Bob Shaw - Una guirnalda de estrellas

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Una guirnalda de estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1993, millones de gentes observan en el cielo con incredulidad, ayudados por los recientemente inventados lentes Amplite, mientras el planeta de Thornton se acerca peligrosamente a la Tierra. Diseñados para ver en la oscuridad, los lentes Amplite, iluminan un misterioso mundo de materia antineutrínica que coexiste con la Tierra en otra dimensión

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Las tensiones habían aumentado en los países ecuatoriales donde se había visto a los avernianos, y la noticia de que los 'fantasmas' inmateriales planeaban transformarse en invasores sólidos, sustanciales, materiales, arrastró a la gente a las calles. La línea que dividía el día de la noche en la Tierra — y que también marcaba el punto de emergencia del planeta averniano y sus habitantes— avanzaba hacia el oeste a lo largo del ecuador a una velocidad aproximada de menos de 1.700 kilómetros por hora, de modo que los rumores de la amenaza que presuntamente representaba la precedían de lejos. Mientras el sol de la mañana se filtraba a través de las nubes de lluvia que cubrían Barandi, la oscuridad que aún se prolongaba en Ecuador, Colombia y tres de los nuevos países que ocupaban el norte del Brasil fue perturbada aquí y allá por los clásicos síntomas del pánico. Y muy al norte, en Nueva York, miembros de varias comisiones especiales de las Naciones Unidas fueron levantados de las camas.

El presidente Paul Ogilvie leyó atentamente los resúmenes informativos y los memorandos que el secretario personal le había dejado sobre el escritorio. Luego apretó un botón del intercomunicador y ordenó:

— Quiero ver inmediatamente al coronel Freeborn.

Sacó un cigarro de la caja plateada del escritorio y se consagró al ritual de quitarle la banda, cortar el extremo sellado y asegurarse de que el tabaco prendiera bien. Conservó las manos absolutamente firmes durante toda la operación, pero no se ocultaba a sí mismo que la noticia que acababa de leer le había dejado pasmado. Su otro yo, el que se aferraba obstinadamente al viejo nombre tribal con el que se había iniciado en la vida, sentía una profunda inquietud ante la idea de que los fantasmas deambularan entre los árboles de la laguna, y la perspectiva de que se fueran a materializar como cuerpos sólidos olía aún más claramente a magia. El hecho de que intervinieran artefactos de física nuclear no impedía que la magia fuera magia: saber que los médicos-brujos empleaban técnicas psicológicas no contribuía a volverlos inofensivos.

En otro nivel de su conciencia, Ogilvie estaba perturbado por la convicción de que lo ocurrido en la mina constituía una amenaza para su seguridad presente y todos sus planes para el futuro. Le gustaba tener cincuenta trajes caros y una flota de coches exclusivos; disfrutaba de la comida y el vino exquisitos, y de las mujeres exóticas que importaba como cualquier otro artículo de lujo; y ante todo, saboreaba la creciente aceptación de Barandi entre los otros países del mundo, la inminencia de su aceptación total como miembro de las Naciones Unidas. Barandi era su creación personal, y el reconocimiento oficial de la ONU equivaldría al sello de aprobación de la Historia para Paul Ogilvie.

Tenía más que perder que cualquier otro habitante del país, y sus instintos estaban proporcionalmente agudizados: le estaba resultando obvio que el asunto del Nivel Tres había sido enfocado erróneamente. Medidas rápidas y severas en un principio habrían puesto punto final al problema, pero ahora era demasiado tarde, y el peligro residía en que Freeborn perdiera los estribos a la vista de todo el mundo. Ahora que lo pensaba, el coronel Freeborn se estaba transformando en un anacronismo y un estorbo en varios sentidos…

El intercomunicador zumbó suavemente y el secretario anunció la llegada del coronel.

— Que pase — dijo Ogilvie, cerrando por el momento un archivo mental.

— Buenas tardes, Paul — Freeborn entró en la gran oficina con un aire de furia apenas controlada. Los brazos con largos músculos de esclavo de galeras relucían bajo las mangas cortas de la camisa del uniforme, cargados de alta tensión.

— ¿Has visto esto? — Ogilvie tocó las hojas que descansaban sobre el secante.

— Tengo mis copias.

— ¿Qué piensas?

