– ¿Qué? -preguntó la señora Gaddson.
– Nada.
Había perdido por dónde iba. Pasó las páginas de un lado a otro, buscando las pestes, y empezó a leer.
– … por eso Dios envió a Su único Hijo al mundo.
Dios nunca le habría enviado si hubiera sabido lo que sucedería. Herodes y la matanza de los inocentes y Getsemaní.
– Léame a san Mateo -pidió-. Capítulo 26, versículo 39.
La señora Gaddson se interrumpió, irritada, y luego buscó a Mateo entre las páginas.
– «Y avanzando un poco más, cayó sobre su rostro y oraba, diciendo: "Padre mío, si es posible, haz que pase de mí este cáliz."»
Dios no sabía dónde estaba Su Hijo, pensó Dunworthy. Había enviado a Su único Hijo al mundo, y algo había salido mal con el ajuste, alguien había desconectado la red, y no pudo recuperarlo; lo arrestaron, le pusieron una corona de espinas en la cabeza y lo clavaron en una cruz.
– Capítulo 27, versículo 46.
Ella frunció los labios y pasó la página.
– Realmente no creo que estas Lecturas sean apropiadas para…
– Lea.
– «Y hacia la hora nona, gritó Jesús con fuerte voz, diciendo: " Eloi, Eloi, lama sabacthani ? ", que quiere decir: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"»
Kivrin no sabría lo qué había sucedido. Pensaría que había equivocado el lugar o el momento, que de algún modo había perdido la cuenta de los días durante la peste, que algo había ido mal con el lanzamiento. Pensaría que la habían olvidado.
– ¿Bien? -dijo la señora Gaddson-. ¿Alguna otra petición?
– No.
La señora Gaddson volvió al Antiguo Testamento.
– «Pues caerán por la espada, por el hambre y por la peste -siguió leyendo-. El mayor pecador morirá de peste.»
A pesar de todo, Dunworthy se durmió, y cuando despertó por fin ya no era la tarde interminable. Seguía lloviendo, pero ahora había sombras en la habitación y las campanas daban las cuatro. La enfermera de William le ayudó a ir al cuarto de baño. El libro había desaparecido y se preguntó si William había vuelto sin que lo recordara, pero cuando la enfermera abrió la puerta de la mesilla de noche para coger sus zapatillas, lo vio allí. Le pidió que le levantara la cama para estar más incorporado, y cuando ella se marchó se puso las gafas y sacó el libro.
La peste se había extendido de forma tan aleatoria, tan implacable, que los contemporáneos no pudieron creer que se trataba de una enfermedad natural. Acusaron a los leprosos, a las viejas y a los enfermos mentales de envenenar pozos y echarles maldiciones. Todos los forasteros y desconocidos se convirtieron inmediatamente en sospechosos. En Sussex lapidaron a dos viajeros. En Yorkshire quemaron a una joven en la hoguera.
– Por fin le encuentro -dijo Colin, entrando en la habitación-. Creía que lo había perdido.
Llevaba la chaqueta verde y estaba muy mojado.
– Tuve que llevar las fundas de las campanillas a Santa Re-Formada para la señora Taylor, y está lloviendo a mares.
El alivio inundó a Dunworthy al oír el nombre de la señora Taylor, y advirtió que no había preguntado por ninguno de los retenidos por miedo a recibir malas noticias.
– ¿Está bien entonces la señora Taylor?
Colin tocó el botón de su chaqueta, y la prenda se abrió de golpe, salpicando agua por todas partes.
– Sí. Van a tocar en Santa Re-Formada el día quince -se inclinó hacia delante para poder ver qué estaba leyendo Dunworthy.
Dunworthy cerró el libro y se lo tendió.
– ¿Y el resto de las campaneras? ¿La señora Piantini?
Colin asintió.
– Está todavía en el hospital. Ha adelgazado tanto que no la reconocería -abrió el libro-. Ha estado leyendo sobre la Peste Negra, ¿verdad?
– Sí. El señor Finch no contrajo el virus, ¿verdad?
