Esparció un poco en el fuego para probarlo, y el azufre se convirtió en una nube amarilla que le irritó la garganta incluso a través de la máscara. El clérigo jadeó buscando aire, e Imeyne, en su rincón, entonó una salmodia continua.
Kivrin esperaba que el olor a huevos podridos se dispersara al cabo de unos minutos, pero el humo amarillo gravitó en el aire como un palio, irritándole los ojos. Maisry salió corriendo al exterior, tosiendo en su delantal, y Eliwys llevó a Imeyne y a Agnes al desván para escapar del humo.
Kivrin abrió la puerta y agitó el aire con uno de los paños de la cocina, y poco después el ambiente se despejó un poco, aunque la garganta seguía molestándole.
El clérigo continuó tosiendo, pero Rosemund calló, y su pulso se redujo hasta que Kivrin apenas lo percibió.
– No sé qué hacer -dijo Kivrin, sujetando su muñeca seca y caliente-. Lo he intentado todo.
Roche entró, tosiendo.
– Es el azufre -dijo Kivrin-. Rosemund ha empeorado.
Él la miró y le tomó el pulso, luego volvió a salir. Kivrin lo interpretó como una buena señal. No se habría marchado si Rosemund estuviera realmente mal.
Volvió unos minutos después, con sus vestiduras, los óleos y el viático de los últimos sacramentos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Kivrin-. ¿Ha muerto la mujer del senescal?
– No -contestó él, mirando a Rosemund.
– No -Kivrin se levantó para interponerse entre los dos-. No os dejaré.
– No debe morir sin confesión -dijo él, sin apartar la mirada de Rosemund.
– Rosemund no se está muriendo -declaró Kivrin, y siguió su mirada.
Ya parecía muerta, con los labios entreabiertos, los ojos ciegos y sin parpadear. Su piel había cobrado un tono amarillento y tenía la carita tensa. No, pensó Kivrin, desesperada. Debo hacer algo para impedir esto. Solo tiene doce años.
Roche avanzó con el cáliz y Rosemund levantó el brazo como si suplicara, y lo dejó caer.
– Debemos abrir el bulto de la peste -dijo Kivrin-. Así saldrá el veneno.
Pensó que el sacerdote se negaría, que insistiría en oír primero la confesión de Rosemund, pero no fue así. Depositó los óleos y el cáliz sobre el suelo de piedra y fue a coger un cuchillo.
– Que esté afilado -dijo Kivrin-, y traed vino.
Puso la olla al fuego otra vez. Cuando Roche volvió con el cuchillo, lo lavó con agua del cubo, frotando la suciedad del mango con las uñas. Lo tendió al fuego, con el mango envuelto en la saya; luego le echó agua hirviendo encima, después vino y otra vez agua.
Acercaron a Rosemund al fuego, con la buba expuesta para tener la mejor luz posible, y Roche se arrodilló ante la cabeza de la niña. Kivrin le pasó la mano amablemente por encima y dobló las mantas para prepararle una almohada. Roche la cogió por el brazo y lo volvió para que la hinchazón quedara al descubierto.
Tenía casi el tamaño de una manzana, y toda la articulación del hombro estaba inflamada y tumefacta. Los bordes de la buba era suaves y casi gelatinosos, pero el centro seguía duro.
Kivrin abrió la botella de vino que había traído el sacerdote, vertió un poco en un trapo y frotó suavemente la buba. Parecía como si hubiese una piedra dentro de la piel. No estaba segura de que el cuchillo fuera capaz de cortarla.
Levantó el cuchillo sobre la hinchazón, temiendo cortar una arteria, extender la infección, empeorar la situación de la enferma.
– Ni siquiera siente el dolor -declaró Roche.
Kivrin la miró. No se había movido, ni siquiera cuando Kivrin presionó la hinchazón. Miraba más allá de ellos, a algo terrible. No puedo empeorarlo, pensó. Aunque la mate, no puede ser peor.
– Sujetadle el brazo -indicó, y Roche le sujetó la muñeca y el antebrazo contra el suelo. Rosemund siguió sin moverse.
