Stanislav Lem - El Invencible

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El Invencible,
El Cóndor.
El Cóndor,

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— Sí, pero cuidado; en condiciones muy particulares. No es tanto la intensidad del campo lo que cuenta sino el gradiente, la brusquedad del cambio. Hoy detectamos los gradientes desde lejos. En aquellos tiempos, no era posible…

— Es verdad — asintió el médico —. Es verdad. Ammarhatten experimentó con monos y gatos. Los sometió a campos magnéticos intensos, hasta hacerles perder la memoria.

— Sí. Esto tiene cierta relación con los impulsos eléctricos del cerebro.

— Pero en el caso presente — reflexionó Sax en alta voz —, además del informe de Gaarb, tenemos las declaraciones de los otros hombres. Un potente campo magnético… por lo menos centenares de miles de gauss ¿no?

— Centenares de miles de gauss no habrían bastado. Se habrían necesitado millones — declaró el astronauta, con voz áspera. En ese mismo momento pareció advertir por primera vez la presencia de Rohan: — ¡Entre y cierre la puerta!

— ¿Millones? ¿Y los aparatos de a bordo no descubrieron semejante campo?

— Todo depende de las circunstancias — respondió Horpach —. Si estuviese concentrado en una superficie reducida; si tuviera, por ejemplo, la circunferencia de ese globo, y se encontrase, además, aislado del exterior…

— En una palabra, ¿si Kertelen hubiese metido la cabeza entre los polos de un electroimán gigantesco?

— Ni siquiera eso sería suficiente. El campo tendría que oscilar a una frecuencia determinada.

— Pero allí no había ningún imán, ningún aparato excepto esos escombros ruinosos; sólo gargantas bañadas por las aguas, guijarros y arena.

— Y cavernas — agregó, pensativo, el comandante.

— Y cavernas, sí. ¿Supone, astronauta, que alguien o algo lo atrajo a una de esas cavernas, y que allí había un imán? Bueno, francamente..

— ¿Qué explicación le da usted, entonces? — preguntó Horpach, como si la discusión empezara a fatigarlo. El médico guardó silencio.

A las tres y cuarenta de la madrugada las señales de alarma repiquetearon en todos los niveles de El Invencible. Los hombres saltaron de las camas, echando maldiciones, se vistieron en un abrir y cerrar de ojos, y corrieron a sus puestos. Rohan llegó a la cabina de comando cinco minutos después de la primera llamada. El astronauta no había llegado todavía. Se volvió a la pantalla mayor. Hacia el oeste, una lluvia de diminutos relámpagos blancos iluminaba la oscuridad. Parecía como si un enjambre de meteoritos estuviese atacando a la nave. Echó una ojeada a los instrumentos que medían el campo. Él, personalmente, había programado las computadoras y sabía que no podían reaccionar ni a la lluvia ni a una tormenta de arena.

Algo volaba desde el desierto invisible y estallaba en un diluvio de perlas de fuego; las descargas eléctricas se producían en la superficie del campo, y los extraños proyectiles volaban en estelas parabólicas de un resplandor cada vez más débil al resbalar por la superficie convexa. Las crestas de las dunas eran visibles un momento, y luego se desvanecían otra vez en la oscuridad. Las agujas de los cuadrantes oscilaban perezosamente; los emisores Dirac aniquilaban sin mucho esfuerzo este misterioso bombardeo.

Rohan oyó que el comandante se acercaba, y echó una ojeada a los detectores espectroscópicos.

— Níquel, hierro, manganeso, berilo, titanio — leyó junto a él el astronauta en la pantalla iluminada —. Me gustaría verlo con mis propios ojos.

— Una lluvia de partículas metálicas — dijo Rohan con voz lenta —. De acuerdo con las descargas, tienen que ser muy reducidas.

— Me gustaría verlas de cerca — dijo el astronauta —. ¿Qué le parece? ¿Nos arriesgamos?

— ¿A qué? ¿A desconectar el campo?

— Sí. Por una fracción de segundo. Unas pocas partículas caerán en la zona protegida, y rechazaremos el resto conectando en seguida.

Rohan tardó en contestar.

— Después de todo ¿por qué no? — dijo al cabo de un rato, titubeando.