— Pienso que ya hemos perdido demasiado tiempo en delicadezas, y que éste es el resultado. Es hora de que entremos allí y…

— Quiero decir, qué piensas de estas criaturas de otro mundo que presuntamente vendrán a través de una máquina.

Freeborn quedó sorprendido.

— No pienso nada al respecto… En parte, porque no creo en cuentos de hadas, pero sobre todo, porque voy a sacar a esos wabwa blancos de la mina a puntapiés antes de que nos cueste más tiempo y dinero.

— No podemos actuar con apresuramiento — dijo Ogilvie examinando la ceniza del cigarro—. Acabo de recibir un mensaje de Nueva York anunciando que las Naciones Unidas enviarán un equipo de investigadores.

— ¡Naciones Unidas! ¡Naciones Unidas! Es todo lo que te oigo decir últimamente, Paul — Freeborn cerró el puño alrededor del pomo dorado del bastón—. ¿Qué te ha ocurrido? Este es nuestro país… No dejamos entrar a nadie si no se nos antoja.

Ogilvie suspiró, soltando una chata nube de humo gris que ondeó sobre la madera lustrada del escritorio.

— Todo puede ser llevado con diplomacia. La gente de la ONU quiere que el doctor Ambrose interrumpa lo que está haciendo, sea lo que fuere, lo cual nos viene de perillas. De paso, ¿intentó tu amigo Snook establecer contacto contigo y mantenerte al corriente, tal como habíamos convenido?

— No he recibido mensajes de él.

— ¡Ahí tienes! Olvidó su misión, y eso me autoriza a decirle a él y al doctor Ambrose que se vayan de la mina. Y estaremos satisfaciendo los deseos de la ONU.

Freeborn se desplomó en una silla y se apoyó la frente en una mano.

— Te lo juro, Paul… Esto me está poniendo enfermo. No me importa Ambrose, pero tengo que capturar a ese hombre, Snook. Si enviara a los Leopardos de regreso a…

— ¿Estás seguro de que podrían controlarle, Tommy? Acabo de oír que cuando va armado con un cubierto de plástico puede vencer a un pelotón de Leopardos.

— Me he enterado de eso hace poco y todavía no he tenido tiempo de investigar, pero al parecer, hubo un incidente, un incidente trivial, donde intervinieron tres de mis hombres.

— ¿Y un oficial, verdad?

Freeborn no levantó la cabeza, pero empezó a latirle una vena en la sien.

— ¿Qué quieres que haga?

— Conecta de nuevo la línea telefónica de Snook — dijo Ogilvie—. Quiero hablarle ahora mismo — se inclinó en el sillón y observó que Freeborn sacaba del bolsillo de la camisa una pequeña radio militar, advirtiendo divertido que aún para detalles tan ínfimos el coronel se comunicaba en un código preestablecido. Un minuto más tarde Freeborn cabeceó y guardó la radio. Ogilvie pidió al secretario que le pusiera en comunicación con Snook. Observaba con aire pensativo las ventanas barridas por la lluvia, presentando deliberadamente el aspecto de un hombre que domina sin esfuerzo las circunstancias, hasta que le comunicaron que Snook estaba al aparato.

— Buenas tardes, Snook — dijo—. ¿Está usted con el doctor Ambrose?

— No, señor. Ha bajado a la mina a instalar el instrumental.

Freeborn se movió inquieto cuando oyó la voz de Snook por el altavoz conectado al teléfono.

— En ese caso — dijo Ogilvie—, tendré que tratar con usted, ¿verdad?

— ¿Hay algún problema, señor? — Snook sonaba servicial, dispuesto a colaborar.

Ogilvie rió apreciativamente, admirando el modo en que Snook realizaba los primeros movimientos del combate.

— Parece haber varios problemas. No me gusta tener que escuchar la BBC para enterarme de lo que ocurre en mi país. ¿Qué ha pasado con nuestro convenio de que usted informaría al coronel Freeborn de todas las novedades en la mina?

— Lo siento, señor… Los acontecimientos se han precipitado; todos estos días mi teléfono estuvo fuera de servicio. De hecho, esta llamada suya es la primera que recibo en días. No entiendo cómo ha sucedido. Hasta ahora, nunca había tenido problemas con el teléfono. Quizá sea algo relacionado con…

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