mayoría de los nobles señores-, Ansélico sentía una viva curiosidad y un gran respeto por la ciencia, e incluso por la brujería, en cualquiera de sus manifestaciones. Como Volodioso, gozaba y estimaba el precioso don del vino, que acumulaba en los subterráneos de su Castillo y que a menudo visitaba. Acompañado de su Copero en tan placenteras expediciones, en ocasiones solía dedicar a sus mejores mostos nombres tan dulces y tan amorosas miradas que, a buen seguro, contribuían así a la buena marcha de su proceso y mejoraban su calidad. Por lo menos, así lo creía él, y acaso no le faltaba su pizca de razón.

Tenía Ansélico tres hijos varones, robustos, turbulentos y buenos catadores de vino como él. Y con gran diferencia de edad, una hijita a quien todos adoraban, pues era lista y graciosa como una ardilla. Añadíanse a estos dones personales, la triste circunstancia de que la madre murió cuando la niña contaba apenas tres años, y, acrecentada por tan malaventura, la escondida ternura de padre y hermanos se centró totalmente en ella.

Cinco años tenía esta criatura cuando llegaron a tierras de Ansélico malas nuevas portadoras de la invasión inesperada del lejano Rey de Olar. Ansélico -según queda dicho- era hombre alimentado por muy parecidos acicates a los que se abandonaba su enemigo, y, al igual que él, sustentaba idénticas convicciones de propiedad, dominio y engrandecimiento. Ambas fuerzas y ambos hombres chocaron, pues, con singular saña.

Pero a diferencia de Volodioso, la milicia de Ansélico -compuesta de pequeños terratenientes en irrisorio número, campesinos-soldados de famélica catadura y escaso entusiasmo por defender unos ideales e incluso un terruño que, gravado por gabelas, impuestos y toda clase de abusos, apenas les daba para mal vivir- componía un simulacro de ejército muy inferior al corajudo, bien disciplinado y mejor armado de Volodioso. Si la tropa de Ansélico salía bien parada en sus escaramuzas contra los piratas costeros, o en las frecuentes rencillas con otros barones o nobles señores, a la larga -y pese a su heroica y aun desesperada resistencia-, al término de tan desigual lid, el Rey Soldado de Olar venció rotundamente.

Cuando los oponentes de Volodioso resultaban gentes pacíficas, de manso espíritu o fácil rendición, mostrábase con los vencidos sumamente desdeñoso, pero, paradójicamente, suave en el castigo y, en algún caso, hasta magnánimo. Por contra, si el enemigo se revelaba valiente, indómito y heroico, ganábase de inmediato la profunda admiración y aun el íntimo respeto del Rey de Olar, mas -misterios de la humana naturaleza-, en tales ocasiones, los vencidos eran tratados con el mayor rigor imaginable. Y sin temor de falsear los hechos, puede asegurarse que cuanto más gallardos y valerosos se mostraron con él, llevaba su venganza a la más horrible crueldad, aunque él la llamase ejemplar, aleccionadora y muy justo escarmiento.

No hace falta decir, por tanto, cómo se condujo Volodioso tras la derrota de Ansélico. Al Barón, malherido como estaba, hubieron de izarlo dos soldados, para que se mantuviese con honor en la operación de arrancarle los ojos. Sus dos hijos mayores -para su bien- habían muerto en el transcurso de la lucha. El menor, que contaba doce años y era un hermoso niño de rizos rubios y fiera mirada, fue conducido junto a su padre -ya cegado- a la plaza pública, y allí ambos fueron decapitados. Después, Volodioso ordenó clavar las dos cabezas en sendas lanzas y exponerlas en lo alto del torreón más alto del Castillo de Ansélico -reducido ya a puras ruinas-, para escarmiento de los que aún se imaginaran capaces de oponer fuerza o argumentaciones a sus deseos.

Luego mandó incendiar todas las chozas, villas y burgos del Dominio, y pasó a cuchillo a señores y villanos. Los pocos soldados y algún aterrorizado campesino que aún quedaban con vida, se apresuraron a pedir clemencia a Volodioso: juraron que sólo a la fuerza combatieron contra él, y que a su vez, ansiaban engrosar las filas de su victoriosa y legendaria milicia. Volodioso eligió a los que consideró más fuertes o con buena disposición para el manejo de las armas. Llevado de sus ocultas e insatisfechas ansias de cultura, salvó a quienes sabían leer y escribir y a los expertos en hierbas o ungüentos contra las heridas infecciosas. Los demás siguieron la suerte de sus señores. Y tal como el Físico de la tropa aconsejó -pues de un tiempo a esta parte, allí donde él y su ejército pisaban, desencadenábanse pestíferas epidemias que comenzaban a mermar sus propias filas-, Volodioso ordenó que amontonasen todos los cadáveres, para luego prenderles fuego.

Una vez cumplidos estos requisitos -que en el fondo le aburrían y ejecutaba con la rutina que se desprende de la árida burocracia de la guerra-, partió de nuevo y prosiguió su incontenible marcha hacia el Sur de igual guisa, hasta dominarlo por entero.

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