Connie Willis - El Libro del Día del Juicio Final

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A mediados del siglo XXI, Kivrin, una audaz estudiante de historia, decide viajar en el tiempo para estudiar `in situ` una de las eras más mortíferas y peligrosas de la historia humana: la Edad Media asolada por la Peste Negra. Pero una crisis que enlaza extrañamente pasado, presente y futuro atrapa a Kivrin en uno de los años más peligrosos de la Edad Media, mientras sus compañeros de Oxford en el año 2054, atacados de repente por una enfermedad desconocida, intentan infructuosamente rescatarla. Perdida en una época de superstición y de miedo, Kivrin descubre que se ha convertido en un improbable Angel de Esperanza durante una de las horas más oscuras de la historia.
Un tour de force narrativo, una novela que explorará el miedo atemporal de la enfermedad, el sufrimiento y la indomable voluntad del espíritu humano. Con diferencia, la mejor novela de ciencia ficción de 1992 con la que Connie Willis ha obtenido los más importantes premios del género: Nebula, Hugo y Locus
`Sin ser doctrinario, éste es el libro de inspiración religiosa tan apasionado con su humanismo como Un cántico por Leibowitz de Walter M. Miller. Una historia mucho mas sencilla que su trama, mucho más vasta que el número de sus paginas. El libro del Día del Juicio Final impresiona con la fuerza de una verdad profundamente sentida` John Kessel, Science Fiction Age

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– Vaya -dijo Colin y cerró el libro de golpe-. Esa horrible enfermera dijo que sólo podía quedarme si prometía no despertarlo, y no lo he hecho, ¿verdad? Le dirá que se ha despertado solo, ¿verdad?

Se sacó el chicle, lo examinó y se lo guardó en el bolsillo.

– ¿La ha visto? Debió de vivir durante la Edad Media. Es casi tan necrótica como la señora Gaddson.

Dunworthy le observó. La chaqueta donde se había guardado el chicle era nueva, verde, y la bufanda a cuadros grises que llevaba al cuello resultaba aún más sombría contra el verdor. Colin parecía mayor, como si hubiera crecido mientras Dunworthy dormía.

Colin frunció el ceño.

– Soy yo, Colin. ¿Me conoce?

– Sí, claro que te conozco. ¿Por qué no llevas una mascarilla?

Colin sonrió.

– No tengo por qué. Y en cualquier caso ya no es usted contagioso. ¿Quiere las gafas?

Dunworthy asintió, con cuidado, para que el dolor de cabeza, no comenzara otra vez.

– Cuando se despertó las otras veces, no me reconoció -rebuscó en el cajón de la mesilla de noche y le tendió a Dunworthy sus gafas-. Estuvo usted fatal. Pensé que iba a palmarla. No dejaba de llamarme Kivrin.

– ¿Qué día es?

– Doce -replicó Colin, impaciente-. Esta mañana ya me lo ha preguntado. ¿No lo recuerda?

Dunworthy se puso las gafas.

– No.

– ¿Recuerda algo de lo que ha pasado?

Recuerdo cómo le fallé a Kivrin. Recuerdo que la he dejado en 1348.

Colin acercó la silla y dejó el libro sobre la cama.

– La enfermera me dijo que no se acordaría por culpa de la fiebre -dijo, pero parecía casi furioso con Dunworthy, como si él fuera responsable-. No me dejó entrar a verlo ni me decía nada. Creo que es una injusticia. Te hacen sentarte en una sala de espera, y no paran de decirte que te vayas a casa, que no puedes hacer nada aquí, y cuando les preguntas te dicen: «Enseguida vendrá el doctor», y no te dicen nada. Te tratan como a un niño. Quiero decir que hay que enterarse alguna vez, ¿no? ¿Sabe lo que hizo la enfermera esta mañana? Me echó. Dijo: «El señor Dunworthy ha estado muy enfermo. No quiero que le molestes.» Como si fuera a hacerlo.

Parecía indignado, pero también cansado, preocupado. Dunworthy lo imaginó acechando en los pasillos y sentado en la sala de espera, aguardando noticias. No era extraño que pareciera mayor.

– Y ahora la señora Gaddson me dice que sólo le diga buenas noticias, porque las malas noticias pueden hacerle recaer, y si se muriera sería por mi culpa.

– Ya veo que la señora Gaddson sigue elevando la moral -sonrió Dunworthy-. Supongo que no hay ninguna posibilidad de que contraiga el virus, ¿no?

Colin pareció sorprendido.

– La epidemia ha acabado -dijo-. Van a levantar la cuarentena la semana que viene.

El análogo había llegado, después de todas las súplicas de Mary. Se preguntó si habría llegado a tiempo para ayudar a Badri, y entonces pensó cuáles serían las malas noticias que la señora Gaddson no quería que le dijeran. Ya me la han dicho. Se ha perdido el ajuste y Kivrin está en 1348.

– Dame alguna buena noticia -pidió.

