Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado Rey Gudú: краткое содержание, описание и аннотация

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Aunque cargado de dificultades, el viaje fue más rápido que el que hiciera Raigo para alcanzar Yahekia. Cuanto más se aproximaban a Olar mejoraba el tiempo y no tuvieron ventisca de consideración ni grandes nevadas.

Al fin, una madrugada recuperaron la presencia de los Hermanos Pastores: les vieron descender cautelosamente desde la alta arboleda. Habían avistado las almenas de la Corte Negra, y así lo comunicaron al Rey. Antes de aproximarse al Castillo, Gudú y sus hombres se detuvieron, vigilantes. Un extraño silencio reinaba allí. Ya no se oían los gritos de los muchachos entrenando, ni las lejanas, aunque siempre audibles, voces de las mujeres desde el pabellón destinado a ellas. Tampoco distinguieron resplandor alguno, ni humo que indicara alguna forma de vida. Al cabo, Gudú decidió enviar un grupo de inspección que pudiera enterarles de cuanto allí ocurría.

Raigo pidió formar parte de esta misión, y, antes de responder a su demanda, Gudú le observó en silencio. El Príncipe, al menos a su juicio, ofrecía un raro aspecto. Sobre las negras pieles brillaban coloridas sartas de collares y un arete de oro pendía de su oreja. Gudú no acertaba a decirse si le producía repugnancia o una risa sin límites. Pero también descubrió en los ojos de su hijo un conocido resplandor: el resplandor de su propia ira y el de la astucia de Ardid. De modo que, alejando las primeras impresiones juzgó que -al menos en el presente- no era aconsejable desperdiciar tales cualidades. Así pues, le dijo:

– Ciertamente, Raigo, aún no te he puesto a prueba. Así que, en efecto, ahora tienes ocasión de demostrar si eres digno de sucederme en el trono. Como dirigente de esta misión te envío, y espero dos cosas de ti: que, sean quienes sean los que allí estén, nadie en la Corte Negra conozca vuestra presencia y vuestro acecho. Y después, que regreses sin una sola baja antes de que el sol se ponga, para darme cuenta exacta de cuanto allí sucede… o pueda haber sucedido.

Una risa brusca y breve, que sonó en los oídos de Gudú como el eco de la suya propia, fue la respuesta. Raigo volvió grupas a su caballo, y al frente de seis hombres -entre los que Gudú no le cedió ni uno solo de sus fieles Hermanos- desapareció entre los árboles hacia el Castillo Negro.

Entretanto, Gudrilkja había seguido al Rey y sus huestes sin darse reposo. Al fin, medio exhausta, cayó al suelo, entre los árboles. No había comido sino bayas y frutos silvestres en todo lo que duró el viaje, y ahora rodó sin fuerza pendiente abajo y vino a dar a los pies de un soldado. Asombrado, el hombre la levantó del suelo y, reconociéndola, sintió por ella compasión -en general, la muchacha despertaba simpatía entre la soldadesca-. Púsole una mano sobre los labios y dijo:

– Muchacha, si tanto deseo tienes de convertirte en soldado, yo te ocultaré entre nosotros. Nada digas a nadie, cúbrete con este yelmo y toma esta lanza. Y si así consigues pasar desapercibida, como un soldado más, únete a nosotros. ¡Pero jamás digas esto a nadie, pues podría ser causa de mi muerte y la tuya!

Dicho y hecho, le cortó las trenzas con la espada. Luego, mientras la reanimaba con vino y le daba de comer la mitad de su parca ración de pan y queso, Gudrilkja prometió cumplir la promesa. A partir de ese momento, confundida entre los hombres, ninguno de ellos -menos Jarjko, su nuevo amigo- conocía su verdadera condición.

A veces, a distancia, observaba la tienda del Rey. Deseaba verle, aunque no le fuera posible hablarle. Pero Gudú permaneció todo el tiempo oculto a su mirada. Sólo una vez, antes del anochecer, le vio montando sobre su caballo, frente a los hombres formados: aguardaba la llegada de Raigo. Y en efecto, tal como le ordenara el Rey, antes de que se pusiera el sol, Raigo regresó con todos sus hombres.