– No. Sustituye como tenor a la señora Piantini. Está muy preocupado. No recibimos papel higiénico en el envío de Londres, y dice que casi nos hemos quedado sin existencias. Tuvo una discusión con la fiera al respecto -puso el libro sobre la cama-. ¿Qué le va a pasar a su chica?
– No lo sé.
– ¿No puede hacer nada para sacarla de allí?
– No.
– La Peste Negra fue terrible. Murió tanta gente que ni siquiera los enterraban. Sólo los dejaban amontonados.
– No puedo ir a buscarla, Colin. Perdimos el ajuste cuando Gilchrist desconectó la red.
– Lo sé, pero de todas formas, ¿no podemos hacer nada?
– No.
– Pero…
– Intenté hablar con su médico para que restringiera sus visitas -dijo la enfermera, y agarró a Colin por el cuello de la chaqueta.
– Empiecen por la señora Gaddson -replicó Dunworthy-, y dígale a Mary que quiero verla.
Mary no vino, pero sí Montoya, obviamente desde la excavación. Tenía barro hasta las rodillas, y su cabello oscuro y rizado también estaba manchado. Colin la acompañaba, con la chaqueta verde toda salpicada.
– Hemos tenido que colarnos cuando ella no miraba -jadeó Colin.
Montoya había perdido mucho peso. Sus manos parecían muy delgadas, y el digital en su muñeca le quedaba suelto.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó.
– Mejor -mintió él, mirándole las manos. Tenía barro bajo las uñas-. ¿Y usted?
– Mejor.
Debía de haber ido directamente a la excavación a buscar el grabador en cuanto le dieron de alta en el hospital. Y ahora había venido directamente aquí.
– Está muerta, ¿verdad?
Sus manos soltaron la barandilla.
– Sí.
Kivrin estaba en el lugar correcto, después de todo. Las situacionales sólo habían cambiado unos pocos kilómetros, unos pocos metros, y había conseguido encontrar la carretera de Oxford a Bath, había encontrado Skendgate. Y había muerto allí, víctima de la gripe que había contraído antes del salto. O de hambre después de la peste, o de desesperación. Llevaba muerta setecientos años.
– Lo encontró entonces -dijo, y no era una pregunta.
– ¿Encontrar el qué? -intervino Colin.
– El grabador de Kivrin.
– No -respondió Montoya.
Sus manos temblaron un poco, aferradas a la barandilla.
– Kivrin me lo pidió -explicó-. El día del lanzamiento. Fue ella quien sugirió que el grabador pareciera un espolón óseo, para que la grabación sobreviviera aunque ella no lo hiciera. «El señor Dunworthy se preocupa en vano -dijo-, pero si algo va mal, intentaré que me entierren en el cementerio de la iglesia para que no tengan que excavar por media Inglaterra.» -le tembló la voz.
Dunworthy cerró los ojos.
– Pero no saben que está muerta si no han encontrado el grabador -estalló Colin-. Usted dijo que ni siquiera sabían dónde estaba Kivrin. ¿Cómo pueden estar tan seguros de que ha muerto?
– Hemos hecho experimentos con ratas de laboratorio en la excavación. Sólo una exposición de un cuarto de hora al virus basta para que se produzca el contagio. Kivrin estuvo directamente expuesta a la tumba durante más de tres horas. Hay un setenta y cinco por ciento de probabilidades de que contrajera el virus, y con el limitado apoyo médico del siglo XIV, es casi seguro que desarrolló complicaciones.
Limitado apoyo médico. Era un siglo que había suministrado a la gente sanguijuelas y estricnina, que nunca había oído hablar de esterilización, gérmenes ni leucocitos-T. Le habrían puesto apestosas cataplasmas y murmurado oraciones, o le habrían abierto las venas. «Y los médicos los sangraban -decía el libro de Gilchrist, dijo Montoya-, la tasa de mortalidad del virus es del cuarenta y nueve por ciento. Probabilidad…
– Probabilidad -dijo Dunworthy-. ¿Son cifras de Gilchrist?
Montoya miró a Colin y frunció el ceño.
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