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Philip Farmer: Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

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Philip Farmer Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos): краткое содержание, описание и аннотация

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«A Vuestros Cuerpos Dispersos», «El Fabuloso Barco Fluvial», «El Oscuro Designio» y «El Laberinto Mágico» constituyen los cuatro volúmenes de una de las series mas famosas de la literatura mundial de ciencia ficción: El Mundo del Río. El mundo imaginado por Philip José Farmer es un mundo cruzado por un único y caudaloso río que lo atraviesa de parte a parte y cuya fuente es desconocida, y al que van a parar todos los seres muertos sobre la Tierra y, resucitados por una desconocida y extraña entidad con propósitos ignorados, en ese extraño planeta. La vida puede ser muy apacible allí: la subsistencia está asegurada y la resurrección, tras cualquier tipo de muerte, también esta asegurada. Pero el hombre es un ser social, y las relaciones de esa sociedad artificial no son sencillas precisamente. La vida, aun en un mundo así, puede ser terriblemente difícil… Philip José Farmer escandalizó a la puritana sociedad norteamericana en 1952 con su novela «Los Amantes», donde relataba, mas allá de todo convencionalismo, los amores de un terrestre con una mujer alienígena, por encima de todos los tabúes sociales y religiosos. Más adelante seguiría escandalizando al público con novelas como «Extrañas Relaciones», «Dare», con casi pornográficas como «Carne» y «La Imagen De La Bestia», y con novelas satíricas escritas al estilo Burroughs en las que enfrentaba a su gran personaje Tarzán con otros personajes literarios de la más diversa índole. Nada de su obra sin embargo ha alcanzado la resonancia universal de su serie del Mundo del Río…

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Frigate, que también sabía un poco de galés y gaélico, habló con ella. Los ojos de la niña se agrandaron, y luego frunció el ceño. Las palabras parecían tener una cierta familiaridad o similaridad con las de su idioma, pero no eran lo bastante cercanas como para ser inteligibles.

— Por lo que sabemos — dijo Frigate —, podría ser una antigua gala. No deja de usar la palabra Gwenafra. ¿Será ése su nombre?

— Le enseñaremos inglés — dijo Burton —, y la llamaremos Gwenafra.

Tomó a la niña en sus brazos, y comenzó a caminar con ella. Estalló en llanto, pero no hizo ningún esfuerzo por liberarse. El llanto debía ser una liberación de lo que tenía que haber sido una tensión casi insoportable, y también la expresión de la alegría de encontrar un protector. Burton inclinó su cuello para colocar su rostro contra el cuerpo de ella. No quería que los otros vieran las lágrimas de sus ojos.

Donde la llanura se encontraba con las colinas, como si hubiera sido trazada una línea, cesaba la hierba corta y comenzaba la áspera, gruesa hierba parecida a esparto, que les llegaba hasta la cintura. Allí también crecían muy juntos los pinos, los abetos, las encinas, los gigantes nudosos con hojas rojas y verdes, y el bambú. El bambú tenía muchas variedades, que iban desde los tallos delgados de pocos centímetros de alto hasta plantas de más de quince metros de altura. Muchos de los árboles estaban cubiertos por enredaderas que tenían grandes flores verdes, rojas, amarillas y azules.

— El bambú es un buen material para hacer astas de lanza — dijo Burton —, cañerías con que llevar agua, recipientes, para construir casas, muebles, botes, e incluso carbón vegetal con que hacer pólvora. Y los tallos jóvenes de algunos bambúes pueden ser buenos para comer. Pero necesitamos piedras con que cortar y dar forma a la madera.

Subieron sobre las colinas, cuya altura se incrementaba a medida que se acercaban a la montaña. Después de haber caminado unos tres kilómetros a vuelo de pájaro y doce a pasos de tortuga, se vieron detenidos por una montaña. Se alzaba con una ladera casi vertical de alguna roca ígnea negro azulada sobre la que crecían enormes manchas de liquen azul verdoso. No había forma alguna de determinar su altitud pero Burton creyó no equivocarse al estimar que medía al menos seis mil metros. Presentaba un frente sólido tan lejos como podían ver valle arriba y valle abajo.

— ¿Se han dado cuenta de la total ausencia de vida animal? — preguntó Frigate —. No hay ni un insecto.

Burton lanzó una exclamación. Caminó hasta un montón de rocas rotas, y tomó un trozo de piedra verdosa del tamaño de un puño.

— Calcedonia — dijo —. Si hay bastante, podremos hacer cuchillos, puntas de flecha, azadones, hachas. Y con ellos construir casas, botes y muchas otras cosas.

— Las armas y las herramientas tienen que atarse a empuñaduras de madera — observó Frigate —. ¿Qué usamos como material de atado?

— Quizá piel humana — contestó Burton.

