Juan Aguilera - El refugio

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2024 d.C.: Un heterodoxo arqueólogo jesuita descubre en Marte los ruinas de una civilización desaparecida.
2029 d.C.: Sobre el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt, aparece una forma de vida vegetal no terrestre.
2034 d.C.: Una inimaginable catástrofe cósmica se abate sobre la Tierra.
2039 d.C.: La humanidad diezmada se esfuerza en salir adelante, mientras una expedición espacial parte en busca de los culpables del Exterminio. En el curso de su viaje descubrirá una amenaza que empezó millones de años atrás.

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– Y si lo hubiera -añadió Lucas-, la onda de choque nos habría convertido en algo parecido a sellos de correos.

– Pero, el rozamiento… -empezó Karl. Lucas respondió.

– Levitación magnética.

El almirante Jean Pierre Al-Hassad sorbió su taza de té a la menta, al tiempo que ojeaba los informes médicos. Tenía la teoría de que la inacción militar causaba enfermedades psicosomáticas; de ahí que podía calibrarse el estado de ánimo de las tropas, por medio de sus estadísticas médicas.

A juzgar por su experiencia, no había demasiadas, teniendo en cuenta que más de la mitad de sus fuerzas eran civiles apresuradamente reclutados. Y creía saber por qué.

Miró por la portilla al Dedo. Incluso en la oscuridad de la noche era claramente visible, un apéndice negro como el carbón señalando ominosamente al cielo.

Era un recuerdo continuo para los hombres. Aquella mañana había inspeccionado algunos barcos. En todos ellos se fijó en lo mismo: los que pasaban por la cubierta lanzaban frecuentes miradas a la Isla.

El almirante Al-Hassad se quitó la corbata y la fina camisa tropical. Dudaba si hacerse una segunda taza de té cuando sonaron las alarmas.

Apenas tuvo tiempo de pensar: no he ordenado un simulacro, antes que sus bien engrasados reflejos le hicieran salir disparado hacia el puesto de mando.

Tuvieron ocasión de ver dos de aquellos elevadores mientras discutían las implicaciones.

– Si seguimos bajando, nos encontraremos con ellos -decía Lucas-. Si nos descubren, no tendremos oportunidad de instalar las bombas y…

– ¡No podemos instalarlas ahora! -gritó Karl-. Estamos demasiado altos…

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Tienes tú una estimación mejor?

– No, pero tampoco tú tienes mucha idea.

– Por favor -les instó Sandra-, no peleéis.

– ¡¡No estamos peleando!!

– CÁLLAOS DE UNA VEZ. -La voz de la muchacha atronó en sus oídos (¿o era en sus cerebros?)-. CREO QUE ES MOMENTO DE PASAR AL PLAN B, AHORA QUE PODEMOS.

Los dos quedaron en silencio.

– Bueno, bueno, no hace falta que grites -dijo Karl al fin-. Creo que tienes razón.

– Estoy completamente de acuerdo -añadió Lucas-. OK, pasemos al plan B.

Desde un punto situado a casi cien kilómetros de altura, unos extraños bólidos saltaron al vacío y empezaron a caer. Los radares captaron sus ecos, irreconocibles para sus archivos de huellas dactilares.

Los hombres de la flota apenas pudieron distinguirlos a simple vista, cruzando sobre sus cabezas como meteoros inflamados de un rojo cereza, dejando a su paso una estela de chispas.

El almirante ordenó una serie de maniobras. Los buques debían mantenerse en movimiento, haciendo cambios de rumbo aleatorios… y todo ello sin chocar unos con otros. Los ordenadores de la nave insignia elaboraban la compleja danza de barcos y enviaban las oportunas órdenes a cada navio.

Aquella era una contramedida ideada por el almirante Al-Hassad. No sabía qué arma utilizarían ellos contra su flota, pero sabía qué habría hecho él en su lugar.

Militarmente, la posición elevada siempre ha sido ventajosa. Cuenta con la gravedad a su favor. Un proyectil ni siquiera necesitaría carga explosiva, porque caería del cielo a gran velocidad. Contra esta eventualidad, el mantenerse en continuo movimiento era la única respuesta sensata.

Pronto descubrió que estaba en lo cierto.

Sonó el toque de sirena que indicaba ataque de proyectiles. Los cañones automáticos giraban hacia arriba… o trataban de hacerlo, ya que estaban diseñados para actuar contra misiles crucero en vuelo bajo.

