Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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Estoy tan asustada que apenas puedo pensar. Me abruma. Me controlo durante un rato, y de repente el temor me domina y tengo que agarrarme al marco de la puerta para no salir corriendo de la habitación, de la casa, de la aldea, para alejarme de todo.

Sé que he recibido vacunación contra la peste, pero también recibí la potenciación de leucocitos-T y las antivirales, y pillé no sé qué, y cada vez que el clérigo me toca, doy un respingo. El padre Roche olvida constantemente ponerse la máscara, y tengo miedo de que se ponga enfermo, o Agnes. Y temo que el clérigo se muera. Y Agnes. Y tengo miedo de que alguien de la aldea contraiga la peste neumónica, y de que Gawyn no regrese, y de no poder localizar el lugar de recogida antes del encuentro.

(Pausa)

Estoy un poco más calmada. Parece que el hablar con usted me ayuda, aunque no pueda oírme. Rosemund es joven y fuerte. Y la peste no mató a todo el mundo. En algunas aldeas no murió nadie.

27

Subieron a Rosemund a la habitación, y le prepararon un jergón en el suelo en el estrecho espacio junto a la cama. Roche la cubrió con una sábana de lino y se encaminó al altillo del granero para traer mantas.

Kivrin temía que Rosemund quisiera huir al ver al clérigo, con su grotesca lengua y la piel ennegrecida, pero apenas lo miró. Se quitó la saya y los zapatos y se tendió graciosamente en el estrecho jergón. Kivrin quitó de la cama la manta de piel de conejo y la tapó con ella.

– ¿Gritaré y atacaré a la gente como el clérigo? -preguntó Rosemund.

– No -dijo Kivrin, y trató de sonreír-. Intenta descansar. ¿Te duele algo?

– El estómago -respondió Rosemund, y se llevó la mano a la cintura-. Y la cabeza. Sir Bloet me dijo que la fiebre hace danzar a los hombres. Pensé que era una patraña para asustarme. Dijo que bailaban hasta que les salía sangre por la boca y se morían. ¿Dónde está Agnes?

– En el desván, con tu madre.

Kivrin le había dicho a Eliwys que se llevara a Agnes e Imeyne al desván y se encerraran allí, y Eliwys lo hizo sin dirigir siquiera otra mirada a Rosemund.

– Mi padre vendrá muy pronto -murmuró Rosemund.

– Ahora debes callar y descansar.

– Abuela dice que es un pecado mortal temer a tu marido, pero yo no puedo evitarlo. Me toca de forma indecorosa y me cuenta relatos de cosas que no pueden ser verdad.

Espero que tenga una larga agonía, pensó Kivrin. Espero que ya esté contagiado.

– Mi padre ya está en camino.

– Intenta dormir.

– Si sir Bloet estuviera aquí ahora, no se atrevería a tocarme -musitó la niña, y cerró los ojos-. Sería él quien tendría miedo.

Roche entró con un puñado de mantas y volvió a marcharse. Kivrin las apiló encima de Rosemund, la arropó, y devolvió al clérigo la piel que le había quitado de la cama.

El clérigo permanecía tranquilo, pero el rumor que hacía al respirar había comenzado de nuevo, y de vez en cuando tosía. Tenía la boca abierta, y la parte inferior de la lengua estaba cubierta de espuma blanca.

No puedo dejar que Rosemund acabe así, pensó Kivrin, sólo tiene doce años. Tengo que hacer algo. Algo. El bacilo de la peste era una bacteria. La estreptomicina y las sulfamidas eran eficaces, pero Kivrin no podía fabricarlas, y no sabía dónde estaba el lugar de recogida.

Y Gawyn se había marchado a Oxford. Claro. Eliwys había corrido hacia él, lo había abrazado, y él habría ido a cualquier sitio, habría hecho cualquier cosa por ella, aunque significara traer a su marido a casa.

Intentó calcular cuánto tiempo tardaría Gawyn en ir a Bath y volver. Estaba a setenta kilómetros de distancia. Cabalgando rápido, podría llegar en un día y medio. Tres días, ida y vuelta. Si no se retrasaba, si lograba encontrar a lord Guillaume, si no caía enfermo. La doctora Ahrens había dicho que las víctimas de la peste que no recibían atención morían al cabo de cuatro o cinco días, pero no imaginaba que el clérigo fuera a durar tanto. La fiebre le volvía a subir.

