Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
El Cóndor,
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Sarner volvió a sentarse. Rohan titubeó un momento y habló de los trozos de jabón que había visto en el cuarto de baño.
Luego Gralew se puso de pie. Debajo de la capa de mapas y libros destrozados había abundantes excrementos secos.
Alguien mencionó una lata de conserva con marcas de dientes. Como si hubiesen intentado morder el latón. Lo que más había sobrecogido a Gaarb era la mención de las «moscas» en el libro de bitácora. Y en seguida dijo:
— Supongamos que de esa fosa tectónica de la «ciudad» haya escapado una capa de gas asfixiante, y que el viento lo haya llevado hasta el cohete. Si, a consecuencia de un descuido, la puerta de la cámara de aire hubiera quedado abierta… — Sólo la puerta exterior estaba abierta. Había arena en la cámara de aire. La puerta interior estaba cerrada…
— Quizá la cerraron después, cuando la acción deletérea de los gases…
— ¡Imposible, Gaarb! No se puede abrir la puerta exterior si la interior no está cerrada. Se abren alternativamente, lo que excluye toda posibilidad de descuido o negligencia…
— Pero para mí hay un hecho indudable: que todo esto ocurrió de repente. Una locura colectiva… no voy a negar que haya casos de psicosis durante los vuelos, pero no en un planeta, no pocas horas después del aterrizaje. Una locura colectiva que atacara de golpe a toda la tripulación sólo podría ser resultado de un envenenamiento.
— O de un retorno a la infancia — acotó Sarner.
— ¿Cómo? ¿Qué dice? — inquirió Gaarb, estupefacto —. ¿ Qué es eso? ¿ Una broma?
— Nunca hablo en broma en circunstancias como ésta. Hablo de un retorno a la infancia porque nadie lo dijo hasta ahora. ¡Y sin embargo! Esos garabatos en el libro de a bordo, esos atlas estelares despedazados, esas letras trazadas con tanto esfuerzo… Todos ustedes lo han visto, ¿no es verdad?
— Pero, ¿qué puede significar? — preguntó Nygren —. ¿Acaso una enfermedad nueva?
— No. No una enfermedad. En eso tiene usted razón, doctor.
Una vez más todos guardaron silencio. El astronauta titubeó.
— Una pista falsa, quizá. Los resultados de las auscultaciones necroscópicas siempre son inciertos. Aunque por el momento, no veo en qué podría perjudicarnos. Doctor Sax. .
El neurofisiólogo describió la imagen extraída del cerebro del muerto; no dejó de mencionar las sílabas grabadas en la memoria auditiva.
Las revelaciones de Sax desencadenaron una verdadera tempestad de preguntas. Hasta Rohan fue interrogado por los científicos, puesto que había presenciado la experiencia. A pesar de todo, no llegaron a ninguna conclusión.
— ¿No le parece que las «manchitas» deben de tener alguna relación con las «moscas»? — sugirió Gaarb. Un momento; tal vez las causas de la muerte hayan sido otras. Digamos que la tripulación fue atacada por insectos venenosos. No es posible detectar una picadura en una piel momificada. Y el hombre que encontramos en la cámara de hibernación quizá intentó esconderse, huir de los insectos, y murió de frío.
— Pero ¿por qué, antes de morir, tuvo un ataque de amnesia?
— ¿Perdió la memoria? ¿No hay ninguna duda?
— Eso dicen los exámenes necrópticos.
— Pero ¿qué opina usted de la hipótesis de los insectos?
— Que hable Lauda.
Lauda era el paleobiólogo jefe de la nave. Se puso de pie y esperó a que todos los otros callaran.
— No es por casualidad que no hayamos hablado de esas «moscas». Todos nosotros, incluso aquellos que tienen vagas nociones de biología, sabemos que ningún organismo puede vivir fuera de un biotipo determinado; es decir, fuera de un todo más complejo: el medio y las especies que en él habitan. Lo hemos comprobado en todos los rincones del Cosmos. Una enorme variedad de formas de vida; o ninguna. No hay insectos si no hay plantas en tierra firme, y otros organismos invertebrados semejantes, etcétera. No les daré una conferencia sobre la teoría general de la evolución; bastará que les diga que esa hipótesis es imposible. No hay aquí moscas venenosas, ni artrópodos, ni coleópteros, ni arácnidos.
