Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– ¡No! -intervino Kivrin, y dio un paso al frente, agitando la pala en el aire-. ¡Déjala caer al suelo! No nos toques.

El niño sacó un rollo de pergamino y lo tiró a los pies de Roche.

El sacerdote lo recogió y lo desenrolló.

– ¿Qué dice el mensaje? -preguntó al niño, y Kivrin pensó, claro, no sabe leer.

– No lo sé -contestó el niño-. Es del obispo de Bath. Tengo que llevarlo a todas las parroquias.

– ¿Me dejáis leerlo? -preguntó Kivrin.

– Tal vez sea del señor -aventuró Roche-. Tal vez nos envía la noticia de que se ha retrasado.

– Sí -dijo Kivrin, cogiendo el pergamino, pero ya sabía que no se trataba de eso.

Estaba en latín, escrito con letras tan elaboradas que resultaban difíciles de leer, pero no importaba. Lo había leído antes. En el Bodleian.

Se echó la pala al hombro y leyó el mensaje, traduciéndolo.

– La contagiosa pestilencia de estos días, que se extiende con rapidez, ha dejado a muchas parroquias y otras casas de nuestra diócesis sin personas ni sacerdotes para cuidar de sus feligreses.

Miró a Roche. No, pensó. Aquí no. No dejaré que suceda aquí.

– Ya que no se puede encontrar ningún sacerdote que esté dispuesto…

Los sacerdotes habían muerto o huido, y no se podía persuadir a nadie para que ocupara su lugar, y la gente moría «sin el sacramento de la Penitencia».

Siguió leyendo, viendo no las letras negras sino las marrones ajadas que había descifrado en el Bodleian. Entonces le pareció que la carta era pomposa y ridícula

– Moría gente a diestro y siniestro, y al obispo sólo le importaba el protocolo de la Iglesia -le había comentado al señor Dunworthy.

Pero ahora, al leerla al chico agotado y al padre Roche, ella parecía también agotada. Y desesperada.

– Si están al borde de la muerte y no pueden asegurarse los servicios de un sacerdote, entonces deben confesarse unos a otros. Con la presente os instamos, en nombre de Jesucristo, a hacer esto.

Ni el niño ni Roche dijeron nada cuando Kivrin terminó de leer. La joven se preguntó si el niño sabía lo que llevaba. Enrolló el pergamino y se lo devolvió.

– Llevo cabalgando tres días -dijo él, y se desplomó exhausto en la silla-. ¿No puedo descansar un poco?

– Este sitio no es seguro -contestó Kivrin, apiadándose de él-. Te daremos comida para que te la lleves.

Roche se volvió hacia la cocina y Kivrin recordó de pronto a Agnes.

– ¿Has visto una niña pequeña por el camino? ¿Una niña de cinco años, con capa y capucha rojas?

– No, pero hay mucha gente en los caminos. Huyen de la peste.

Roche volvió con un saco de arpillera. Kivrin dio media vuelta y cogió avena para el caballo, y Eliwys pasó ante ellos con las faldas recogidas entre las piernas y el cabello suelto a la espalda.

– ¡No…! -gritó Kivrin, pero Eliwys ya había cogido el caballo por la brida.

– ¿De dónde vienes? -le preguntó, y cogió al niño de la manga-. ¿Has visto al valido de mi esposo, Gawyn?

El niño parecía asustado.

– Vengo de Bath, con un mensaje del obispo -le respondió, tirando de las riendas. El caballo relinchó y sacudió la cabeza.

– ¿Qué mensaje? -preguntó Eliwys, histérica-. ¿Es de Gawyn?

– No conozco al hombre del que habláis.

– Lady Eliwys… -dijo Kivrin, y avanzó un paso.

– Gawyn cabalga un corcel negro con una silla repujada en plata -insistió Eliwys, tirando de la brida del caballo-. Ha ido a Bath para traer a mi esposo, que es testigo en los juicios.

– Nadie va a Bath. Todos los que pueden huyen de allí.

Eliwys se tambaleó, como si el caballo hubiera retrocedido, y pareció caer contra su flanco.

– No hay tribunales, ni leyes -prosiguió el niño-. Los muertos yacen en las calles, y todos los que los ven también mueren. Hay quien dice que es el fin del mundo.