– Señor -dijo, mostrando una tosca parihuela donde portaban herido al fiel Rudinko-. Graves noticias os traemos: sabed que la Reina Urdska soliviantó a sus hombres, de forma que la mitad de la Corte Negra se pasó a su bando, y el resto fue sorprendido y vencido. Los traidores cayeron sobre Olar, donde mi abuela, vuestra madre, la Reina Ardid, ha sido hecha prisionera… o tal vez muerta. En tanto, los que aún permanecen fieles a vos, se baten con los hombres de Urdska. Creo que es providencial nuestra llegada, pues corre un gran peligro la ciudad de Olar, donde se sigue luchando entre ambos bandos… Sólo ruinas y muerte quedan en la Corte Negra, y ni las mujeres ni los niños han sido respetados en la carnicería. Así ha sido como, entre los cadáveres, sólo a Rudinko hallamos con vida y nos pudo referir cuanto os acabo de explicar.

El Rey palideció de ira. Pero al punto se rehízo y respondió:

– Raigo, espero que en el asalto a Olar sabrás conducirte con el arrojo de un futuro Rey.

Cuando las tropas de Gudú avistaron el Lago y, tras éste, las murallas de Olar, grandes resplandores rojizos anunciaban los incendios; y el negro vuelo de las aves carroñeras, y el fragor, el hedor y los gritos que traía el viento, anunciaban la desolación de aquella que fue poderosa capital del Reino.

Cinco días duró la lucha. Pero al atardecer del quinto, el grito del Rey era un grito que nadie, ni nobles, ni campesinos, ni villanos, olvidaría jamás. Pues el grito del Rey, cuando decidía el triunfo de una batalla, era sólo comparable al grito del huracán o el de las ocultas raíces de la tierra: cuando el vientre del mundo se levanta, hinchado de ira, y asola todo cuanto alienta sobre su corteza.

Las pezuñas de su negro caballo se hundían en las cenizas, y las ruinas parecían una enorme brasa al resplandor de los incendios. Al fin, Gudú entró en el recinto del Castillo. Aún se batían allí los últimos enemigos. Y junto a sus fieles, aquel atardecer era para él el renacer del sol tras las colinas y los bosques, y para sus hombres -los que con él venían y los que en su ausencia seguían defendiendo su causa-, el más hermoso regreso a la vida.

XXV. EL TURNO EN EL JUEGO

Cuando la Reina Ardid se vio encerrada con sus dos jardineros, Raiga y Contrahecho, creyó que el Reino estaba perdido. Un gran abatimiento, unido a una rara sensación de indiferencia, la llenaba. Y así, los aterrados jóvenes la veían vagar de un rincón a otro, desenterrando polvorientos jirones, viejísimos juguetes que casi se deshacían entre sus manos, como si hubiérase vuelto sorda a la cruel lucha que a su alrededor se enconaba. Pues a la Torre llegaban el fragor y los gritos, el entrechocar de las espadas y el galope de los caballos; y más tarde, el resplandor de los primeros incendios, sin que ninguna de estas cosas parecieran afectarle.

Allí encerrados, pasaron mucho tiempo: tanto que ni pudieron llevar la cuenta, pues la única que podía hacerlo parecía embebida en otras cosas. Y llegó el día en que sus carceleros dejaron de llevarles alimento, y ni tan sólo la Guardia quedaba a la puerta de la Torre: todos los hombres estaban entregados a una lucha encarnizada, pues el Duque Zore, y sus fieles, reaccionando ante el imprevisto ataque, atinaron recurrir a aquello que Ardid ya habíales indicado: se acordaron de cierto sector del pueblo que, gracias al Rey Gudú, tuvo por primera vez audiencia en la Asamblea. Y si no representaban al auténtico pueblo -pues éste siempre permaneció al margen, incluso ignorante de que tal Asamblea existiera-, al menos sí parte de él y nada despreciable, encabezados por los que veían sus bienes en grave peligro, uniéronse al Duque, ya que el dinero es una fuerza tan grande como el odio mismo, el ansia de poder o, quizás, el amor. Y así, el Duque -en mayoría numérica a los rebeldes- cercó a los partidarios de Urdska en el Castillo, y se entabló una cruenta lucha que precisó de todos los hombres y de todos los recursos.

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