Arkadi Strugarsky - La Ciudad maldita

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"Ciudad maldita"
Destinos truncados",
perestroika. Nicolás Roerich.
Andrei,
(
)

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— Correcto — dijo el coronel —. Ha actuado bien.

Bajo la brillante luz todo parecía bien diferente a como era cinco minutos antes. El campamento parecía un campamento: los malditos remolques, sucios bidones metálicos con combustible, los tractores cubiertos de polvo… Sobre este paisaje tan conocido y detestado, aquellas personas semidesnudas, armadas, yacentes o agachadas con sus ametralladoras y fusiles automáticos, de rostros arrugados y barbas erizadas, parecían absurdas y ridículas. Andrei recordó que él mismo no llevaba pantalones y que los cordones de sus botas se arrastraban por el suelo. Se sintió violento. Retrocedió con cautela hacia la puerta, pero allí se amontonaban los choferes, los geólogos y los cartógrafos.

— Permiso para informar, señor coronel — dijo Terman, algo más animado —. No se trataba de una persona.

— ¿Y qué era?

Terman vaciló un momento.

— Más bien parecía un elefante, señor coronel — dijo Fogel, con autoridad —. O un monstruo prehistórico.

— A lo que más se parecía era a un estegosauro — intervino Tevosian.

El coronel lo miró atentamente y se dedicó a contemplarlo varios segundos con curiosidad.

— Sargento — dijo por fin —. ¿Por qué sus hombres abren la boca sin permiso?

Alguien soltó una risita malévola.

— ¡Silencio! — soltó el sargento con un susurro amenazador —. Permiso para ponerle un correctivo, señor coronel.

— Supongo… — comenzó a decir el coronel, pero en ese momento lo interrumpieron.

Aaah… — comenzó a aullar alguien, primero en voz baja y después cada vez más alto, y la mirada de Andrei recorrió el campamento, buscando al que aullaba y por qué lo hacía.

Todos se agitaron, asustados: todos movieron la cabeza de un lado a otro, y entonces Andrei vio al soldado Anástasis, de pie tras la cabina del tractor, que con el brazo extendido apuntaba hacia delante, tan pálido que parecía verde, incapaz de pronunciar una palabra inteligible. Andrei, tenso en espera de lo que pudiera ser, miró en la dirección que señalaba el soldado, pero no vio nada. La calle estaba vacía, y en la lejanía se movía ya el aire recalentado. De repente, el sargento se limpió la garganta haciendo ruido y empujó su gorra hacia delante. Alguien soltó un taco en voz baja, con ferocidad.

— Dios todopoderoso… — balbuceó una voz desconocida, junto a su oído.

Y Andrei entendió, se le erizaron los pelos en la nuca y sintió que las piernas se le volvían de mantequilla.

La estatua de la esquina había desaparecido. El enorme hombre de hierro con rostro de sapo y brazos abiertos en gesto patético había desaparecido. En el cruce quedaban solamente las cagadas secas que los soldados habían dejado el día anterior en torno a la estatua.

TRES

— Entonces me marcho, coronel — dijo Andrei, poniéndose de pie.

El coronel se levantó también y al instante se apoyó pesadamente en el bastón. Ese día estaba aún más pálido, con el rostro demacrado y aspecto de anciano decrépito. Se podía decir que no conservaba casi nada de su porte.

— Buen viaje, señor consejero — dijo. Sus ojillos incoloros miraban a Andrei con aire de culpa —. Demonios, básicamente la exploración del alto mando es un asunto mío…

— No sé, no sé — dijo Andrei, recogió el fusil automático de la mesa y se lo colgó del hombro —. Yo, por ejemplo, tengo la sensación de que me doy a la fuga, dejándolo todo en sus manos… Y usted está enfermo, coronel.

— Sí, imagínese, hoy yo… — el coronel calló a mitad de la frase —. Supongo que regresará antes de que oscurezca.

— Regresaré mucho antes — dijo Andrei —. Esta salida no la considero ni siquiera como una exploración. Sólo quiero mostrarles a esos abortos cobardes que más adelante no hay nada terrible. ¡Estatuas que caminan, lo único que me faltaba! — De repente, cayó en cuenta —. No tenía la intención de ofender a sus soldados, coronel.

— Tonterías. — El coronel hizo un ademán con su mano huesuda —. Usted tiene toda la razón. Los soldados siempre son miedosos. Nunca en mi vida he visto soldados valientes. ¿Y a santo de qué deben ser valientes?