Dos cortes rápidos y limpios, pensó Kivrin. Inspiró profundamente y acercó el cuchillo a la hinchazón.
El brazo de Rosemund se sacudió, retorció el hombro para apartarse del cuchillo, con la mano convertida en una garra.
– ¿Qué hacéis? -exclamó roncamente-. ¡Se lo diré a mi padre!
Kivrin volvió a acercar el cuchillo. Roche cogió a Rosemund por el brazo y lo apoyó de nuevo contra el suelo, y ella le golpeó débilmente con la otra mano.
– Soy la hija de lord Guillaume d'Iverie. No podéis tratarme así.
Kivrin se retiró y se levantó, procurando que el cuchillo no tocara nada. Roche la cogió fácilmente por las muñecas, pero Rosemund se debatió débilmente. El cáliz se cayó y el vino se derramó en un charco oscuro.
– Debemos atarla -dijo Kivrin, y advirtió que sujetaba el cuchillo en alto, como una asesina. Lo envolvió en una de las telas que había rasgado Eliwys y rompió otra en tiras.
Roche ató las muñecas de Rosemund por encima de su cabeza mientras Kivrin le ataba los tobillos a la pata de uno de los bancos volcados. Rosemund no se resistió, pero cuando Roche le subió la camisa para descubrir su pecho, la niña dijo:
– Os conozco. Sois el asesino que asaltó a lady Katherine.
Roche se inclinó hacia delante y apoyó todo su peso sobre el antebrazo. Kivrin cortó la hinchazón.
La sangre manó y luego borboteó. He seccionado una arteria, pensó Kivrin. Roche y ella rebuscaron en el montón de trapos, y cogió unos cuantos gruesos y los apretó contra la herida. Enseguida quedaron empapados, y cuando Kivrin apartó la mano para coger el que Roche le tendía, salió sangre del pequeño corte. Kivrin lo cubrió con su falda y Rosemund gimió, un sonido ahogado e indefenso que le recordó al perrillo de Agnes, y pareció desplomarse, aunque no había ningún sitio donde caer.
La he matado, pensó Kivrin.
– No puedo detener la hemorragia -dijo, pero ya había cesado. Apretó la falda de su saya contra la herida, contó hasta cien y luego hasta doscientos, y levantó con precaución una esquina.
Todavía manaba sangre del corte, pero estaba mezclada con un pus denso, grisáceo y amarillento. Roche se inclinó para limpiarlo, pero ella se lo impidió.
– No, está lleno de gérmenes de la plaga -dijo, quitándole el paño-. No lo toquéis.
Limpió el repulsivo pus. Volvió a manar, seguido de un suero acuoso.
– Ya está, creo. Acercadme el vino.
Buscó un trapo limpio alrededor.
No había ninguno. Los habían usado todos, intentando contener la hemorragia. Volcó la botella con cuidado y dejó que el líquido oscuro goteara en el corte.
Rosemund no se movió. Tenía la cara macilenta, como si le faltara la sangre. Y no puedo hacerle una transfusión. Ni siquiera tengo un trapo limpio.
Roche desató a Rosemund. Cogió su mano flácida.
– Ahora su corazón late con más fuerza.
– Necesitamos más lino -dijo Kivrin, y se echó a llorar.
– Mi padre os ahorcará por esto -murmuró Rosemund.
Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(071145-071862)
Rosemund está inconsciente. Intenté desbridarle la buba anoche para sacar la infección, pero me temo que sólo he empeorado las cosas. Ha perdido mucha sangre. Está muy pálida y su pulso es tan débil que apenas se lo encuentro.
El clérigo también está peor. Sigue teniendo hemorragias en la piel, y salta a la vista que se encuentra cerca del final.
Recuerdo que la doctora Ahrens dijo que la peste bubónica sin tratar mata a la gente en cuatro o cinco días, pero no creo que dure tanto.
Lady Eliwys, lady Imeyne y Agnes aún no han caído enfermas, aunque lady Imeyne parece haberse vuelto medio loca en su afán de encontrar a alguien a quien echar la culpa. Le tiró a Maisry de las orejas esta mañana y le dijo que Dios nos castigaba a todos por su pereza y estupidez.
Читать дальше