Eliwys soltó la brida y retrocedió un paso. Se volvió y miró esperanzada a Kivrin y Roche.

– Entonces seguramente volverán pronto. ¿Estás seguro que no los has visto por el camino? Cabalga un corcel negro.

– Había muchos caballos -hizo avanzar a su montura hacia Roche, pero Eliwys no se movió.

Roche se adelantó con el saco de comida. El chico se inclinó, la recogió, y cuando hizo girar al caballo estuvo a punto de atropellar a Eliwys. Ella no hizo ademán de apartarse.

Kivrin avanzó y cogió una de las riendas.

– No regreses junto al obispo -le aconsejó.

El chico tiró de las riendas. Parecía más asustado de ella que de Eliwys.

Kivrin no las soltó.

– Ve al norte -le conminó-. La peste no ha llegado allí todavía.

Él liberó las riendas de un tirón, espoleó al caballo y salió al galope del patio.

– Apártate de los caminos principales -le gritó Kivrin-. No hables con nadie.

Eliwys se quedó donde estaba.

– Venid -le dijo Kivrin-. Tenemos que encontrar a Agnes.

– Mi esposo y Gawyn habrán cabalgado primero a Courcy para advertir a sir Bloet -aventuró Eliwys, y dejó que Kivrin la condujera de regreso a la casa.

Kivrin la dejó junto al fuego y se fue al granero. Agnes no estaba allí, pero encontró su propia capa, que había dejado el día de Nochebuena. Se la puso y subió al altillo. Miró en el lagar y Roche buscó en los otros edificios, pero fue en vano. Un frío viento se levantó mientras hablaban con el mensajero, y olía a nieve.

– Tal vez está en la casa -suspiró Roche-. ¿Habéis mirado tras el sillón alto?

Ella registró de nuevo la casa, mirando tras el sillón y bajo la cama. Maisry yacía gimiendo donde la había dejado, y tuvo que resistir la tentación de pegarle una buena patada. Le preguntó a lady Imeyne, que estaba arrodillada de cara a la pared, si había visto a Agnes.

La anciana la ignoró y siguió moviendo las cuentas de su rosario y los labios en silencio.

Kivrin la sacudió por el hombro.

– ¿La visteis salir?

Lady Imeyne se volvió y la miró, echando chispas por los ojos.

– La culpa es de ella.

– ¿De Agnes? -preguntó Kivrin, furiosa-. ¿Cómo puede ser culpa suya?

Imeyne sacudió la cabeza y miró a Maisry.

– Dios nos castiga por la maldad de Maisry.

– Agnes se ha perdido y ya está anocheciendo -dijo Kivrin-. Tenemos que encontrarla. ¿No habéis visto adónde fue?

– Su culpa -susurró la anciana, y se volvió hacia la pared.

Se hacía tarde y el viento silbaba contra los muros. Kivrin recorrió el pasaje y salió al prado.

Era como el día que había intentado encontrar por su cuenta el lugar de recogida. No había nadie en el prado cubierto de nieve, y el viento agitaba sus ropas al correr. Una campana tañía al noreste, lentamente, anunciando un funeral.

A Agnes le encantaba el campanario. Kivrin entró y la llamó, aunque distinguía claramente la campana. Salió y se quedó mirando las chozas, tratando de pensar adónde habría ido la niña.

A las chozas no, a menos que hubiera tenido frío. El perrito. Quería ver la tumba. Kivrin no le había dicho que lo había enterrado en el bosque. Agnes le había dicho que había que enterrarlo en el cementerio. Ya veía que la niña no estaba allí, pero de todas formas atravesó la valla.

Agnes había estado allí. Las huellas de sus botitas iban de tumba en tumba y luego se dirigían a la parte norte de la iglesia. Kivrin se volvió hacia la colina y la linde del bosque, pensando. ¿Y si ha ido al bosque? Nunca la encontraremos.

Rodeó la iglesia. Las huellas se detenían y volvían al otro lado. Kivrin abrió la puerta. Dentro casi estaba oscuro y hacía más frío que en el patio sacudido por el viento.

– ¡Agnes! -llamó.

No obtuvo respuesta, pero un leve sonido llegó de junto al altar, como una rata huyendo.

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