– Bueno, nadie ha caído enfermo desde hace dos días, y los suministros por fin han pasado, así que ya tenemos algo decente para comer.

– Ya veo que llevas ropa nueva.

Colin miró la chaqueta verde.

– Es uno de los regalos de Navidad de mi madre. Los envió después… -se detuvo y frunció el ceño-. Me envió más vids, y un juego de máscaras también.

Dunworthy se preguntó si habría esperado a que la epidemia hubiera pasado efectivamente antes de molestarse en enviar los regalos de Colin, y qué habría dicho Mary al respecto.

– Mire -dijo Colin, incorporándose-. La chaqueta se cierra automáticamente. Sólo hay que tocar el botón, así. Ya no tendrá que volver a decirme que me abroche.

La enfermera llegó entre crujidos.

– ¿Le ha despertado? -demandó.

– ¿Lo ve? -murmuró Colin-. Yo no he sido, hermana. Estuve tan callado que ni siquiera se oía cómo pasaba las páginas.

– No me despertó, y no me está molestando -intervino Dunworthy antes de que ella pudiera hacerle la siguiente pregunta-. Sólo me está contando las buenas noticias.

– No tendrías que decirle nada al señor Dunworthy. Debe descansar -advirtió ella, y colgó una bolsa de líquido claro en el gotero-. El señor Dunworthy sigue demasiado enfermo para que lo molesten las visitas -empujó a Colin hacia la salida.

– Si le preocupan tanto las visitas, ¿por qué no impide que la señora Gaddson le lea la Biblia? -protestó Colin-. Eso pondría enfermo a cualquiera -se detuvo en la puerta, mirando a la enfermera-. Volveré mañana. ¿Quiere que le traiga algo?

– ¿Cómo está Badri? -preguntó Dunworthy, y se preparó para la respuesta.

– Mejor. Estaba casi recuperado, pero tuvo una recaída. Ahora está mucho mejor. Quiere verle.

– No -dijo Dunworthy, pero la enfermera ya había cerrado la puerta.

«No es culpa de Badri», había dicho Mary, y por supuesto tenía razón. La desorientación era uno de los primeros síntomas. Recordó que había sido incapaz de marcar el número de Andrews, que la señora Piantini cometía un error tras otro con las campanillas, y murmuraba «Lo siento» sin cesar.

– Lo siento -murmuró. No fue culpa de Badri. Fue suya. Le preocupaban tanto los cálculos del estudiante que contagió a Badri sus temores, tanto que Badri decidió volver a introducir las coordenadas. Colin había dejado su libro en la cama. Dunworthy lo acercó. Parecía imposiblemente pesado, tanto que el brazo le tembló por el esfuerzo de abrirlo, pero lo apoyó contra la baranda de la cama y pasó las páginas, casi ilegibles desde el ángulo en que se hallaba, hasta que encontró lo que buscaba. La Peste Negra había golpeado Oxford en Navidad. Por ello habían cerrado las universidades y los que pudieron huir a las aldeas vecinas llevaron la epidemia consigo. Los que no pudieron marcharse cayeron a miles, de modo que «no quedó nadie para hacerse cargo ni para enterrar a los muertos». Y los pocos que quedaron se atrincheraron en los colegios, escondiéndose y buscando a alguien a quien echar la culpa.

Se quedó dormido con las gafas puestas, pero cuando la enfermera se las quitó, se despertó. Era la enfermera de William, y le sonrió.

– Lo siento -dijo, guardándolas en el cajón-. No quería despertarlo.

Dunworthy la miró.

– Colin dice que la epidemia ha pasado.

– Sí -confirmó ella, sin perder de vista las pantallas que había tras él-. Descubrieron la fuente del virus y consiguieron el análogo al mismo tiempo; menos mal. Probabilidad estimaba una tasa de incidencia del ochenta y cinco por ciento y del treinta y dos por ciento de mortalidad incluso con antimicrobiales y potenciación de leucocitos-T, y eso sin tener en cuenta la escasez de suministros y el elevado número de miembros del personal enfermos. Tuvimos casi el diecinueve por ciento de mortalidad y un buen número de casos siguen siendo críticos.

Le cogió la muñeca y miró la pantalla.

– Le ha bajado un poco la fiebre -anunció-. Tiene mucha suerte, ¿sabe? El análogo no funcionó en todo el mundo que estaba ya infectado. La doctora Ahrens… -dijo, y entonces se interrumpió. Él se preguntó qué habría dicho Mary. Que la palmaría-. Tiene usted mucha suerte -repitió-. Ahora intente dormir.

Durmió, y cuando volvió a despertar, la señora Gaddson estaba junto a él, preparada para arremeter con su Biblia.

– «Caerán sobre ti todas las plagas de Egipto -leyó en cuanto Dunworthy abrió los ojos-. También cada enfermedad y cada epidemia, hasta que seas destruido.»

– «Y serás entregado a las manos del enemigo» -murmuró Dunworthy.

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