Bob Shaw - Una guirnalda de estrellas

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Una guirnalda de estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1993, millones de gentes observan en el cielo con incredulidad, ayudados por los recientemente inventados lentes Amplite, mientras el planeta de Thornton se acerca peligrosamente a la Tierra. Diseñados para ver en la oscuridad, los lentes Amplite, iluminan un misterioso mundo de materia antineutrínica que coexiste con la Tierra en otra dimensión

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En cuanto estuvo solo, el coronel Freeborn agachó la cabeza y pensó unos momentos en el hijo de su hermano. Luego llamó por radio e impartió una serie de órdenes destinadas a reunir un centenar de hombres en la boca de la Mina Nacional Número Tres. Recogió el bastón, se sacudió una mota de polvo de la camisa de manga corta y salió caminando con paso firme y mesurado hasta donde le esperaba el coche. Faltaban dos horas para el amanecer y el viento de la noche era frío, pero Freeborn rechazó con un ademán el abrigo que le ofrecía el conductor, y se acomodó en el asiento trasero del vehículo.

Durante el viaje desde Kisumu permaneció inmóvil, cruzando los brazos desnudos, y mentalmente distribuyó las culpas por la muerte de su sobrino. Una parte se la adjudicó a sí mismo: en su afán por erradicar las debilidades de Curt había presionado excesivamente al muchacho; una porción más grande le correspondía a Paul Ogilvie, sin cuya interferencia ningún extranjero indeseable se habría entrometido en el asunto de la mina, pero la culpa más grande le incumbía a Gilbert Snook, aquel payaso insolente a quien debieron matar como un perro el primer día que pisó Barandi.

Aún no era el momento de pedir cuentas a Ogilvie, pero en poco tiempo — en muy poco tiempo, se prometió Freeborn— Snook lamentaría que tres años antes no le hubieran asfixiado apaciblemente. Cada vez que pensaba en Snook, Freeborn tenía la impresión de abrir la puerta de un horno dentro de su cabeza, y a medida que se acercaba a la mina las llamaradas le enloquecían cada vez más. De manera que cuando llegó a la boca de la mina y vio una de las limusinas del presidente aparcada ante el portón, fue como una zambullida en las negras aguas del Ártico. Las formas lustrosas y relucientes del automóvil resultaban incongruentes contra el fondo de camiones militares y tropas vigilantes. Freeborn se apeó del coche y, sabiendo lo que se requería de él, fue directamente a la limusina y se sentó en el asiento trasero, al lado de Paul Ogilvie.

El presidente le habló sin volver la cabeza.

— Exijo una explicación, Tommy.

— La situación ha cambiado desde que… — extrañamente en él, Freeborn desechó las formalidades—. Curt ha sido asesinado por Snook.

— Ya me he enterado. Todavía sigo esperando que me expliques por qué están aquí estos hombres.

Freeborn sentía que las sienes le empezaban a palpitar.

— Pero… Acabo de decírtelo… Han asesinado a mi sobrino.

— Decirme que tu sobrino y otros miembros del regimiento entraron en la mina contraviniendo mis órdenes no explica porqué has reunido estas tropas aquí — dijo Ogilvie con voz fría y seca—. ¿Estás acaso desafiando mi autoridad?

— Jamás haría eso — dijo Freeborn, infundiendo un matiz de sinceridad a la voz mientras sopesaba mentalmente la clase de factores que influyen en la historia de las naciones. Tenía la automática reglamentaria al alcance de la mano derecha, pero antes de poder usarla tendría que abrir la tapa de cuero de la funda. Era muy improbable que Ogilvie hubiera salido sin protección, y sin embargo tenía que haberse movido precipitadamente tras establecer contacto con sus informantes. Aquel momento, allí en la oscuridad del coche, podía ser el punto crucial para todo Barandi… Y la muerte de Curt habría servido para algo.

— Estás muy pensativo — la nota de complacencia en la voz de Ogilvie le dijo a Freeborn cuanto necesitaba saber; el presidente estaba protegido, y el statu quo tendría que preservarse aún durante un tiempo.

