Arthur Clarke - Canticos de la lejana Tierra
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- Название:Canticos de la lejana Tierra
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Hizo una pausa para que comprendieran las implicaciones. El robot escogió este inoportuno momento para ofrecer sus servicios; él lo rechazó con un movimiento de mano.
— Nosotros estaríamos dispuestos, no, encantados, ya que es lo mínimo que podemos hacer, de llevar a Kumar con nosotros. Aunque no podemos garantizarlo, quizás un día vuelva a vivir. Nos gustaría que lo pensaran; tienen mucho tiempo antes de que deban tomar una decisión.
Los dos ancianos se miraron el uno al otro durante un largo y silencioso momento, mientras Loren contemplaba el mar. ¡Cuánta paz y tranquilidad! Le encantaría pasar allí sus últimos años, recibiendo de vez en cuando la visita de sus hijos y nietos…
Como casi toda Tarna, aquello bien podría ser la Tierra. Quizá debido a una planificación deliberada, no había vegetación thalassana a la vista; todos los árboles resultaban obsesivamente familiares.
Pero faltaba algo esencial; se dio cuenta de que esto le había estado intrigando durante mucho tiempo—en realidad, desde que tomó tierra en este planeta—. Y de repente, como si este momento de aflicción hubiera accionado su memoria, supo qué era lo que había echado de menos.
No había gaviotas revoloteando en el cielo, llenando el aire con los sonidos más tristes y más evocadores de la Tierra.
Lal Leonidas y su esposa aún no se habían dicho una palabra, pero, de alguna manera, Loren sabía que habían tomado una decisión.
— Agradecemos su ofrecimiento, comandante Lorenson; exprese nuestro agradecimiento al capitán Bey, por favor. Sin embargo, no nos hace falta tiempo para considerarlo. Pase lo que pase, hemos perdido a Kumar para siempre.
« Aun cuando todo salga bien y, como usted ha dicho, no hay garantías, despertará en un mundo extraño, sabiendo que jamás volverá a ver su hogar y que todos aquellos a quienes amaba murieron siglos atrás. No tiene sentido pensarlo. Su intención es buena, pero a él no le haríamos ningún favor.
« Nosotros sabemos lo que él habría deseado y lo que debemos hacer. Entréguenoslo. Lo devolveremos al mar que tanto amó.
No había nada más que decir. Loren sintió una tristeza abrumadora y un alivio inmenso.
Había cumplido con su deber. Era la decisión que había esperado.
49. Fuego en el arrecife
El pequeño kayac ya nunca sería terminado; pero sí haría su primer y último viaje.
Hasta la puesta del sol, había descansado sobre la orilla, lamido por las suaves olas de aquel mar sin marea. Loren estaba impresionado, aunque no sorprendido, de ver cuánta gente había venido a presentar sus últimos respetos a Kumar. Toda Tarna estaba allí, pero también había muchos que habían venido de la Isla Sur e incluso de la del Norte. Aunque quizás algunos se habían dejado llevar por su curiosidad morbosa, ya que todo el mundo había quedado trastornado por aquel accidente tan espectacular y extraordinario. Loren nunca había visto una muestra de aflicción tan genuina. No había supuesto que los thalassanos fueran capaces de tener emociones tan profundas, y una vez más saboreó en su mente una frase que había encontrado Mirissa mientras buscaba en los archivos de frases de consuelo:
« Pequeño amigo de todo el mundo. » Su origen se había perdido, y nadie podía adivinar qué estudioso muerto hacía largo tiempo, y en qué siglo, la había salvado para la posteridad.
Después de expresarles en silencio su pésame con un abrazo, dejó a Mirissa y a Brant con la familia Leonidas, que estaba reunida con numerosos parientes de las dos islas. No quiso hablar con extraños porque sabía lo que pensaban muchos de ellos: « Él te salvó, pero tú no has podido salvarle a él. » Era una carga que llevaría toda su vida.
