Arkadi Strugarsky - La Ciudad maldita

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La Ciudad maldita: краткое содержание, описание и аннотация

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"Ciudad maldita"
Destinos truncados",
perestroika. Nicolás Roerich.
Andrei,
(
)

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«¿Sentirían alguna lástima de nosotros? — se preguntó —. ¿O no pensaban en nosotros? Simplemente cumplían la orden, y en esa orden se hablaba de la ciudad, pero no se decía nada de nosotros. Bueno, algo habría, pero en el punto X. En la estación de Finlandia, bajo un cielo limpio y blanco a causa de la helada, estaban los convoyes de vagones de cercanías. Nuestro vagón estaba repleto de niños, iguales que yo, de unos doce años, seguro que de algún orfanato. No me acuerdo de casi nada. Me acuerdo del sol en las ventanas, del vaho al respirar, de una vocecita infantil que repetía continuamente una misma frase, con la misma chillona entonación de rabia e impotencia: «¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!», y de nuevo, «¡Lárgate de aquí a hacer puñetas!», y de nuevo…

«Pero no era eso lo que me interesaba — reflexionó —. Las órdenes y la lástima, de eso se trataba. Por ejemplo, los soldados me dan lástima. Los entiendo muy bien, simpatizo con ellos. Pedimos voluntarios, y en primer lugar acudieron aventureros, buscadores de emociones, hombres que se aburren en nuestra cómoda ciudad, que tenían deseos de ver sitios totalmente nuevos, de jugar con sus fusiles automáticos si llegaba el momento, de buscar entre las ruinas y, al regreso, llenarse el pecho de condecoraciones, ponerse galones con grados superiores, pasearse entre las chicas… Pero, en lugar de todo eso, sólo han conseguido diarreas, ampollas sangrantes, vaya usted a saber qué porquerías… ¡Cualquiera se amotinaría!

«¿Y yo, qué? ¿Me resulta más fácil? ¿Acaso vine aquí buscando diarreas? Tampoco tengo ganas de seguir, tampoco veo nada bueno adelante, yo también, que el diablo os lleve a todos, albergaba ciertas esperanzas, muy mías, digamos, por ejemplo, ese Palacio de Cristal más allá del horizonte. Posiblemente me encantaría dar ahora mismo la orden de que lo dejáramos, chicos, volvamos a casa… También estoy harto de tanta suciedad, también me devora la desilusión, yo también tengo miedo de que aparezcan unos puñeteros rizos, o gente con la cabeza de hierro. Quizá se me rompió todo por dentro cuando vi a aquellos infelices sin lengua: ahí lo tienes, imbécil, te lo advertí, no sigas adelante, regresa. ¿Y los lobos? Cuando marchaba solo en la retaguardia porque todos se habían cagado de miedo, ¿creen que me divertía? Sale un lobo corriendo entre la nube de polvo, me arranca de un bocado la mitad del trasero y desaparece… Eso temía, mis queridos canallas, así que no sois los únicos que lo pasan mal, la sed también me ha cuarteado las tripas.

«Está bien — se dijo —. ¿Y por qué demonios sigues adelante? Mañana mismo puedes dar la orden y volaremos como los pájaros, dentro de un mes estaremos en casa y puedes tirarle a Geiger a la cara todos tus plenos poderes, y decirle: «Hermanito, ve a que te den, si tantas ganas tienes de expandir tu poder, ve tú mismo, si tienes lo que hay que tener». Pero no, no tiene sentido armar un escándalo. De cualquier manera, hemos avanzado ochocientos kilómetros, confeccionamos un mapa, tenemos diez cajas de archivos, ¿acaso es poco? ¡Más adelante no hay nada! ¿Cuántas ampollas podrán aguantar nuestros pies? ¡No estamos en la Tierra, no es una esfera! Claro que no existe la Anticiudad, ahora todo eso está más que claro, aquí nadie la ha oído mentar. En general, no será difícil encontrar justificaciones. ¡Y ése es el problema, que se trata de justificaciones!

«¿Cómo está todo planteado? Acordamos llegar hasta el final y te han dado la orden de marchar hasta el final. ¿Es así? Así mismo. Entonces: ¿puedes seguir adelante? Puedo. Hay alimentos, hay combustible, las armas están en perfecto estado. Claro que la gente está extenuada, pero todos se encuentran bien, ilesos. Y a fin de cuentas, no están tan extenuados si se pasan la noche montando a la Lagarta. No, hermanito, algo no cuadra en tus cálculos. Eres una mierda como jefe, te dirá Geiger, me equivoqué al elegirte. Y Quejada le dirá algo al oído, Permiak le susurrará por el otro, y Ellizauer hará cola para balbucear algo.»

