Stanislav Lem - El Invencible
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- Название:El Invencible
- Автор:
- Издательство:Minotauro
- Жанр:
- Год:1986
- ISBN:ISBN: 978-84-450-7062-8
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
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El Cóndor.
El Cóndor,
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— ¿Están todos al tanto de la situación a bordo de El Cóndor?
Un murmullo de voces afirmativas.
— Hasta el momento — anunció Horpach- los equipos que trabajan en el perímetro de El Cóndor han recuperado veintinueve cadáveres. En la nave misma, han hallado treinta y cuatro, uno de ellos perfectamente conservado, en la cámara de hibernación. El doctor Nygren, que acaba de regresar de la nave, nos dirá lo que ha visto.
— No tengo mucho que decir — déclaró Nygren,
Con paso lento se acercó al astronauta, que le llevaba más de una cabeza,
— Hemos encontrado nueve cuerpos momificados. Además del que acaba de mencionar el comandante, y que estamos disecando. Los restantes son en realidad esqueletos o partes de esqueletos extraídos de la arena. La momificación ocurrió en el interior de El Cóndor donde prevalecían condiciones favorables: muy escasa humedad atmosférica, una ausencia prácticamente total de bacterias patógenas y una temperatura no demasiado elevada. En los cuerpos que se encontraron a la intemperie la descomposición se aceleró en los períodos de lluvias, pues la arena contiene óxidos y sulfuros de hierro que reaccionan en presencia de los ácidos débiles. . Por lo demás, creo que estos detalles no son importantes. Si se desea una explicación más a fondo de estas reacciones, nuestros colegas del laboratorio químico podrían investigarlas. De todas maneras, la momificación era imposible fuera de la nave, pues el agua de las lluvias y las sustancias disueltas del suelo y la arena han estado actuando todos estos años. Este último fenómeno explica el porqué de las superficies pulidas de los huesos.
— Perdone, doctor — dijo el astronauta —. Lo más importante para nosotros es conocer la causa de esas muertes, no lo que vino después.
— Ningún síntoma de muerte violenta, al menos en los cadáveres mejor. conservados — explicó inmediatamente el médico. No miraba a nadie y daba la impresión de estar observando un objeto invisible que sostenía en la mano levantada —. En apariencia todos murieron de muerte natural.
— ¿Qué quiere decir?
— No hubo causas exteriores. Encontramos fracturas en algunos huesos largos, pero pueden haberse producido más tarde. Para saberlo con certeza, habría que llevar a cabo otros experimentas. Los que estaban vestidos tenían la piel y los huesos intactos. Ninguna herida, si descontamos los pequeños rasguños que con seguridad no pueden haberles provocado la muerte.
— Pero entonces, ¿cómo murieron?
— Lo ignoro. Podríamos aventurar la hipótesis de que murieron de hambre o de sed. .
— Hay mucha agua y víveres en El Cóndor — observó Gaarb.
Hubo un instante de silencio.
— Momificación significa en primer término la total deshidratación del cuerpo — explicó Nygren, sin volverse hacia los otros —. Los tejidos adiposos se modifican, pero no desaparecen. Pero en estos hombres no había vestigios de grasas. Como si hubiesen muerto de hambre.
— Pero ese no es el caso del hombre que encontramos en la cámara de hibernación — dijo Rohan que estaba de pie detrás de la última fila de butacas.
— Es verdad. Pero es probable que haya muerto de frío. Cómo y por qué entró en la cámara de hibernación, es todavía un misterio. A lo mejor se quedó dormido en la cámara mientras la temperatura seguía bajando.
— ¿Hay alguna posibilidad de un envenenamiento colectivo? — preguntó Horpach.
— No.
— Pero doctor, cómo puede ser tan categórico…
— Me parece obvio — respondió el médico —. Un envenenamiento, en condiciones planetarias, sólo es concebible por vía pulmonar, mediante gases venenosos, o por el tubo digestivo e incluso por la piel. Sin embargo, entre los cadáveres mejor conservados había uno con máscara de oxígeno. La reserva del tanque le habría alcanzado para varias horas más… Es cierto, se dijo Rohan. Recordó al hombre, la piel tensa sobre el cráneo; manchas parduscas en los huesos de los pómulos y las órbitas llenas de arena.
