Arthur Clarke - Canticos de la lejana Tierra

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Canticos de la lejana Tierra: краткое содержание, описание и аннотация

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Loren miró con ansiedad a Mirissa cuando ésta se desabrochó el cinturón de seguridad; éste era el peligroso momento en que, libre de trabas por primera vez, el confiado pasajero se daba cuenta de repente de que la gravedad cero no era tan divertida como parecía. No obstante, Mirissa parecía sentirse absolutamente cómoda cuando se deslizó por la esclusa de aire, impulsada por unos suaves empujones de Loren.

— Por suerte, no hay necesidad de ir al sector 1 G, con lo que te ahorrarás el problema de readaptarte por segunda vez. No tendrás que pensar más en la gravedad hasta que vuelvas a tierra firme.

« Habría sido interesante—pensó Mirissa—, visitar los alojamientos del sector giratorio de la nave, pero ello habría supuesto interminables conversaciones formales y contactos personales, que era lo último que necesitaba entonces. Le alegró mucho que el capitán Bey estuviera aún en Thalassa; ni tan siquiera habría necesidad de efectuar una visita de cortesía para darle las gracias.

Al abandonar la esclusa de aire se encontraron en un pasillo tubular que parecía extenderse a lo largo de toda la nave. A un lado había una escalerilla; al otro, dos filas de asideros flexibles, adecuados para las manos o los pies, que se deslizaban lentamente en ambos sentidos sobre unas pistas paralelas.

— No es buen sitio para quedarse cuando aceleremos—comentó Loren—. Entonces pasa a ser un eje vertical de dos kilómetros de profundidad. Es entonces cuando en verdad necesitas la escalerilla y los asideros. Agárrate a ése de ahí y deja que haga todo el trabajo por ti.

Fueron transportados sin esfuerzo alguno a lo largo de varios centenares de metros, y llegaron a un pasillo que formaba ángulo recto con el principal.

— Suelta la correa—indicó Loren cuando habían avanzando algunos metros—. Quiero enseñarte una cosa.

Mirissa soltó el asidero y progresivamente se detuvieron junto a una ventana larga y estrecha situada a un lado del túnel. A través del grueso cristal, ella miró hacia el interior de una enorme y fuertemente iluminada caverna de metal. Aunque estaba completamente desorientada, supuso que aquella gran cámara cilíndrica debía abarcar casi la totalidad de la anchura de la nave, y que aquella barra central, por lo tanto, debía de reposar a lo largo de su eje.

— El propulsor cuántico—anunció Loren con orgullo.

Ni tan siquiera pretendió nombrar las veladas formas de metal y cristal, los curiosamente formados contrafuertes volantes que brotaban de las paredes de la cámara, las vibrantes constelaciones de luces, la esfera de completa oscuridad que, aunque no podía distinguirse, parecía estar girando… No obstante, al cabo de un rato, dijo:

— El mayor logro del genio humano; el último regalo de la Tierra a sus hijos. Algún día nos convertirá en dueños de la galaxia.

Había un tono de arrogancia en sus palabras que hizo poner mala cara a Mirissa. El que hablaba volvía a ser el viejo Loren, antes de haber madurado en Thalassa « Pues que así sea », pensó ella; pero una parte de él había cambiado para siempre.

—¿Tú crees—preguntó ella con delicadeza—que la galaxia llegará a enterarse?

Sin embargo, estaba impresionada, y contempló largamente aquellas formas enormes y sin sentido que habían hecho llegar a Loren hasta ella a través de los años luz. No supo si bendecirles por lo que habían traído o si maldecirles por lo que muy pronto se llevarían.

Loren la condujo a través de aquel laberinto, aún más cerca del corazón de la Magallanes. No se encontraron con nadie ni una sola vez; ello hacía recordar las dimensiones de la nave y su reducida tripulación.

— Ya casi estamos—avisó Loren con una voz ahora calmosa y solemne—. Éste es el Guardián.

Totalmente cogida por sorpresa, Mirissa flotó en dirección a aquel rostro dorado, que la miraba desde su hueco, hasta casi chocar con él. Extendió una mano y tocó un frío metal. Así pues, era real, y no, como había imaginado, un holograma.

