Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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Llegó, al fin, un día en que Contrahecho, viendo que ya no quedaba nadie guardando la Torre, dijo a la Reina:

– Señora, creo que estamos abandonados. Y si permanecemos aquí dentro, moriremos sepultados, o por un incendio, o de hambre. Recuerdo la forma en que Raigo escapaba de esta Torre por las noches, y se me ocurre que podríamos muy bien imitarle.

Como despertando de un sueño, pareció darse cuenta Ardid de la realidad de su entorno. Así pues, les dijo:

– Hijos míos, huid vosotros, y seguid mi consejo: salid, escapad cuanto antes os sea posible de estas tierras, y no retornéis a ellas jamás… pues sé, puesto que mi corazón me lo dice, que el fin de este lugar, de este mundo nuestro, se acerca. Buscad una barca que suele hallarse junto al río -bien lo sabía ella-, amarrada entre los sauces gemelos; y en ella navegad hacia el Sur, y no paréis hasta el mar; y allí preguntad por las Islas jóvenes, y en ellas tendréis, a buen seguro, una hermosa vida.

– Señora -murmuró tímidamente Contrahecho-, venid con nosotros; siempre cuidaremos de vos. Tenemos un oficio…

– Un bello oficio -murmuró Ardid acariciando su roja y fea cabeza con gran ternura; y otra roja y desaparecida cabeza llegó a su mente, inundándola de pesar por tanta -y ahora sabía que definitiva ausencia-. Id vosotros, queridos míos, pues allí donde vayáis, irá lo más bello y más digno de mi vida.

Y besándoles a los dos, volvióse de espaldas, y en un oscuro rincón quiso permanecer hasta saberlos perdidos para siempre de su vida.

Sacaron los dos jardinerillos las telas de los cofres: aún alguna de ellas seguía trenzada, como en tiempos de Raigo -tiempos de todos los juegos, de todos los disfraces, tiempo de todos los niños que se esconden en los desvanes para huir de la gran estupidez del mundo-. Y, aunque enmohecidos, Contrahecho fue anudándolos pacientemente y reforzándolos con retazos de tela y aun con pedazos de la falda de Raiga. Al fin, como cuando eran niños, se deslizaron por la ventana de la Torre. Una vez en el suelo, se asustaron: las jaras brotaban sin orden por doquier, mucho habían medrado las yedras y las malas hierbas, y todo aparecía helado bajo el oscuro cielo del invierno. Se dirigieron entonces a la mohosa puertecilla de la muralla, y salieron al campo; y a poco, vieron cómo un grupo de campesinos huía, y se unieron a ellos, pues por campesinos -tan sencillo y aun mísero era su atuendo- se les podía tomar. junto a ellos alcanzaron el río, pero en la barca que les indicara Ardid sólo cabían ellos y dos niños muy pequeños. Entonces, el abuelo de los niños les entregó todos sus bienes en un hatillo, y les vio partir juntos, a los cuatro, con los ojos llenos de lágrimas, lágrimas que a medida que la barca se perdía en la niebla, iban helándose como escarcha. Luego, cuando ya no les veía, y no les volvería a ver, el anciano -tal que otra vieja mujer que había quedado sola allá en la Torre- se apoyó en un roble y, a oscuras y de espaldas, entre el mundo y la nada, esperó el fin de su vida larga y llena de dolor. Pero, antes de morir, soñó que sus nietos y aquellos dos muchachos llegaban a un lugar donde nadie les miraba como extraños o enemigos, donde el sol brillaba y crecían las frutas y las plantas para todos; y nadie arrebataba a un hermano lo que era de todos los hermanos. Y con tan imposible como hermosa esperanza, el anciano dejó para siempre de sufrir.

2

Pero, a través de las ruinas y de la desesperada lucha de los últimos esteparios, el grito del Rey Gudú también llegó a los oídos de Urdska. De suerte que a su vez, la llama se encendió en su pecho, y otro grito largo tiempo sofocado, respondió al de Gudú.

Junto a ella permanecían, aún, Kiro y Arno. Así pues, llamó a su fiel Kork, condújoles hacia el pasadizo secreto, y allí les dijo:

– Huid, pues el Rey Gudú, por esta vez, ha vencido. Pero ocultaos en el bosque, hasta el día en que os mande aviso: y desde los bosques escapad a las estepas, y una vez allí, presentaos a Rakjel; y os ordeno que lleguéis hasta él con vida, pues si no es así, mi maldición os perseguirá más allá de la muerte. Y decidle que os guarde y espere el momento propicio para restituiros al Trono de Olar, que os pertenece tanto como el de la Isla de Urdska: nuestra verdadera patria.

