Bob Shaw - Una guirnalda de estrellas

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Una guirnalda de estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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En el verano de 1993, millones de gentes observan en el cielo con incredulidad, ayudados por los recientemente inventados lentes Amplite, mientras el planeta de Thornton se acerca peligrosamente a la Tierra. Diseñados para ver en la oscuridad, los lentes Amplite, iluminan un misterioso mundo de materia antineutrínica que coexiste con la Tierra en otra dimensión

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— ¡Snook! Vayamos al grano. ¿Qué es ese rumor acerca de un plan para que nuestros presuntos fantasmas se materialicen en carne y hueso?

— ¿Es lo que han dicho por la radio?

— Usted sabe que sí.

— Bien, eso es jurisdicción del doctor Ambrose, señor. Yo ni siquiera entiendo cómo podría ser semejante cosa.

— Yo tampoco — dijo Ogilvie—, pero parece que algunos de los consejeros científicos de la ONU se han tomado el asunto en serio, y les disgusta tanto como a mí. Enviarán un par de investigadores con quienes cooperaré absolutamente. Entretanto, el doctor Ambrose debe suspender todas las actividades, ¿está claro?

— Muy claro, señor. De inmediato me pondré en contacto con el doctor Ambrose.

— Hágalo — Ogilvie colgó el teléfono y se quedó golpeteándolo con la uña—. Tu amigo Snook es escurridizo como una anguila — comentó con Freeborn—. ¿Cuántas veces me ha llamado 'señor'?

Freeborn se puso de pie haciendo girar el bastón.

— Será mejor que vaya a la mina para asegurarme de que se largan.

— No. Quiero que los Leopardos se retiren y quiero que tú te quedes en Kisumu, Tommy… Snook te pone nervioso con mucha facilidad. No quiero más contratiempos de los que he tenido — Ogilvie escrutó a Freeborn con ojos melancólicos y especulativos—. Además, ambos concordamos en que toda esta historia de los visitantes de otro mundo es un ridículo cuento de hadas.

Capítulo 12

Snook acababa de salir rumbo a la mina cuando un coche desconocido se le acercó, los platos de las ruedas chorreando agua barrosa y amarillenta. La portezuela se abrió y Prudence se asomó reclinada sobre el asiento.

— ¿Dónde está Boyce? — dijo—. No veo su coche.

— Está en la mina instalando un nuevo instrumental. Justamente iba a verle.

— Entre, le llevaré hasta allí. Está demasiado mojado para caminar — después que Snook entrara, Prudence vaciló—. ¿No será peligroso que yo vaya a la mina?

— No hay problemas… Mis amigos se han marchado con los jeeps hace aproximadamente una hora.

— No eran sus amigos, Gil. Nunca debí decirle algo así.

— Yo no debí recordárselo. Es sólo… — Snook contuvo las palabras que le mostrarían vulnerable.

— ¿Sólo qué? — los ojos de Prudence se fijaron en los de él. Ella seguía girada hacia Snook, la falda y la blusa le ceñían el cuerpo en pliegues oblicuos. Dentro del coche, la opaca luz de la tarde se reducía a la insinuación de un crepúsculo. Las ventanillas empañadas por la lluvia ocultaban el resto del mundo, y Prudence ensayaba una de sus sonrisas burlonas y perfectas.

— Es sólo que no puedo evitar — dijo Snook, mientras el corazón le palpitaba lenta y poderosamente— dejar de pensar constantemente en usted.

— ¿…elaborando nuevos insultos?

Snook meneó la cabeza.

— Estoy celoso de ustedes dos, y es algo que nunca me había ocurrido antes. Cuando entré en el Commodore y la vi sentada con Boyce, sufrí el aguijonazo de los celos. Sé que es un disparate, pero me sentí como si él me hubiera quitado algo. Desde entonces… — Snook dejó morir la frase, pues realmente le costaba hilvanar las palabras.

— ¿Qué, Gil?

— ¿Sabe qué estoy haciendo ahora? — le sonrió—. Estoy tratando de hacerle el amor sin tocarla… Y no es fácil.

Prudence le tocó la mano y él vio en su cara el inicio de una ternura única y especial. Los labios de ella se entreabrieron lenta, casi forzadamente, y Snook ya se inclinaba para besarla cuando una portezuela trasera se abrió de repente y George Murphy irrumpió en el coche, la ropa de plástico salpicada y el aliento con olor a menta. El impacto del cuerpo hizo que el coche se balanceara.