Pero antes que el astronauta tuviera tiempo de acercarse al tablero, el hormiguero de llamas se extinguió tan repentinamente como había aparecido, y otra vez reinó esa oscuridad total que sólo conocen los planetas sin luna y que giran lejos de las constelaciones galácticas.

— Esta vez no hemos tenido suerte — gruñó Horpach. Se quedó un momento con la mano apoyada en el interruptor central. Luego, saludando a Rohan con un leve movimiento de cabeza, salió de la cabina. Las sirenas que suspendían el estado de alerta resonaron en toda la nave. Rohan suspiró, contempló una vez más las pantallas ahora completamente negras y volvió a la cabina. a tratar de dormir.

La nube

Ya empezaban a acostumbrarse al planeta, al rostro inmutable de ese desierto, a las ligeras sombras de las nubes que parecían siempre a punto de disiparse, esas nubes de una rara transparencia que permitía divisar, en pleno día, las estrellas brillantes; al crujir de la arena bajo las ruedas y los pasos, al sol rojo y opaco cuyos rayos eran incomparablemente más suaves que los del sol terrestre, y que se sentían, más que como calor, como una extraña y silenciosa presencia.

Todas las mañanas los equipos de trabajo se encaminaban a sus diferentes destinos; los ergo-robots desaparecían entre las dunas, meciéndose como barcazas gigantescas. Y cuando la polvareda levantada por las caravanas volvía a asentarse, los que quedaban a bordo de El Invencible pensaban en lo que el nuevo día iría a depararles. Comentaban lo que el técnico de radares le había dicho al ingeniero de comunicaciones, o trataban de recordar el nombre del piloto que había perdido una pierna en el satélite de navegación Terra 5. Pasaban así las horas, hablando de cosas intrascendentes, inclinados sobre latas vacías, a la sombra del casco que como la aguja de un gigantesco cuadrante solar giraba y se extendía hasta tocar el círculo de los ergo-robots. Luego, a la hora del regreso de los expedicionarios, se levantaban, buscando a lo lejos, con la mirada, a los que no podían tardar en llegar.

En cuanto a los exploradores, apagado el entusiasmo de la búsqueda entre los escombros metálicos de la «ciudad», regresaban a la nave fatigados y hambrientos. Hasta el grupo de El Cóndor, al cabo de una semana, no traía ya informaciones más importantes que las de haber identificado uno u otro de los cadáveres. Y los hallazgos que en un principio fueran símbolos de horror — los despojos de antiguos camaradas —, eran ahora cuidadosamente embalados en recipientes herméticos y guardados en las bodegas de El Invencible. Y mientras, esos hombres que continuaban tamizando la arena alrededor de El Cóndor, que seguían hurgando en las entrañas de la nave, no sentían ningún alivio, sino un cansancio y aburrimiento profundos, como si ya no recordaran la suerte corrida por los tripulantes. Empezaron a coleccionar objetos fútiles, recuerdos anónimos, todo cuanto quedaba de los antiguos propietarios desaparecidos. Así, en lugar de documentos capaces de dilucidar el misterio, traían consigo una vieja armónica, un rompecabezas chino; y esos objetos, como despojados de un inexplicable origen mítico, pasaron a ser en cierto modo propiedad común de todos los tripulantes de El Invencible.

Rohan, que nunca había pensado que aquello fuese posible, al cabo de una semana se comportaba igual que los demás. Sólo de tanto en tanto, cuando se encontraba a solas consigo mismo, se preguntaba por qué razón estaba allí. Y entonces tenía la impresión de que toda aquella actividad, todo ese deliberado y concienzudo ajetreo, esos complicados métodos de trabajo, de radiografía, de recolección de muestras, de perforación de las capas rocosas — todo tan penoso a causa de la necesidad de respetar la tercera rutina, cerrando y abriendo constantemente los campos de fuerza, los caños de los lasers apuntando en un ángulo de tiro cuidadosamente calculado, el control óptimo permanente, el recuento incesante de los hombres, las transmisiones simultáneas en varios canales —, que todo aquello no tenía otro propósito que el de ocultar la verdad, y que en el fondo todos esperaban un nuevo accidente, una nueva catástrofe.

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