De improviso, a cincuenta millas de distancia, hubo una columna de agua que se levantó hacia el cielo, seguida de un estampido supersónico, y un entre rugido y silbido de vapor, a medida que el océano se esforzaba en convertir en calor la monstruosa energía del impacto.

Una ola gigantesca empezó a extenderse en forma de anillo.

Los tres robots descendían a toda prisa. No podían dejar de ver los vehículos alienígenas, que bajaban como silenciosas flechas cada pocos minutos. Lucas dejó de contarlos cuando su número sobrepasó los cincuenta.

– Me pregunto si no sería mejor tratar de subirnos a una de esas cosas -decía Karl. Lucas soltó un bufido.

– No digas chorradas.

– No es ninguna estupidez -refunfuñó Karl-. Yo sí que… ¡ay!

La pata del robot de Karl, que marchaba más adelantado, falló al intentar asirse. El robot braceó desesperadamente.

– ¡KARL! -gritó Sandra.

– No… no os preocupéis… me he cogido… ahora sí. Ya he recuperado el equilibrio.

Lucas intentó distinguirlo en la tiniebla rojiza de los infrarrojos. Karl estaba avanzando colgado de los brazos. Finalmente hizo pie, cerca de la pared del tubo.

– ¿Necesitas ayuda?

– No, no, estoy bien. Yo… -de repente su voz se tensó-, un momento, aquí hay algo.

– ¿Qué?

– No lo veo bien… se mueve. Es…

La criatura saltó de su escondite, y giró en el aire intentando escabullirse por entre las viguetas del ascensor. Lucas tuvo una breve visión del monstruo: color oscuro, entre marrón y negro; múltiples patas de movimientos arácnidos; y el inevitable aspecto repugnante.

Súbitamente una larga llamarada surgió del robot de su amigo. Lucas comprendió que eran las ametralladoras de Karl; el sonido no podía llegarle en el vacío.

– ¡¿QUÉ ES?! -voceó Sandra.

– HE MATADO UN ALIENÍGENA QUE ESTABA ESCONDIDO -voceó Karl igualmente-. CREO QUE NOS HAN DESCUBIERTO.

El tsunami engulló los barcos más próximos al punto de impacto, como si fueran barquitos de papel en un estanque. El almirante ordenó virar treinta grados a estribor, poniendo proa a dicho punto.

Los lásers antimisiles abrieron fuego hacia lo alto, y de varios de los barcos partieron rugiendo los misiles antibalísticos, en un desesperado intento de interceptar los proyectiles caídos del cielo.

El buque insignia vio la ola alzarse ante él. Afortunadamente, era mucho más ancha que alta cuando llegó.

Un valle de agua se abrió hacia proa, el buque cabeceó hacia abajo, luego hacia arriba mientras orzaba. Un fuerte pantocazo estuvo a punto de derribarlos.

El almirante ordenó una dispersión de la flota. Nada se podía hacer por los infelices engullidos en el punto de impacto.

Las defensas antimisiles derribaron varios proyectiles, aunque no todos. El almirante, desesperado, se preguntó cuánto tardarían en estallar las bombas en la torre. ¿Qué estarían haciendo aquellos tres?

Levantó el puño y maldijo en dirección al Dedo. El cielo se estaba cubriendo de nubes, conforme las toneladas de agua evaporada se iban condensando.

El impulsor de la Hoshikaze destelló y la nave empezó la lenta caída que la llevaría al borde mismo de la atmósfera. La nave soltó un pequeño satélite que permanecería en órbita y actuaría como relé de comunicaciones, mientras lanzaban la sonda atmosférica.

En el casco de la nave, se retrajeron de inmediato las antenas y cualquier artefacto sensible.

– ¿Altura? -preguntó Yuriko. Los instrumentos indicaban un leve frenado por fricción.

– Novecientos kilómetros, comandante -comunicó Kenji.

– ¿Todo bien, Vania?

– Bien, camarada.

– Ochocientos kilómetros… setecientos kilómetros…

La visión a través de la pantalla mostraba un inmenso campo de nubes color crema. Aquella era la parte más peligrosa para la nave, no diseñada para el vuelo atmosférico. Debían confiar en lo tenue de la atmósfera joviana… y en la solidez de la tecnología marciana.

Quinientos kilómetros… La Hoshikaze caía del cielo como una bala, a su fenomenal velocidad cósmica; si todo iba bien, rasaría únicamente las capas superiores, restando algo de su velocidad por fricción, en un arco colosal que les llevaría de nuevo al vacío… si todo iba bien.

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