— Pero si lo que tuviéramos por delante fueran solamente los tanques del enemigo…

— ¡Tanques! — dijo el coronel —. Los tanques son otra cosa. Pero recuerdo perfectamente un caso en el que una compañía de paracaidistas se negó a ocupar una aldea donde vivía un brujo, famoso en toda la comarca.

Andrei se echó a reír y le tendió la mano al coronel.

— Hasta más ver — dijo.

— Un momento — lo retuvo el coronel —. ¡Dagan!

El ayudante hizo su entrada a la habitación, llevando en la mano una cantimplora cubierta por una malla plateada. Sobre la mesa apareció una bandejita plateada con dos vasitos mínimos, también plateados.

— Por favor — lo invitó el coronel.

Bebieron e intercambiaron un apretón de manos.

— Hasta más ver — repitió Andrei.

Bajó al vestíbulo por la hedionda escalera, saludó con frialdad a Quejada, que estaba agachado, trabajando con un instrumento parecido a un teodolito, y salió al aire asfixiante de la calle. Su corta sombra cayó sobre las baldosas rajadas y polvorientas de la acera, y en ese momento apareció una segunda sombra. Andrei recordó al Mudo. Se volvió y lo vio en su pose habitual, de pie, con las piernas desnudas muy separadas y las manos metidas bajo su ancho cinturón, del que colgaba un sable corto de aspecto amenazador. Sus cabellos negros y espesos estaban en desorden, y su piel cetrina brillaba como si se hubiera untado grasa.

— Y a fin de cuentas, ¿no quieres llevar un fusil automático? — preguntó Andrei.

No.

— Bien, como quieras.

Andrei miró hacia atrás. Izya y Pak estaban sentados a la sombra del remolque, con un mapa abierto delante de ellos, revisando el plano de la ciudad. Dos soldados, con el cuello estirado, miraban el plano por encima de sus cabezas. Uno de ellos tropezó con la mirada de Andrei, apartó la vista con prisa y le dio un codazo en el costado al otro. Ambos se apartaron al momento y desaparecieron tras el remolque.

Junto al segundo tractor estaban reunidos los choferes, encabezados por Ellizauer. Vestían de manera diferente, y la pequeña cabeza de Ellizauer estaba cubierta por un enorme sombrero de ala anchísima. Allí había otros dos soldados que daban consejos y escupían con frecuencia a los lados.

Andrei miró a lo largo de la calle. Estaba desierta. El aire caldeado temblaba sobre los adoquines. Un espejismo. A cien metros era imposible distinguir algo, como si todo estuviera cubierto de agua.

— ¡Izya! — llamó.

Izya y Pak se sobresaltaron y se pusieron de pie. El coreano recogió su pequeño fusil rudimentario del suelo y se lo puso bajo el brazo.

— ¿Qué, ya? — preguntó Izya, animado.

Andrei asintió y echó a andar delante de ellos.

Todos lo miraban: Permiak, con los ojos entrecerrados debido al sol: el subnormal de Ungern, haciendo muecas con su boca siempre medio abierta: y el lúgubre Gorila Jackson, que se limpiaba lentamente las manos con un pedazo de estopa. Ellizauer, semejante a un adorno sucio y roto de un parque infantil, se llevó dos dedos al ala del sombrero con expresión solemne y comprensiva, mientras que los soldados que escupían dejaron de hacerlo, intercambiaron un par de comentarios sin levantar la voz y se marcharon al unísono.

«Tenéis miedo, liendres — pensó Andrei, vengativo —. Si os llamo ahora para reírme de vosotros, os lo haréis en los calzones…» Pasaron por delante del centinela, que se apresuró a ponerse en posición de firme, y siguieron caminando por los adoquines: Andrei delante, con el fusil colgando del hombro: a un paso de distancia el Mudo, con una mochila en la que había cuatro latas de conservas, un paquete de galletas y dos cantimploras con agua; a unos diez pasos detrás, arrastrando el calzado destrozado iba Izya, que llevaba a la espalda una mochila vacía y un mapa en una mano, mientras se registraba presuroso los bolsillos con la otra, como si tratara de averiguar si había olvidado algo. Cerraba la marcha el coreano, que caminaba con ligereza, bamboleándose un poco, con el paso del hombre que está acostumbrado a las largas caminatas, llevando el fusil de cañón corto bajo el brazo.

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