— A esto se le llama suerte — dijo entrecortadamente Murphy—. Creí que tendría que caminar de regreso hasta la mina en medio del barro. ¡Qué día del demonio!

— Qué tal, George — una sensación de pérdida oprimía a Snook, la sensación de puertas al futuro cerradas con estrepitosa contundencia.

— ¿Van a la mina, verdad?

— Naturalmente — Prudence arrancó y avanzó colina abajo, y cambiando de humor con una rapidez que provocó a Snook un oscuro dolor, dijo— : Gil quiere probar un nuevo pico de plástico.

— Sin duda será mejor que esos de madera y acero, tan anticuados — cloqueó Murphy—. A menos… A menos…, ¿y qué ocurriría si tratáramos de hacer los mangos de madera y las hojas de acero?

— Demasiado revolucionario — Prudence le sonrió por encima del hombro—. Todos saben que los picos tienen que tener la hoja de madera.

Sin ánimo para bromas, Snook dijo:

— Acabo de recibir una llamada de Ogilvie… Ha ordenado que nos marcháramos de la mina.

— ¿Por qué?

— Supongo que es una petición razonable, desde su punto de vista — presentar las exigencias de la oposición le produjo a Snook un triste placer—. A Boyce le enviaron a la mina a ver fantasmas, no a materializarlos.

Encontraron a Ambrose y Quig a trescientos metros al sur de la boca de la mina, trabajando en un terreno chato y desolado que se utilizaba para amontonar cajas de embalaje, trastos viejos y partes de máquinas rotas. Ambrose había calculado que los avernianos se elevarían a lo sumo dos metros sobre la superficie, y había construido una improvisada plataforma de esa altura para instalar el equipo. Él y Quig estaban empapados, pero trajinaban en el lodo con una extraña alegría que a Snook le recordó a los soldados de la Gran Guerra alzando el pulgar frente a las cámaras de los corresponsales. Ya instalado sobre la plataforma, y cubierto por un lienzo de plástico, había un cubo voluminoso que Snook pensó debía ser la máquina Moncaster. Ambrose salió al encuentro del coche, y sonrió con incertidumbre cuando vio a Prudence.

— ¿Qué haces aquí? — dijo, abriendo la portezuela. Prudence se sacó un pañuelo de la manga y enjugó las gotas de la cara de Ambrose.

— Tengo olfato para la historia, mon ami. No pienso perderme este espectáculo… es decir, siempre que haya espectáculo.

— ¿Qué quieres decir? — preguntó Ambrose, frunciendo el ceño.

Mientras Murphy se apeaba del coche y distribuía impermeables de plástico azul, Snook le explicó a Ambrose la llamada telefónica del presidente Ogilvie. Ambrose aceptó un impermeable, pero no hizo ademán de ponérselo, y la boca se le estiró en una línea dura y delgada mientras Snook le pasaba el informe. Había empezado a menear la cabeza lentamente, como un autómata, con monotonía, mucho antes que Snook terminara de hablar.

— No voy a detenerme — dijo con voz áspera e irreconocible—. Pese al presidente Ogilvie, y pese a quien fuere.

El teniente Curt Freeborn escuchó las palabras con una satisfacción profunda que contribuyó a aplacarle la angustia que le consumía desde hacía muchas horas.

Se quitó los auriculares del sistema de micrófonos, cuidando de no cambiar de posición el parche de gasa del ojo derecho, y los depositó en el maletín al lado del visor que acompañaba el equipo. Los extranjeros estaban a cientos de metros, completamente absortos en sus problemas, pero sin embargo el teniente se arrastró un largo trecho sobre las manos y las rodillas, para evitar el riesgo de que le vieran mientras abandonaba su puesto de observación. En cuanto salió de la jungla de ángulos del vertedero de basura, se puso de pie, se limpió el cieno y la hierba del impermeable, y avanzó apresuradamente hacia el portón de entrada. Ninguno de los guardias del edificio de seguridad se habría atrevido a interceptar sus movimientos, pero él les saludó amistosamente al dejar el perímetro alambrado. Tenía evidencias que justificarían una acción firme contra Snook y los demás y esa perspectiva le había levantado el ánimo. Más importante aún, tenía evidencias de su propia eficacia y valor como oficial del regimiento de Leopardos, evidencias que su tío tendría que aceptar.

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