Se mordió los labios para contener las lágrimas, nada apropiadas para un oficial superior de la nave estelar más grande que se había construido jamás, y sintió que uno de sus mecanismos mentales de defensa acudía en su ayuda. En momentos de profundo pesar, a veces la única manera de evitar la pérdida del control sobre uno mismo consiste en evocar una imagen del todo incongruente—incluso cómica—desde las profundidades de la memoria.
Sí, el universo tenía un extraño sentido del humor. Loren casi se vio obligado a reprimir una sonrisa; ¡cuánto habría disfrutado Kumar con la última broma que le había gastado!
— No se asuste—advirtió la comandante Newton al abrir la puerta del depósito de cadáveres de la nave, al mismo tiempo que una bocanada de aire helado y oliendo a formalina salía a su encuentro. — Sucede más a menudo de lo que usted cree. A veces es un espasmo final, casi un intento inconsciente de desafiar a la muerte. En este caso, probablemente fue a causa de la pérdida de presión exterior y la subsiguiente congelación.
De no haber sido por los cristales de hielo que definían los músculos de aquel espléndido y joven cuerpo, Loren habría pensado que Kumar no sólo dormía, sino que estaba perdido en un feliz sueño.
Porque estando muerto, el Pequeño León era más hombre aún que en vida.
Al juntarse el fuego con el agua, un manantial de chispas explotó en el cielo. La mayoría de las ascuas volvieron al mar, pero otras siguieron elevándose hasta perderse de vista.
Y así, por segunda vez, Kumar Leonidas ascendió a las estrellas.
El sol se había desvanecido tras las pequeñas colinas del oeste y desde el mar llegaba una fría brisa nocturna. Sin apenas perturbar el agua, el kayac se deslizó sobre ella conducido por Brant y por tres de los mejores amigos de Kumar. Por última vez, Loren entrevió el rostro tranquilo y sosegado del muchacho al que debía la vida.
Hasta el momento, eran pocos los que habían llorado, pero cuando los cuatro nadadores empujaron la barca lentamente mar adentro, un gran llanto de lamentación surgió de la muchedumbre reunida. Loren ya no pudo contener las lágrimas y no le preocupó quién pudiera verlas.
Avanzando firme y constantemente por el fuerte impulso de sus cuatro escoltas, el pequeño kayac se dirigió hacia el arrecife. El rápido anochecer de Thalassa estaba descendiendo cuando la barca rebasó las dos balizas luminosas que marcaban el camino hacia mar abierto. Desapareció tras ellas, y por un momento quedó oculta por la línea blanca de grandes olas que espumeaban perezosamente sobre el arrecife exterior.
El lamento cesó; todo el mundo esperaba. De repente, apareció un resplandor sobre el cielo oscurecido, y una columna de fuego surgió del mar. Ardió intensa y limpiamente, sin apenas producir humo; el tiempo que duró es algo que Loren nunca supo, porque en Tarna se había detenido el tiempo.
Luego, bruscamente, las llamas desaparecieron; la corona de fuego se hundió en el mar. Todo fue oscuridad; pero sólo por un momento.
VIII.CÁNTICOS DE LA LEJANA TIERRA
50. Escudo de hielo
El izado del último bloque de hielo debiera haber sido un acontecimiento feliz; ahora sólo era de sombría satisfacción. A treinta mil kilómetros sobre Thalassa se colocó en su sitio el último hexágono de hielo y el escudo quedó acabado.
Por primera vez en casi dos años, se activó el propulsor cuántico aunque a su potencia mínima. La Magallanes escapó de su órbita estacionaria, acelerando para comprobar el equilibrio y la integridad del iceberg artificial que tenía que transportar hasta las estrellas. No hubo ningún problema; se había hecho un buen trabajo. Aquello supuso un gran alivio para el capitán Bey, que nunca pudo olvidar que Owen Fletcher (ahora bajo una vigilancia razonablemente estricta en la Isla Norte) había sido uno de los principales arquitectos del escudo. Se preguntó qué habrían pensado Fletcher y los otros sabras exiliados al ver la ceremonia de dedicación.
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