—¿Qué… quién es? — susurró.

— A bordo tenemos muchos de los más grandes tesoros artísticos de la Tierra—afirmó Loren con melancólico orgullo—. Éste fue uno de los más famosos. Fue un rey que murió muy joven, cuando era un niño…

La voz de Loren se desvaneció cuando ambos tuvieron el mismo pensamiento. Mirissa tuvo que enjugarse las lágrimas antes de poder leer la inscripción que había bajo la máscara.

TUTANKHAMON

1361—1353a. de C.

(Valle de los Reyes, Egipto, 1922 d. de C.)

SI, había tenido casi la misma edad que Kumar.

El rostro dorado les miraba a través de los milenios y a través de los años luz, el rostro de un joven dios fulminado en la flor de la vida. En él se leía el poder y la confianza en si mismo, pero no la arrogancia y la crueldad que los años perdidos le habrían dado.

—¿Por qué aquí?—le preguntó Mirissa, medio adivinando la respuesta.

— Parecía un símbolo adecuado. Los egipcios creían que, si llevaban a cabo las ceremonias correctas, el muerto tendría una nueva existencia en otro mundo. Pura superstición, por supuesto; sin embargo, aquí la hemos hecho realidad.

« Pero no de la manera que yo hubiera deseado », pensó Mirissa con tristeza. Observando los ojos negros como el azabache del rey niño, que la miraba desde su máscara de oro incorruptible, costaba creer que aquello sólo fuera una maravillosa obra de arte y no un ser vivo.

No podía apartar la vista de aquella mirada hipnótica aunque serena conservada a través de los siglos. Una vez más, alargó la mano y acarició la dorada mejilla. El metal precioso le recordó de repente un poema que había encontrado en los archivos de Primer Aterrizaje, mientras buscaba expresiones de consuelo en el ordenador, dentro de la literatura del pasado. La mayoría de los centenares de frases eran inadecuadas, pero una ("Autor desconocido,?1800–2100") encajaba perfectamente:

« Devuelven brillante al acuñador la creación del hombre, los muchachos que morirán en la gloria y nunca envejecerán. »

Loren esperó pacientemente a que los pensamientos de Mirissa siguieran su curso. Luego introdujo una tarjeta en una ranura casi invisible situada detrás de la máscara, y se abrió sin hacer ruido una puerta circular.

Resultaba incongruente encontrar un guardarropía lleno de gruesos abrigos de pieles dentro de una nave espacial, pero Mirissa pudo comprobar la necesidad de ello. La temperatura había descendido en muchos grados, y se dio cuenta de que estaba temblando a causa de aquel insólito frío.

Loren la ayudó a ponerse el traje térmico—no sin dificultad al hallarse en gravedad cero—y flotaron en dirección a un círculo de vidrio esmerilado situado en la pared del fondo de una pequeña cámara. La ventana de cristal giró hacia ellos como una esfera de reloj con apertura y de ella salió una ráfaga de aire helado como Mirissa no había imaginado jamás, y menos aún experimentado. Pequeñas partículas de humedad se condensaban en aquel aire glacial, danzando alrededor de ella como fantasmas. Miró a Loren como diciendo: « ¡Supongo que no esperarás que me meta ahí! »

Él la tomó del brazo de modo tranquilizador y dijo:

— No te preocupes, el abrigo te protegerá, y al cabo de unos minutos ya no notarás el frío en la cara.

Le costó creer aquello; pero tenía razón. Tras cruzar detrás de él la ventana, respirando con cautela al principio, se sorprendió al descubrir que la experiencia no era desagradable en lo más mínimo. De hecho, era realmente estimulante; por primera vez comprendió por qué hubo gente que fue por su propia voluntad a las regiones polares de la Tierra.

Podía imaginarse fácilmente a sí misma allí, ya que parecía estar flotando en un universo glacial y blanco como la nieve. A su alrededor todo eran relucientes panales que podían haber sido hechos de hielo, con una formación de miles de celdas hexagonales. Casi era como una versión en pequeño del escudo de la Magallanes, salvo que aquí las unidades sólo tenían alrededor de un metro de longitud y estaban unidas por grupos de tuberías y haces de cables.

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