Había metido el cofre de lady Imeyne bajo la cama cuando subieron a Rosemund. Lo sacó y buscó entre las hierbas y polvos. Los contemporáneos usaban remedios caseros como verrugas de san Juan y dulcamara durante la peste, pero resultaron tan inútiles como el polvo de esmeraldas.

La coniza podría ayudar, pero no encontró ninguna de las flores rosas o moradas en las bolsitas de lino.

Cuando Roche volvió, Kivrin le pidió que fuera a buscar ramas de sauce del arroyo, y las puso en un té amargo.

– ¿Qué es esto? -le preguntó Roche, tras probarlo y hacer una mueca.

– Aspirina -dijo Kivrin-. Al menos eso espero.

Roche le dio una taza al clérigo, a quien no le importaba ya el sabor, y eso pareció bajarle un poco la temperatura, pero Rosemund estuvo con fiebre toda la tarde, hasta que tiritó con escalofríos. Para cuando Roche se marchó a decir vísperas, casi estaba demasiado caliente para tocarla.

Kivrin la destapó e intentó bañarle los brazos y piernas en agua fría para que le bajara la temperatura, pero Rosemund se apartó de ella, furiosa.

– No me parece digno que me toquéis de esta forma, señor -dijo, mientras le castañeteaban los dientes-. Tened por seguro que se lo diré a mi padre cuando regrese.

A la mortecina luz parecía peor: con la cara pálida y atormentada. Murmuraba, repitiendo el nombre de Agnes incesantemente, y una vez preguntó temerosa:

– ¿Dónde está? Ya tendría que haber llegado.

Tienes razón, pensó Kivrin. La campana había anunciado vísperas hacía media hora. Seguramente Roche estará en la cocina, se dijo, preparándonos sopa. O habrá ido a decirle a Eliwys cómo se encuentra Rosemund. Pero se levantó y se subió a la ventana y se asomó al patio. Empezaba a hacer frío, y el cielo oscuro estaba nublado. No había nadie en el patio, ninguna luz ni sonido en ninguna parte.

Roche abrió la puerta, y Kivrin se bajó de la ventana con una sonrisa.

– ¿Dónde habéis estado? Me… -se interrumpió.

Roche llevaba sus hábitos y traía el aceite y el viático. No, pensó ella, mirando a Rosemund. No.

– He estado con Ulf el molinero -dijo-. Le he oído en confesión.

Gracias a Dios que no es Rosemund, pensó Kivrin, y entonces advirtió lo que él estaba diciendo. La peste ya había llegado a la aldea.

– ¿Estáis seguro? ¿Tiene los bultos de la peste?

– Sí.

– ¿Cuántos más viven en su casa?

– Su esposa y dos hijos -respondió él, cansado-. Le ordené a ella que se pusiera una máscara y envié a sus hijos a cortar sauces.

– Bueno -dijo ella. No había nada de bueno en todo aquello. No, eso no era cierto. Al menos era peste bubónica y no neumónica, así que seguía habiendo una posibilidad de que la mujer y los dos hijos no la contrajeran. ¿Pero a cuántas otras personas había contagiado Ulf, y quién le había contagiado a él? Ulf no habría tenido ningún contacto con el clérigo. Debía de haberla contraído a través de uno de los criados.

– ¿Hay más enfermos?

– No.

Eso no significaba nada. Sólo mandaban llamar a Roche cuando estaban muy graves, cuando tenían miedo. Ya podía haber tres o cuatro casos más en la aldea. O tal vez una docena.

Se sentó junto a la ventana, intentando decidir qué hacer. Nada, pensó. No hay nada que puedas hacer. La peste barrió una aldea tras otra, mató a familias enteras, a ciudades enteras. Entre un tercio y la mitad de Europa.

– ¡No! -gritó Rosemund, y se esforzó por levantarse.

Kivrin y Roche se lanzaron hacia ella, pero ya se había tendido. La cubrieron, aunque Rosemund volvió a destaparse.

– Se lo diré a madre, Agnes, niña mala -murmuró-. Déjame salir.

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