— Al margen de las cuestiones personales — dijo el coronel Freeborn—, el regimiento de Leopardos es una de las claves de la seguridad interna. Esos hombres no saben nada de política internacional y diplomacia… Lo que sí saben es que dos de sus camaradas han sido asesinados a sangre fría por un extranjero blanco. No suelen pecar de sentimentalismo, pero si se enteran de que semejantes actos no son inmediatamente castigados…

— No necesitas explicarme los detalles, Tommy. Pero la gente de la ONU llegará mañana.

— ¿Y les impresionará favorablemente saber que los asesinatos no se castigan en Barandi? — presintiendo que había encontrado un argumento atinado, Freeborn insistió—. No estoy proponiendo una matanza de inocentes, Paul. El único hombre que quiero es Snook, y es posible que sea un estorbo para los demás, que probablemente estén satisfechos de librarse de él.

— ¿Qué estás proponiendo?

— Déjame entrar allí con un par de hombres para pedirle simplemente que se entregue. No tendría más que insinuarles que es para bien de los otros. Incluida la muchacha.

— ¿Crees que sería suficiente?

— Creo que sería suficiente — dijo Freeborn—. Verás, Snook pertenece a esa clase de imbéciles.

Cuando terminó con el brandy, Snook se encaramó a la plataforma y observó cómo trabajaban los otros. Desde que se enteraron de la muerte de Murphy habían emprendido las tareas con una sombría determinación, y sólo hablaban lo imprescindible. Ambrose, Culver y Quig estaban casi siempre arrodillados frente al complejo panel de control de la parte trasera de la máquina Moncaster. Hasta Helig y Prudence colaboraban clavando clavos para instalar una barandilla precaria que Ambrose había juzgado necesaria por razones de seguridad. Ya habían levantado otra estructura, parecida a un cubículo para ducharse, hecha de madera y láminas de plástico claro. Dentro de la caja transparente había dos cilindros de hidrógeno.

Esa actividad de grupo en la que él no participaba agudizó la sensación de soledad de Snook, y cuando oyó el gruñido distante de motores de camión casi sintió alivio.

Ninguno de los otros pareció reparar en el sonido, así que optó por no mencionarlo. Los minutos transcurrieron sin indicios de actividades militares, y Snook empezó a preguntarse si su imaginación no actuaría en complicidad con el jadeo del viento nocturno. Lo más lógico, considerando la decisión a que había llegado, sería caminar tranquilamente hacia la boca de la mina. Pero sentía una profunda resistencia a desaparecer sin más en la oscuridad. No pertenecía al grupo, pero le costaba afrontar esa alternativa.

— Listo — Ambrose se frotaba las manos después de ponerse de pie—. Esta minibatería nos dará toda la energía que necesitamos. Creo que ya estamos preparados — miró el reloj—. Falta menos de media hora.

— Es todo un artefacto — dijo Snook, que de golpe cayó en la cuenta de la enormidad del intento.

— Claro que sí. Hasta hace diez años se habría necesitado un acelerador de cinco kilómetros de largo para producir los campos de radiación que podemos proyectar aquí — Ambrose acarició la superficie de la máquina como si fuera su mascota favorita.

— ¿No es peligroso?

— Puede serlo si uno se pone delante, pero eso también sucede con las bicicletas. Son máquinas como ésta las que han acelerado la investigación nuclear en la última década… Y con lo que estamos aprendiendo gracias a Felleth… ¡Cuidado con el cubículo! — le gritó de pronto a Helig—. El laminado de plástico no debe sufrir desgarrones…, tiene que ser hermético.

Snook examinó dubitativo la endeble estructura.

— ¿Es allí donde espera que se materialice Felleth?

— Ese es el lugar.

— ¿Pero tendrá que quedarse allí? ¿Cómo sabe que él respira hidrógeno?

— El hidrógeno no es para respirar, Gil. Es para crear el medio físico que Felleth especificó para su llegada, al menos en parte. Sus conocimientos superan en mucho los míos, pero creo que es para contar con una provisión conveniente de protones que él empleará para…

— ¡Doctor Ambrose! — rugió una voz amplificada en la negrura circundante—. Habla el coronel Freeborn, comandante de las fuerzas de seguridad interna de Barandi. ¿Me oye?

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