Ana Matute - Olvidado Rey Gudú

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Olvidado Rey Gudú: краткое содержание, описание и аннотация

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Olvidado rey Gudú narra el nacimiento y expansión del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la pérdida de la inocencia, la atracción y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fantástico de Matute nos introduce en una historia larguísima sobre traiciones, hijos ilegítimos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dramática, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ahí la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educación y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narración densa a la vez que fácil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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– ¡Un hijo, como vos!… En verdad, Raigo, que no lo sospechaba. ¿Cómo es posible tener un hijo tan crecido? No creí que hubiera pasado tanto tiempo… -Y contempló sus brillantes ojos, el altivo porte y apostura de Raigo. Luego, añadió-: Ahora, Raigo, háblame con toda franqueza y cuéntame detalladamente qué ha sucedido en Olar desde que yo partí.

Raigo explicó a su padre cuanto sabía. Y añadió que, según temía, la vida de la propia Reina Ardid hallábase en peligro y en poder de la despiadada y traidora Reina Urdska. Al parecer, ésta había soliviantado también a ciertos estúpidos y mezquinos nobles.

– Señor -concluyó-, si habéis decidido aguardar a la primavera para atacar de nuevo a las Hordas, os ruego atendáis esta súplica: que hasta entonces, regresemos juntos a Olar a sorprender a vuestra enemiga y salvar tal vez lo que ahora parece insalvable.

– Bien hablas -dijo Gudú-. Por lo que veo eres tan inteligente como osado: lo que no me desagrada… Y háblame ahora con más detalle de los Hermanos Pastores y cómo se ha producido el combate.

Con detenimiento no exento de placer, Raigo se entretuvo en la descripción de la matanza -que Gudú llamaba combate-. No pasó desapercibido a su perspicacia el deleite con que le complacía su hijo. Cuando Raigo terminó su relato, el Rey esperó un instante.

– Traedme al jefe prisionero -dijo por todo comentario Gudú, reposando la cabeza. Y en su rostro brillaban como carbones encendidos sus ojos azules. Bruscamente, Raigo vio en ellos los ojos de Kiro, Arno… y Gudrilkja. Un cruel presentimiento le estremeció, mientras oía ordenar al Rey:

– Trae también a mi presencia al jefe Lar.

A poco, ambos penetraron en la tienda del Rey. Amén de moribundo y desfallecido por la herida y malos tratos, sólo de sentirse ante la presencia del Rey, el jefe Usklaidoj casi perdió el sentido. Y como no querían que muriese antes de obligarle a hacer su confesión, hubieron de sostenerle para que no diera con sus huesos en el suelo. Lar, por contra, se mostraba tan admirado y cándidamente respetuoso como un niño, a pesar de su feroz aspecto que, por otra parte, agradó profundamente a Gudú.

– Usklaidoj -dijo Gudú mirando glacialmente a su antiguo Cachorro-. Me has traicionado, y ya sabes lo que se acostumbra a hacer con los traidores.

Y ordenó fuese atado a las colas de cuatro caballos y descuartizado. Pero agonizó en el trayecto.

En cuanto a Lar, tras contemplarlo largamente, dijo:

– Eres Hermano de Raigo, según él me ha dicho, y por tanto Hijo mío. Como Hijos os tendré conmigo a ti y a tu pueblo. Desde este momento os uniré a mi ejército y os aseguro que os daré de por vida gloria y honor.

Ordenó entonces que le dejaran solo. Con fatiga, volvió a tenderse en el lecho, pero permaneció con los ojos abiertos. Brillaban como aquellas piedras del desfiladero, que gnomos, trasgos, duendes y criaturas de toda especie, sabían poseedoras de un fuego interno, difícil de extinguir.

A partir de aquel día, poco tiempo permaneció postrado el Rey. Su herida -mortal según Delko, el Físico que le cuidaba- fue sanada por los Hermanos Pastores. Así, tuvieron ocasión los soldados de contemplar, atónitos -ante la envidia de Delko- un extraño ritual de los bosques del Norte: primero bebieron un sorbo de sangre de cabra, y con el resto bañaron el rostro y torso del Rey, el suyo propio y el de Raigo, pronunciando unas misteriosas palabras. Al son de tambores untaron, enjugaron, apretaron y sangraron la herida de Gudú: y un líquido verdeamarillento salió de ella, como espíritu maligno. Luego enrojeció sus puñales al fuego, y los aplicaron a la herida, invocando al dios de la sangre y de la niebla. Confesaron preferir seguir adorando a este dios que al de los cristianos de Olar, cosa que no les fue discutida ni negada. Al alba, aplicaron barro y raíces, tres mariposas de oro reducidas a polvo, la piel machacada de dos lagartos y las cenizas de un cuerno. Y sobre este emplaste hicieron que orinase el jefe Caprino. Con amorosa delicadeza lo cubrieron de pieles rojizas, volvieron a resonar tambores y a beber sangre -así lo parecía-, pues el efecto de tal bebida pareció, a ojos de los presentes, como el que procura un buen vino añejo.

