— Entonces… ¿Usted piensa que si demostramos que el sistema funciona, la Tierra después los recibirá?
Ambrose sonrió con elegancia, inclinando el cigarrillo con los labios como un galán cinematográfico.
— Aprenda a pensar en grande, Gil. Los tiempos están cambiando… Queda casi un siglo para evaluar las decisiones a tomar. Dentro de cincuenta años podríamos recoger a los avernianos en el cielo con naves espaciales.
— Bueno, mald… — Snook se sintió obligado a estrecharle la mano al otro—. ¿Sabe? Lo tenía considerado como un grandísimo hijo de perra.
— Lo soy — le aseguró Ambrose—. Es por pura suerte que esta vez tengo la posibilidad de disimularlo bien.
En ese momento se les unió George Murphy, que se acariciaba el vendaje de la mano derecha.
— Iré al hospital de la mina para que me den una inyección o algo. Creo que he hecho demasiado esfuerzo con esta mano.
— Le llevaré en coche — le dijo Ambrose.
— No. A pie llegaré en un par de minutos, la lluvia casi ha parado — Murphy se marchó en la oscuridad.
— Iré contigo — le dijo Snook, corriendo para alcanzarle.
Cuando se alejaron del foco de las lámparas portátiles de Ambrose el paso se volvió más difícil y ambos tuvieron que caminar con cuidado, aun con los Amplite puestos, hasta que llegaron al brumoso resplandor verde que rodeaba los edificios de la mina. El del hospital estaba tan oscuro y muerto como los demás.
— Aquí están las llaves — Murphy le entregó a Snook un racimo tintineante—. ¿Puedes buscarme la número ocho?
— Creo que sí. Si puedo reconstruir un motor de aviación, tendría que poder… — Snook guardó silencio un segundo, sondeando con las gafas el lugar en sombras, luego bajó la voz—. No mires, George, pero hay alguien detrás de ti.
— Qué curioso — susurró Murphy, tanteándose los cordones del impermeable con la mano izquierda—. Te iba a decir lo mismo.
— ¡Quietos! — quien vociferó la orden era un hombre joven y alto que había salido de detrás de una esquina del bajo edificio. Vestía impermeable militar y un casco con barras de teniente. Un parche de gasa blanca le cubría el ojo derecho. Cuando Snook reconoció a Curt Freeborn le invadió una profunda tristeza; miró a su alrededor para estimar las posibilidades de escabullirse, y vio que se les acercaban tres soldados con machetes desenvainados. Eran los mismos hombres que habían encontrado en Cullinan, y esta vez, al parecer, estaban decididos a que las cosas salieran de otro modo.
— ¡Vaya suerte! — dijo Freeborn—. Mis amigos favoritos… El gracioso hombre blanco y su amigo Tom.
Snook y Murphy se miraron en silencio.
— ¿Ninguna ocurrencia graciosa, señor Snook? — sonrió Freeborn—. ¿No se encuentra bien?
— Lo que me gustaría saber — dijo Murphy, tratando aún de desatarse los rígidos y resbaladizos cordeles de plástico del impermeable con la mano izquierda— es por qué cuatro presuntos Leopardos van por la oscuridad arrastrándose como ratas.
— No te hablaba a ti, basura.
— Calma, George — dijo ansiosamente Snook.
— Pero sin embargo es interesante — insistió Murphy—. El coronel, por ejemplo, habría llegado con todas las luces encendidas. A mí me parece que…
Freeborn cabeceó ligeramente, y casi de inmediato algo le dio a Murphy en la espalda. El impacto fue tan ruidoso, acompañado por el crujido sordo del plástico, que Snook pensó que el cabo había golpeado a Murphy con el flanco del machete. Luego vio que Murphy caía de rodillas y, con el rabillo del ojo, que el cabo extraía la hoja con dificultad. Aferró a Murphy y palpó la alarmante flojedad de los músculos y brazos; un peso muerto que le arrastraba inexorablemente al suelo. Snook se arrodilló para acunar a Murphy con su brazo izquierdo, y le abrió el impermeable de un tirón. Metió la mano dentro para tocarle el pecho y descubrió horrorizado que aunque el tajo había sido por la espalda, toda la región del pecho estaba bañada por una humedad caliente. La boca de Murphy se entreabrió, y aun muerto olía a menta.
