El bautismo guerrero de Raigo no fue como siempre imaginó. Con la destreza y rapidez de matarifes, exhalando roncos y a la vez suaves gemidos, los Hermanos Pastores cayeron, uno a uno, sobre los despavoridos soldados, que veían estupefactos cómo surgían de la niebla aquellos rojos y demoníacos jinetes. Sobre cabras de refulgentes ojos verde-amarillos, se arrojaban sobre ellos y limpiamente los degollaban uno a uno. Entonces, Raigo se enardeció con el olor de la sangre, levantó el brazo y, a poco, cercenaba cabezas con su espada y hendía gargantas que apenas tenían tiempo de gritar.
Era algo extraño lo que ocurría, tanto fuera como dentro de él: la nieve se levantaba bajo las delgadas pezuñas de las cabras, y bajo una nube blanca, brotaba la sangre como ardiente surtidor, manchaba la nieve, los rostros, los filos de los cuchillos y su espada. Y un placer siniestro, un goce iracundo y embriagador le subía a los ojos, a la lengua. El zumbido de aquella risa ronca, caprina y diabólica, retornaba: hasta que se dio cuenta de que él mismo la imitaba a la perfección; y le parecía el más deleitoso y dulce sonido de la tierra.
El último fue Usklaidoj, jefe del grupo de Urdska. Habíanle acorralado, e iba a ser lenta y gozosamente degollado por un Hermano, cuando Raigo gritó:
– ¡Dejadlo vivir!… Él es la pieza convincente para que nuestro Padre, el Rey, nos crea y conozca por fin la verdad.
Le ataron fuertemente con sus irrompibles ligaduras de tendones de cabra, y le arrojaron de través, como un odre, sobre el gigantesco lomo del Jefe Caprino. Sus largas trenzas caían hacia el suelo, ensangrentadas por una herida, aunque no profunda, que le cruzaba el mentón.
Estaban ya muy cerca de las estepas. Tanto, que a poco, les llegó el olor a guisos, leña y humo de Ciudad Yahekia. Raigo formó ordenadamente a los Hermanos, y se dispuso a entrar en ella y solicitar ser recibido por su padre, el Rey. Ensartadas en el extremo de sus cayados se recortaban en la nieve las cabezas y negras trenzas de los hombres de Urdska. Y los Hermanos esgrimían las lanzas y espadas arrebatadas a los esteparios; con un júbilo que, si pudiera despojarse de su cruel verdad, hubiérase tomado por cándido regocijo infantil. Así de inocentes, tiernos y feroces eran los nuevos Hermanos del Príncipe Raigo. Y fieles, en verdad, según tuvo ocasión de comprobar ampliamente. Tan fieles eran como feroces podían volverse si llegaba a incumplirse algún juramento para ellos tan sagrado como su hermandad, o a traicionarse su confianza.
Pese a su aparente triunfo, Raigo no ignoraba el peligro que corría al aproximarse con tan singular ejército a las guarniciones y a Ciudad Yahekia. Existía la posibilidad de ser atacados por más numerosos y diestros soldados. Así pues, reflexionaba y sabía que no sería fácil explicar tales cosas al jefe Lar y los Hermanos, pero menos lo era tener acceso al Rey acompañado de tal guisa.
Al fin pidió a los Hermanos ser oído y les dijo:
– Creo más prudente y aconsejable, que antes de mostrarnos, aguardemos en la espesura y observemos qué es lo que ocurre en la estepa. Yo, tan sólo acompañado de Lar y el Hermano Pequeño Uro, me adelantaré a vosotros. En tanto, os ruego que, ocultos, aguardéis una señal convenida. Y, como prueba de su traición, llevemos con nosotros al jefe bestia, Usklaidoj.
Usklaidoj parecía casi agonizante. De suerte que Raigo ordenó taponaran su herida. Los Hermanos se apresuraron a obedecer dócilmente, aplicándole misteriosos emplastes que extrajeron del fondo de sus zurrones, a la vez que entonaban una salmodia que, afortunadamente, se asemejaba al viento de las estepas. Una vez medianamente recompuesto Usklaidoj, convenientemente atado lo echaron a lomos del Gran Caprino, y tal como Raigo aconsejara, acompañado de Lar y su Hermano Menor -que contaba diez años, pero aparentaba veinte- avanzaron hacia la ciudad.