— ¿Cómo puede estar tan seguro? — preguntó Ballmin.
— Si usted hubiera sido alumno mío, Ballmin — dijo el paleobiólogo- no se encontraría a bordo de esta nave, pues no habría aprobado los exámenes.
— Todos sonrieron involuntariamente.
— No sé qué calificaciones habrá obtenido usted en planetología, pero no sabe mucho de biología de la evolución.
— Parece que esto degenera en una disputa entre especialistas. ¡Qué manera de perder el tiempo! — susurró alguien al oído de Rohan. Rohan se volvió y se encontró con el ancho rostro bronceado de Jarg, que le guiñaba un ojo.
— Pero quizá los insectos no eran originarios de este planeta — insistió Ballmin —. A lo mejor los trajeron de alguna otra parte.
— ¿De dónde?
— De los planetas de la Nova.
Ahora todo el grupo hablaba al mismo tiempo. Pasó un largo rato antes que se restableciera el orden.
— Estimados colegas — dijo Sarner —, sé quién ha sugerido esta idea a Ballmin. El doctor Gralew.
— Está bien, no negaré esa paternidad — admitió el físico.
— Perfecto. Supongamos que ya no podemos permitirnos el lujo de hipótesis relativamente plausibles, y que recurramos a hipótesis descabelladas. Por mi parte, seña res biólogos, no hay ningún inconveniente. Admitamos que una nave haya traído a Regis III insectos que vivían en un planeta de la Nova. ¿Se habrían adaptado esos insectos a las condiciones locales?
— Si estamos proponiendo una hipótesis descabellada, todo es posible — admitió Lauda —. Pero aun las hipótesis disparatadas no pueden dejar cosas sin explicar.
— ¿Qué quiere decir?
— Quiero decir que falta explicar qué ha deteriorado el blindaje exterior. Según los ingenieros, la nave no podrá despegar si no se la repara a fondo. ¿Creen ustedes, por ventura, que esos misteriosos insectos llegaron a adaptarse a una dieta de molibdeno? Es una de las sustancias más duras de todo el universo. Petersen, ¿qué puede atacar a ese material?
— Si está bien templado nada, que yo sepa — respondió el adjunto del jefe de ingenieros —. Se lo puede perforar ligeramente con un diamante, pero serían necesarias varias toneladas de diamantes y miles de horas de trabajo. La alternativa sería algún ácido. Pero ácidos inorgánicos que actúan a una temperatura mínima de dos mil grados y sólo en presencia de ciertos catalizadores.
— ¿Qué puede haber deteriorado entonces el blindaje de El Cóndor?
— No tengo ni la más remota idea. Quizá si lo hubieran sumergido un tiempo en un baño de ácido, y a la temperatura necesaria… Pero no sé cómo pudo haber sido posible, sin arcos de plasma y sin catalizadores.
— Bueno, ya ve a qué han quedado reducidas esas «moscas», colega Ballmin — dijo Lauda volviendo a sentarse.
— Creo que no tiene sentido continuar la discusión — intervino el astronauta que había estado callado un largo rato —. Tal vez sea prematura. Todo cuanto podemos hacer por el momento es continuar nuestros exámenes, análisis y búsquedas. Nos dividiremos en tres grupos. Uno se ocupará de las ruinas, otro de El Cóndor y el tercero explorará el desierto occidental. Más no podemos hacer, pues aunque reparemos algunas máquinas de El Cóndor, no podrá movilizar más de catorce ergorobots. Por lo demás, el tercer procedimiento de rutina sigue vigente.
El primero
Una oscuridad fosforescente y sedosa le envolvía el cuerpo. Se ahogaba. Trataba desesperadamente de liberarse de aquellas cuerdas inmateriales; se cerraban sobre él como los hilos invisibles de una telaraña. Buscó un arma; en vano: estaba desnudo. Quiso gritar pidiendo auxilio, y el grito se le ahogó en la garganta.
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