— Eso ha sido demasiado rápido — le dijo Freeborn al cabo, la voz vagamente recriminatoria, el rostro imperturbable detrás de los Amplite—. Has despachado muy pronto al tío Tom.
Snook se volvió para insultarle, pero la garganta le ahogó las palabras, las palabras que de todos modos no habrían atinado a expresar todo su dolor y su odio. Estrechó el cuerpo de Murphy y en la mano derecha, embadurnada de sangre, encontró una forma angulosa y familiar. En ese momento era la forma más hermosa del mundo, con una perfección metálica que excedía a la de la escultura más valiosa. Sin levantar la cabeza, Snook miró en torno. Pudo ver cuatro pares de piernas, y tal como lo había deseado, todas estaban en su marco de visión. En un solo movimiento, soltó el cuerpo de Murphy y se incorporó con la automática en la mano.
Hubo un momento prolongado de silencio tenso y palpitante cuando encaró a los cuatro hombres.
— Podemos llegar a un acuerdo — dijo con calma el teniente Freeborn—. Sé que no apretará ese gatillo, pues ya ha esperado demasiado. Los de su clase necesitan actuar con el impulso del momento. Lo que acaba de ocurrir es lamentable, lo admito. Pero no hay razones para que no podamos reparar…
Snook le descerrajó un tiro en el estómago, y el cuerpo arqueado saltó contra la pared. Luego se volvió hacia los tres soldados, que ya echaban a correr. Empuñando la automática con ambas manos, apuntó al cabo y apretó de nuevo el gatillo. La bala le atravesó el hombro y le hizo dar un ridículo giro sobre sí, de tal modo que quedaron frente a frente. Snook disparó dos veces más, y cada vez el plástico del impermeable del cabo cimbró como una vela en la tormenta. Siguió disparando hasta que el hombre cayó y pudo tener la seguridad de que ya no volvería a moverse. Los otros dos se perdieron de vista.
El sonido y el movimiento cesaron.
Cuando al fin Snook recobró el dominio de sí mismo, inhaló profundamente, temblando, y se guardó la automática en el bolsillo. Sin mirar de nuevo a Murphy, regresó al lugar donde había dejado a su grupo. Cuando estuvo cerca, le salieron al encuentro con caras de ansiedad.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Ambrose—. ¿Dónde está George?
Snook siguió caminando hasta que pudo quitarle a Quig la botella de brandy de entre los dedos, sin encontrar gran resistencia.
— George ha muerto. Nos hemos topado con el joven Freeborn y tres de sus hombres, y han matado a George.
— Oh, no — murmuró Prudence, y Snook se preguntó si ella había adivinado que se trataba del mismo grupo de Cullinan.
— Pero no es posible — dijo Ambrose, pálido y tenso—. ¿Por qué iban a dispararle a George?
Snook empinó la botella antes de menear la cabeza.
— Con George han utilizado una panga. Quien ha disparado he sido yo… Con esto — sacó la automática del bolsillo y la sostuvo a la luz para que pudieran verla. Tenía la mano ennegrecida de sangre.
— ¿Le has dado a alguno? — preguntó Helig con voz profesional.
Prudence miró el rostro de Snook.
— Sí, ¿no es cierto?
Él asintió.
— Le he dado al teniente Freeborn. Y al hombre que mató a George. A quemarropa.
— Esto huele muy mal, muchacho… ¿Me permites? — el periodista tomó la botella, se sirvió brandy en una taza y se la devolvió a Snook—. En media hora más este lugar será un hervidero de tropas.
— No hay más que hacer, entonces — dijo Ambrose con voz apesadumbrada—. Se acabó.
— Especialmente para George.
— Sé como se siente, Gil… Pero George Murphy alentaba este proyecto.
Snook pensó en Murphy, el hombre con el que había entablado amistad hacía apenas unos días, y le asombró lo poco que sabía de él. No tenía idea de dónde vivía, o siquiera si tenía familia. Todo cuanto sabía con certeza era que a Murphy le habían matado porque era valeroso y honesto, porque era leal con los amigos y los mineros que trabajaban para él. George Murphy habría querido que el proyecto de transferencia continuara, y cuanto más asombroso el resultado, mejor, pues cuanto mayor interés suscitara en el mundo, menos oportunidades habría de que se empleara la fuerza con los mineros.
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