Hizo más frío durante la noche. Roche trajo más carbones para el brasero, y Kivrin se subió de nuevo a la ventana para colocar el lino encerado, pero seguía haciendo frío. Kivrin y Roche se acurrucaron por turnos ante el brasero, intentando dormir un poco, y despertaron tiritando como Rosemund.
El clérigo no tiritaba, pero se quejaba de frío, con palabras pastosas y confusas, como de borracho. Tenía los pies y las manos fríos, inertes.
– Deben acercarse al fuego -dijo Roche-. Debemos llevarlos al salón.
No lo entiendes, pensó ella. Su única esperanza estribaba en mantener a los pacientes aislados, en no dejar que la infección se extendiera. Pero ya se había extendido, pensó, y se preguntó si las extremidades de Ulf se estaban enfriando y en cómo encendería un fuego. Ella misma se había sentado en una de sus chozas, junto a una de sus hogueras. No serviría ni para calentar a un gato.
Los gatos también murieron, pensó, y miró a Rosemund. Los temblores sacudían su pobre cuerpecillo, y ya parecía más delgada, más agotada.
– La vida se les escapa -observó Roche.
– Lo sé -asintió ella, y empezó recoger las mantas-. Decidle a Maisry que esparza paja sobre el suelo del salón.
El clérigo pudo bajar las escaleras, con la ayuda de Kivrin y Roche, pero el sacerdote tuvo que bajar a Rosemund en brazos. Eliwys y Maisry colocaban paja al otro lado del salón. Agnes aún dormía, e Imeyne se arrodillaba en el mismo lugar de la noche anterior, con las manos cruzadas ante el rostro.
Roche acostó a Rosemund y Eliwys empezó a taparla.
– ¿Dónde está mi padre? -preguntó Rosemund roncamente-. ¿Por qué no está aquí?
Agnes se agitó. Despertaría de un momento a otro y se acercaría al jergón de Rosemund, para observar al clérigo. Kivrin tenía que idear algún sistema para mantener a la niña apartada. Miró las vigas, pero eran demasiado altas, incluso bajo el altillo, para colgar cortinas, y todas las colchas y mantas disponibles ya estaban siendo utilizadas. Empezó a volcar los bancos para formar una separación.
Roche y Eliwys fueron a ayudarla, y volcaron la mesa y la apoyaron contra los bancos.
Eliwys regresó junto a Rosemund y se sentó a su lado. La niña dormía, con el rostro enrojecido por la luz del fuego.
– Debéis poneros una máscara -dijo Kivrin.
Eliwys asintió, pero no se movió. Le apartó a Rosemund el pelo enmarañado de la cara.
– Era la preferida de mi esposo -dijo.
Rosemund estuvo durmiendo casi toda la mañana. Kivrin apartó el tronco de Navidad del hogar y apiló leños cortados en el fuego. Destapó los pies del clérigo para que le llegara el calor.
Durante la Peste Negra, el médico del Papa le hizo sentarse en una habitación entre dos grandes hogueras, y no contrajo la enfermedad. Algunos historiadores pensaban que el calor había matado al bacilo de la peste. Lo más probable era que el hecho de permanecer apartado de su contagioso rebaño le hubiera salvado, pero merecía la pena intentarlo. Merecía la pena intentar cualquier cosa, pensó, mirando a Rosemund. Apiló más madera.
El padre Roche fue a decir maitines, aunque ya era más de media mañana. La campana despertó a Agnes.
– ¿Quién ha volcado los bancos? -preguntó, corriendo a la separación.
– No debes pasar esta barrera -advirtió Kivrin, manteniéndose bien lejos-. Debes quedarte junto a tu abuela.
Agnes se subió a un banco y se asomó por encima de la mesa volcada.
– Veo a Rosemund. ¿Está muerta?
– Está muy enferma -dijo Kivrin seriamente-. No te acerques a nosotros. Ve y juega con tu carrito.
– Quiero ver a Rosemund -la niña pasó una pierna por encima de la mesa.
– ¡No! -gritó Kivrin-. ¡Ve y siéntate con tu abuela!
Agnes pareció sorprendida y de repente se echó a llorar.
– ¡Quiero ver a Rosemund! -gimió, pero se dio la vuelta y se sentó malhumorada junto a Imeyne.