Andrei intentó espantar esta última idea, pero ya era tarde. Se dio cuenta con horror de que para él era importantísimo su papel de señor consejero, y que le molestaba muchísimo pensar que esa posición pudiera cambiar de repente.

«Y qué importa que cambie — pensó, a la defensiva —. ¿Me moriré de hambre si no ocupo ese puesto? ¡Qué estupidez! Que el señor Quejada ocupe mi lugar, y yo ocuparé el suyo. ¿Tendrá malas consecuencias para la misión, o qué? Dios mío — pensó de repente —. ¿De qué misión estoy hablando? ¿Qué tonterías andas diciendo, amigo? Ya no eres un crío para ocuparte de los destinos del mundo. Los destinos del mundo pueden seguir perfectamente sin ti y sin el mismísimo Geiger. ¿Cada cual debe hacer su trabajo en su puesto? Por favor, no tengo nada en contra. Estoy dispuesto a cumplir con mi trabajo en mi puesto. En el mío. En éste. En el puesto del poderoso. ¡Así son las cosas, señor consejero! ¿Y qué? ¿Por qué un suboficial de un ejército derrotado tiene el derecho a mandar en una ciudad con un millón de habitantes? ¿Por qué yo, que no soy doctor en ciencias por un pelo, una persona con educación superior, un joven comunista, no tengo derecho a dirigir el departamento de ciencias? ¿Qué significa, que lo hago peor que él? ¿Cuál es el problema?

«Nada de eso tiene sentido, tener derecho o no tenerlo… El derecho al poder lo tiene quien lo ejerce. O más exactamente, el derecho al poder lo tiene quien constituye el poder. Si puedes subordinar a los demás, tienes derecho al poder. ¡Si no puedes, perdona, hombre!

«¡Seguiréis adelante, miserables! — le dijo mentalmente a la expedición dormida —. Y no lo vais a hacer porque yo mismo tenga muchas ganas de llegar a lejanías ignotas, como ese pavo real barbudo de Izya, sino porque os ordenaré que sigáis. Y os daré esa orden, hijos de perra, botarates, cruzados epilépticos, no por un sentido del deber ante la Ciudad o, que Dios me libre, ante Geiger, sino porque tengo el poder, y debo hacer patente ese poder en todo momento, tanto ante vosotros, carroñeros, como ante mí mismo. Y ante Geiger. Ante vosotros porque, de otra manera, me devoraríais. Ante Geiger, porque si no me echaría, y tendría razón. Y ante mí… No sé si sabéis que los reyes y todos los monarcas tuvieron suerte en su tiempo. Su poder les venía directamente de Dios, no podían imaginarse a sí mismos ni a sus súbditos sin ese poder. Por cierto, a pesar de eso no podían ni bostezar. Y nosotros, gente menuda, no creemos en Dios. No fuimos ungidos con mirra para ocupar el trono. Debemos preocuparnos por nosotros mismos. Aquí, como se dice, el que puede, agarra. No necesitamos impostores, yo soy el que voy a mandar. Ni tú, ni él, ni ellos, ni nadie. Yo. El ejército me apoya.

«Vaya empanada mental — pensó, incluso con cierta incomodidad. Se volvió hacia el otro lado y, para sentirse más cómodo, metió la mano bajo la almohada, donde estaba más fresco. Sus dedos tropezaron con la pistola —. ¿Y cómo pretende el señor consejero llevar a cabo su programa? ¡Habrá que disparar! No en una fantasía (¡Soldado Chñoupek, salga de las filas…!), no se trata de dedicarse al onanismo intelectual, sino de disparar contra un ser vivo, quizá desarmado, y puede ser que ni siquiera sospeche nada, tal vez inocente… ¡A la mierda con todo esto! Contra un ser vivo, dispararle al vientre, a sus partes blandas, a las tripas. No, no soy capaz de eso. Nunca lo hice y juro que ni siquiera me lo imagino… En el kilómetro trescientos cuarenta yo también disparé, por supuesto, como todos, por miedo, sin darme cuenta de nada… ¡Pero allí no vi a nadie, allí también dispararon contra mí!

«No importa — siguió pensando —. Digamos que allí, el humanismo es también la falta de costumbre… ¿Y si, a pesar de todo, no siguen adelante? Yo les doy la orden y ellos me dicen que vaya a que me den, anda tú mismo, hermanito, si tienes lo que hay que tener…

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