Los otros parecieron alucinados. Burton lanzó una extraña risa gorjeante, incongruente en un hombre de aspecto tan masculino.

— Si nos vemos obligados a matar en autodefensa, o somos lo bastante afortunados como para tropezarnos con algún cadáver que algún asesino haya sido tan amable de dejar para nosotros — dijo —, seríamos estúpidos si no usáramos lo que necesitásemos. No obstante, si alguno de ustedes se siente lo bastante autosacrificado como para ofrecer su propia epidermis para el bien del grupo, que dé un paso al frente. Pensaremos en él en nuestros testamentos.

— Seguramente debe estar bromeando — dijo Alice Hargreaves —. No puedo decir que me agrade demasiado esta forma de hablar.

— Quédese con él, y oirá cosas mucho peores — dijo Frigate, pero no explicó lo que quería decir.

CAPÍTULO VI

Burton examinó la roca a lo largo de la base de la montaña. La piedra negro azulada y muy granulada de la montaña propiamente dicha era algún tipo de basalto, pero había trozos de calcedonia desparramados por la superficie del suelo o que se proyectaban de la base de la montaña. Parecía como si hubieran caído de alguna proyección de arriba, así que era posible que la montaña no fuera una sólida masa de basalto. Utilizando un trozo de calcedonia que tenía un borde afilado, raspó un poco el liquen. La piedra que había debajo parecía ser una dolomita verdosa. Aparentemente, los trozos de calcedonia habían venido de la dolomita, aunque no había evidencia alguna de descomposición o fractura en la veta.

El liquen podía ser Parmelia saxitilis, que también crecía en los huesos viejos, incluyendo los cráneos, y que, por consiguiente, según la Doctrina de las Firmas, era una cura para la epilepsia y podía usarse para obtener pomada curativa para las heridas.

Escuchando golpear piedras, regresó al grupo. Todos estaban rodeando al subhumano y al estadounidense, que estaban en cuclillas, espalda contra espalda, trabajando la calcedonia. Ambos habían logrado unas burdas hachas de

mano. Mientras los otros miraban, produjeron seis más. Luego, cada uno tomó un gran nódulo de calcedonia y lo partió en dos con una piedra usada como martillo. Utilizando una mitad del nódulo, comenzaron a obtener largas y delgadas esquirlas de la capa exterior de la otra. Hicieron girar el nódulo y lo golpearon hasta que cada uno tuvo alrededor de una docena de hojas.

Continuaron trabajando, uno un tipo de hombre que había vivido un centenar de millares de años o más antes de Jesucristo, el otro el refinado final de la evolución humana, un producto de la más alta civilización, tecnológicamente hablando, de la Tierra, y, aún más, uno de los últimos hombres de ella, si es que se podía creer en sus palabras.

De pronto, Frigate aulló, se irguió de un brinco, y dio saltitos acariciándose el pulgar izquierdo. Uno de sus golpes había fallado su objetivo. Kazz sonrió, mostrando enormes dientes parecidos a lápidas. También se puso en pie, y caminó sobre la hierba con su curioso andar. Regresó unos minutos más tarde con seis bambúes con extremos aguzados y varios otros con extremos romos. Se sentó y trabajó uno de los bambúes hasta que hubo hendido el extremo e insertado una punta triangular de piedra en la hendidura. Luego, la ató con algunas hierbas largas.

Al cabo de media hora, el grupo estaba armado con hachas de mano, hachas con mango de bambú, dagas y lanzas con puntas de madera y puntas de piedra.

Para entonces, la mano de Frígate ya no le dolía tanto, y la sangre había dejado de fluir. Burton le preguntó cómo era que parecía tan versado en los trabajos en piedra.

— Era un antropólogo aficionado — le contestó —. Mucha gente, es decir, mucha hablando relativamente, aprendió cómo hacer herramientas y armas de piedra por afición. Algunos de nosotros llegamos a ser lo bastante buenos en ello, aunque no creo que ningún hombre moderno llegase a ser tan hábil y rápido como un especialista neolítico. ¿Sabe? esa gente se pasaba la vida haciéndolo… Y también resulta que sé mucho sobre trabajos en bambú, así que puedo ser de algún valor para ustedes.

Comenzaron a caminar de regreso al río. Se detuvieron un momento en la cima de una alta colina. El sol estaba casi directamente encima. Podían ver a muchos kilómetros a lo largo del río, y también al otro lado del mismo. Aunque estaban demasiado lejos para divisar con claridad cualquiera de las figuras del otro lado del río, de una anchura de un kilómetro y medio, podían ver las estructuras en forma de seta que había allí. En el otro lado, el terreno era igual que el de donde se hallaban: una llanura de un par de kilómetros, luego quizá cuatro o cinco kilómetros de colinas cubiertas de árboles. Más allá, la ladera vertical de una inescalable montaña negra y verdeazulada.

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