Los Hermanos daban saltos, y pasaban encima de altas hogueras, como si volaran. Y el joven Hermano de Oro les imitaba y parecía uno de ellos. Bebiendo sangre -o lo que fuera- su corazón se hinchaba, crecía, y todos sus sentidos se embriagaban y le transportaban de nuevo a un viaje fantástico, sobre precipicios donde, entre niebla y viento, le acechaban manadas de lobos: las fauces abiertas, los ojos encendidos y anhelantes.

La joven Gudrilkja les contemplaba de lejos, el puño apretado sobre la empuñadura de su espada; y sus dientes rechinaban igual que los de los perros, o las alimañas, con temblorosa ira. Pero era mujer, todos conocían ya su secreto, y sólo el desprecio o la burla o el carnal apetito de los hombres la acechaban. Mientras amanecía, y en el horizonte de la estepa se alzaba el sol, rojo también como la sangre, iban apagándose los gritos de los Hermanos, el Rey recuperaba su perdida energía, y ella se juraba que jamás, jamás se comportaría como mujer mientras esta condición no se viera igualada a la de aquel que amaba y odiaba entremezcladamente.

Después de aquello, el Rey se recuperó de forma increíble. De nuevo llamó a los Hermanos Pastores y les dijo:

– En verdad que muy noble y valientemente os habéis conducido, tanto con mi hijo como conmigo. Y no sólo habéis dado pruebas de valor y lealtad, sino de asombrosa sabiduría, al sanar mi herida como ningún otro hubiera podido hacerlo. Tal como os prometí, os tengo desde ahora como Hijos míos, y tanto vosotros como vuestros hijos (podéis tomar mujer en mi país, si es vuestro deseo) formaréis un inolvidable regimiento llamado de los Hijos del Rey, Hermanos Pastores; y, según haré constar en leyes, ni en vida mía ni en vida de toda mi estirpe, podréis ser jamás despojados de vuestros privilegios. De suerte que equipararé vuestras virtudes a las de los nobles, y una nueva y especial nobleza, guerrera y curandera, se iniciará con vosotros: y será así en tanto el Reino de Gudú exista. -Antes de que la emoción y estupor pudiera interrumpirle con agudos gritos y libaciones de sangre, u otros ritos similares, añadió solemnemente-: Y el Reino de Gudú no se extinguirá jamás.

Otra orden, a su juicio importante, bullía en su mente; pues no en vano conocía el prestigio de Indra en Yahekia, y como los últimos acontecimientos habían disminuido notoriamente el ardor de sus huestes, debía reforzarlos con el apoyo femenino. Dio orden de que, pese a la austeridad y lágrimas que había reportado la última batalla perdida -junto a la ciudad de Urdska-, celebráranse fiestas en Yahekia, donde el vino corriera, junto a raciones extraordinarias de harina y carne. Después, dispuso que se preparase la ceremonia en que se llevaría a cabo la solemne investidura de Princesa Indra -que en realidad era de noble cuna-. De modo que, provista de nuevo de su dignidad y en virtud del amor y veneración que por Yahek había nacido en tan singular mujer, en sus manos prudentes y fieles ponía el destino de aquella -recalcó- su muy amada Ciudad Yahekia. Aquí, con la sonrisa para los casos especiales, aprendida de su madre, insinuó que acaso, con el tiempo, Yahekia sería capital y corte del Reino, en vez de la traidora Olar.

De este modo colmó de honores, no sólo a Indra -que reventaba de orgullo y emoción-, sino a todas y cada una de aquellas mujeres que en Indra habían depositado confianza y sentimientos de amiga, hermana y madre. Pues Indra era -como su hijo y su tía- el más tierno corazón de su pelirroja y desafortunada estirpe.

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