Una vez en el oscuro pasadizo, donde el fiel Kork les precedía con la antorcha, los dos Príncipes se rezagaron.

– ¿Adónde nos lleva? -murmuró Kiro.

– No sé, dicen que el Rey ha entrado ya en Olar, y que no tendrá compasión para nadie.

– Yo soy el hijo del Rey -murmuró Kiro, sibilante.

– Y yo -le respondió, amenazador, Arno.

Ambos se miraron en la oscuridad y, prestamente, sin mediar palabra, se abalanzaron espada en mano contra Kork y con ella, por la espalda lo atravesaron. Contemplaron un instante el ensangrentado cuerpo a sus pies, y luego Arno tomó la antorcha y, seguido de su hermano, prosiguieron el camino hasta la salida.

Una vez allí, de nuevo al aire libre, en la fría tarde de invierno, hacia la parte Norte del Castillo, donde ya había cesado la batalla, se supieron solos por vez primera. Frente a ellos, la ruinosa Torre, rematada por una curiosa caperuza azul, se recortaba sobre el cielo enrojecido del crepúsculo.

– ¡Deprisa! -dijo Arno-. ¡El Rey se acerca!

– ¡El Rey es mi padre! -respondió Kiro, retador. Y ambos llevaban las espadas desenvainadas, teñidas aún con la sangre del viejo y leal Kork.

– ¡Acabemos de una vez! -gritaron a un tiempo. Y frente a frente, al pie de la Torre, se miraron, jadeantes; hasta que, como en siniestro acuerdo, ambos profirieron un largo y retenido grito -retenido, como un río subterráneo, durante tiempo y tiempo- que pareció estremecer hasta los tristes árboles del invierno.

En aquel momento, Urdska vistió por última vez sus ropas de guerrero, que tan celosamente guardara para ella el anciano Kork. Así vestida, avanzó sin más compañía ni escolta que su larga sombra, enrojecida por el último sol y el resplandor del fuego. Montó su caballo y pasó sobre los últimos cadáveres, los últimos heridos y los últimos soldados que aún se batían: indiferente y brutal, pateando cuanto hallaba a su paso, sólo con un nombre en la mente y en los labios, avanzó; avanzó hacia aquel otro grito que parecía reclamarla.

Mientras los cascos de su bello y salvaje caballo pisoteaban miembros heridos, y cenizas aún ardientes, por sobre las ruinas de la muralla, siguió avanzando hacia aquel grito que oía y al que respondía. Entonces, la vieja pasión de la venganza encendió en ella una nueva luz: pues entre la humareda de antorchas de resina inflamadas que arrojaban los arqueros, creyó distinguir el estallido de un rayo más brillante que mil soles. Rayo que iluminaba en su interior la verdad más oscura que pueda abrirse paso entre la luz. Y Urdska avanzó hacia aquel grito como si se tratase del doble descubrimiento de su muerte y su vida. Y lo halló frente a ella, y entre el humo: como un sueño o un deseo pueda levantarse entre las brumas, se recortaba la silueta negra e inconfundible: Gudú Rey la esperaba.

Una vieja melodía que tarareaba la Bruja de la Estepa en su cuna, regresaba ahora, con las primeras sombras de la derrota y de la muerte: «Niña, el guerrero te aguarda, después de la batalla, niña, ve en busca del guerrero. Y sé la luz de su triunfo o el olvido de su derrota». Pero entre los dos ya sólo quedaba un guerrero: otro había muerto entre el fantasma de una Isla y de un viejo rencor. Ahora únicamente una niña solitaria -como otra niña solitaria que también quería ser Rey- avanzaba hacia el guerrero impío, el guerrero odiado. Y de pronto supo que una niña había triunfado sobre la venganza y el rencor, sobre los sueños de poder y sobre la vieja y destruida Urdska, legendaria y falsa Reina esteparia. Porque las estepas -y ella lo sabía- nunca serán un Reino, sino un vasto lugar donde las mujeres y los hombres arrastran la pesada carga de su libertad y su dolor, donde las mujeres y los hombres sólo se besan en el último instante, acaso cómplices de un mismo odio.

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