Era una fría mañana invernal y por Yahekia cundían malas nuevas: a la puerta de Indra, llegaron varias mujeres afligidas con la noticia de que Rakjel había derrotado por cuarta vez a las tropas de Gudú y éstas se batían en retirada por los márgenes del Gran Río abajo. Y no sólo eso: habían herido al Rey y lo traían en parihuelas.
El lamento de las mujeres -cuyos hombres se batían en el ejército real- entraba en las casas como el viento, desazonando a los soldados de la Guarnición, y convirtiendo la ciudad entera en un informe quejido. Indra, depositaria de una memoria y una gloria que ya había llegado a creer le pertenecía, aplacó los ánimos con razones llenas de sensatez. Salió a la Plaza, reunió a las gentes y les aconsejó cautela y paciencia: el Rey era invencible -dijo-, y la derrota de una batalla nada significaba: por tres veces la ciudad de Urdska había sido conquistada y arrebatada, y aún muchas veces más ocurriría hasta el día en que, definitivamente, la victoria sonreiría a los hombres de Gudú. Y cuando hablaba pacificaba a las gentes.
Su hijo, con el ánimo ensombrecido, la escuchaba oculto en su rincón, y nada decía. Sólo un corazón se rebelaba ante las nuevas: la joven Gudrilkja. Revestida de sus ropas guerreras, montó a caballo, salió de la ciudad en dirección a los bosques y, mascullando su odio impotente, se internó en la espesura: «¡Ah! -se decía-. Si fuese yo hombre, me uniría al Rey y junto a él exterminaría esa raza de perros esteparios». Con lo que daba muestras de ser digna nieta de Ardid, al menos en el tesón, ímpetu y lenguaje. Y así, sumida en oscuras meditaciones, detuvo su caballo, y se aproximó al helado manantial donde, en estaciones más propicias, solía beber y bañarse. Y así estaba, mirando el agua helada, cuando un cuerpo cayó inesperadamente sobre ella y, reduciéndola, apoyó una brillante espada en su cuello.
Tan sorprendida estaba, que su habitual vigor y destreza parecieron anularse. Hasta que súbitamente quedó prendida de unos ojos castaños dorados. A su vez, Raigo quedó suspenso, la espada en alto, pues tal era el parecido de aquel joven guerrero con Kiro y Arno, que hasta sentirla bajo sus rodillas, no atinó a decirse que, por su edad, no podía ser ninguno de sus hermanos. Además, al examinar su rostro de cerca, comprendió su error.
Sujetándola aún y amenazándola, dijo:
– ¿Quién eres tú, joven soldado, que tanto te asemejas a otros muy lejanos?
Gudrilkja guardó obstinado silencio: pero sobre la nieve, donde tan sólo las ramas de los árboles producían centelleantes chasquidos, Raigo oyó el crujido de sus blancos y agudos dientes.
– Di quién eres, o serás muerto.
– Soy el Rey -dijo Gudrilkja, al fin, con altanería.
– ¿El Rey? ¿Qué estúpido embuste es ése? Conozco muy bien al Rey y no eres tú. El Rey es mi padre, y con malas noticias que amenazan su vida, vengo de Olar.
Entonces, el rostro de Gudrilkja se ablandó y mirando con una mezcla de asombro y de envidia a Raigo, murmuró:
– Sí, el Rey está en peligro: regresa hoy a Yahekia, herido y vencido por causa del malvado Rakjel.
Al oír tales palabras, Raigo quedó anonadado. Aproximáronse entonces los Hermanos Lar y Uro y contemplaron la escena; un gran asombro se reflejaba en sus amarillas pupilas. Tras ellos arrastraban al maltrecho Usklaidoj.
– ¿Quiénes son esas bestias feroces… o alimañas? -casi gritó Gudrilkja, pues incluso su valeroso y sanguinario corazón se estremecía ante el aspecto de aquellas criaturas.
– Son amigos, y gracias a ellos, la ciudad no es pasto de las llamas, y el Rey no ha sido muerto: pues río arriba para tenderle una trampa, dirigidos por esta alimaña, iban los hombres de la malvada Urdska.
El semblante de Gudrilkja se suavizó, y con gran ansiedad pidió noticias de todo lo ocurrido. Raigo la liberó entonces de la opresión de sus rodillas y le mostró al jefe Usklaidoj, que bajo la amenaza del cuchillo de Lar, fue obligado a confesar la verdad de su traición. Gudrilkja dijo entonces:
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