Roche entró.
– El hijo de Rulf está enfermo. Tiene los bultos.
Se manifestaron dos casos más durante la mañana y uno por la tarde, incluyendo a la esposa del senescal. Todos tenían bubas o pequeños bultos como semillas en las glándulas linfáticas, excepto la mujer del senescal.
Kivrin fue con Roche a verla. Estaba amamantando al bebé, su cara fina y delgada parecía aún más afilada que de costumbre. No tosía ni vomitaba, y Kivrin esperaba que las bubas simplemente no se hubieran desarrollado todavía.
– Poneos máscaras -le dijo al senescal-. Dad al bebé leche de la vaca. Mantened a los niños apartados de ella.
Lo dijo sin ninguna esperanza. Seis niños en dos habitaciones. No dejes que sea peste neumónica, rezó. No dejes que todos se contagien.
Al menos Agnes estaba a salvo. No se había acercado a la barricada desde que Kivrin le gritó. Permaneció sentada durante un rato, mirándola con una expresión tan feroz que habría resultado cómica en otras circunstancias, y luego subió al altillo a coger su carrito. Lo había colocado en la mesa, y ahora estaba jugando.
Rosemund estaba despierta. Pidió de beber a Kivrin con voz ronca, y en cuanto Kivrin le dio agua, se quedó dormida. Incluso el clérigo dormitaba, y el rumor de su respiración ya no era tan fuerte. Kivrin se sentó agradecida junto a Rosemund.
Tendría que salir y ayudar a Roche con los hijos del senescal, asegurarse al menos de que llevaba puesta la máscara y se lavaba las manos, pero de pronto se sintió demasiado cansada para moverse. Si pudiera acostarme un ratito, lograría pensar en algo.
– Quiero ver a Blackie -dijo Agnes.
Kivrin sacudió la cabeza, al despertar sobresaltada.
Agnes se había puesto la capa roja y la capucha y se encontraba lo más cerca de la barricada que se atrevía.
– Prometisteis que me llevaríais a ver la tumba de mi perro.
– Calla, despertarás a tu hermana.
Agnes empezó a llorar, pero no era el fuerte gemido que empleaba cuando quería salirse con la suya, sino unos sollozos silenciosos. También ha llegado al límite, pensó Kivrin. Sola todo el día, con Rosemund y Roche fuera de su alcance, todo el mundo ocupado, distraído y asustado. Pobrecilla.
– Lo prometisteis -insistió Agnes con labios temblorosos.
– No puedo llevarte a ver a tu perro ahora -dijo Kivrin amablemente-, pero te contaré una historia. Pero debes estarte muy callada -se llevó un dedo a los labios-. No querrás despertar a Rosemund o al clérigo, ¿verdad?
Agnes se frotó con la mano la nariz mojada.
– ¿Me contaréis una historia de la doncella del bosque? -murmuró.
– Sí.
– ¿Puede escuchar Carro?
– Sí -susurró Kivrin, y Agnes cruzó el salón para coger el carrito, regresó corriendo y se sentó en el banco, dispuesta a franquear la barricada.
– Debes sentarte en el suelo contra la mesa -indicó Kivrin-, y yo me pondré al otro lado.
– No oiré nada -repuso Agnes, haciendo un puchero otra vez.
– Claro que sí, si te estás callada.
Agnes se bajó del banco y se sentó, apoyándose en la mesa. Colocó el carro en el suelo a su lado.
– Debes estar muy callada -le advirtió.
Kivrin se acercó a examinar rápidamente a sus pacientes y luego se sentó apoyada contra la mesa, sintiéndose agotada.
– Érase una vez en una tierra lejana -apuntó Agnes.
– Érase una vez en una tierra lejana, una doncella. Vivía junto a un gran bosque…
– Su padre le decía: «No vayas al bosque», pero ella era mala y no hacía caso -apuntó Agnes.
– Era mala y no hacía caso -repitió Kivrin-. Se puso su capa…
– Su capa roja con una capucha -dijo Agnes-. Y se fue al bosque, aunque su padre le advirtió que no lo hiciera.
Aunque su padre le advirtió que no lo hiciera. «Estaré perfectamente bien -le había dicho ella al señor Dunworthy-. Sé cuidar de mí misma.»
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