— Esta gente no puede haber comido nada venenoso, por la sencilla razón de que aquí no hay nada que comer. En tierra firme, quiero decir. Y no intentaron pescar en el océano. A lo sumo, enviaron una patrulla al fondo de las ruinas. Nada más. Pero allí veo a Mac Minn. ¿Ha terminado usted, colega?
— Sí, he terminado — dijo el bioquímico desde la puerta.
Todas las cabezas se volvieron hacia él. Se abrió paso entre los asistentes y se detuvo junto a Nygren. Todavía llevaba puesta la larga túnica de laboratorio.
— ¿Hizo los análisis?
— El doctor Mac Minn acaba de estudiar el cadáver de la cámara de hibernación — explicó Nygren —. Si quisiera decirnos qué ha encontrado…
— Nada — dijo Mac Minn.
Tenía el cabello tan claro que casi parecía blanco. Los ojos eran pálidos también, con párpados manchados de pecas. Ahora, sin embargo, la larga cabeza equina no hacía sonreír a nadie.
— Ningún veneno, orgánico o no. Todos los valores enzimáticos, normales. Ningún elemento extraño en la sangre. En el estómago, restos de bizcochos y de alimentos concentrados digeridos a medias.
— ¿De qué murió, entonces? — preguntó Horpach con la calma de siempre.
— Murió, sencillamente — respondió Mac Minn que sólo en ese momento reparó en que aún llevaba puesta la túnica de laboratorio.
Desató los cordones, se la quitó y la tiró sobre un sillón vacío, al lado. La tela sedosa resbaló y cayó al suelo.
— ¿Cuál es, entonces, la opinión de usted? — insistió el astronauta.
— No tengo ninguna opinión. Sólo puedo decir que estos hombres no murieron envenenados.
— ¿ Una sustancia radiactiva de descomposición rápida? ¿Una radiación dura?
— Una radiación dura, en dosis mortal, deja rastros: hemorragias, petequias, modificaciones en la sangre. No las hay. Por lo demás, ninguna sustancia radiactiva consumida en dosis mortales hace ocho años puede haber desaparecido del todo. El nivel de radiactividad es aquí inferior al de la Tierra. Esos hombres no han estado sometidos a ninguna forma de radiactividad. Puedo asegurarlo.
— ¡Pero algo tiene que haberlos matado! — exclamó el planetólogo Ballmin alzando la voz.
Mac Minn guardaba silencio. Nygren le dijo algo en voz baja. El bioquímico inclinó la cabeza y salió del salón, pasando entre las filas de asientos. Nygren descendió del estrado y se sentó en el lugar de Mac Minn.
— Las perspectivas no son muy alentadoras — dijo el astronauta —. En todo caso, no podemos esperar ninguna ayuda de los biólogos. ¿Alguno de los presentes tiene algo que decir?
Sarner, el físico atómico, se puso de pie.
— La clave del misterio de El Cóndor tenemos que buscarla en la nave misma.
Los penetrantes ojos de pájaro miraron uno tras otro a todos los presentes. En contraste con el pelo renegrido, los ojos parecían casi blancos.
— Lo que quiero decir es que la explicación se encuentra allí, pero que nosotros no estamos aún en condiciones de descifrarla. El caos que reina en las cabinas, las provisiones intactas, el estado y la disposición de los cadáveres, los deterioros causados a la instalación; todo eso algo significa.
— Si eso es lo que tiene que decir. . — intervino Gaarb, decepcionado.
— Un momento, un momento. Nos encontramos en la más completa oscuridad y lo primero que necesitamos es buscar un camino. Por el momento, sabemos muy poco. Tengo la impresión de que no nos atrevemos a recordar algunas de las cosas que vimos en El Cóndor. Por esa razón volvemos una y otra vez con tanta obstinación a la hipótesis de un envenenamiento misterioso, que habría provocado una locura colectiva. Por nuestro propio interés, y también por ellos, los tripulantes muertos de El Cóndor, hemos de enfrentar los hechos con lucidez y sin engaños. Sugiero, o mejor dicho propongo que hablemos todos francamente, ahora mismo. ¿Qué les chocó más cuando estuvieron en El Cóndor? Lo que quizá no han dicho todavía a nadie. Lo que pensaron que era preferible olvidar.
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