Había muchas preguntas que no podían ser contestadas en seguida, o quizá nunca. La más grande era cómo podían haber sido devueltos a la vida en cuerpos rejuvenecidos. Quien lo hubiera hecho poseía una ciencia casi infinita. Pero la especulación acerca de aquello, aunque les daría algo sobre lo que hablar, no iba a resolver nada.
Al cabo de un tiempo, la multitud se dispersó. El cilindro quedó caído de costado encima de la piedra. Varios cuerpos yacían también allí, y un cierto número de hombres y mujeres que habían bajado de la roca estaban heridos. Burton atravesó la multitud. El rostro de una mujer había sido arañado, especialmente alrededor de su ojo derecho. Estaba sollozando, pero nadie le hacía caso.
Otro hombre estaba sentado en el suelo, cubriéndose el bajo vientre, que había sido ensangrentado por afiladas uñas.
De los cuatro que yacían sobre la piedra, tres estaban inconscientes. Se recuperaron cuando les echó agua sobre el rostro con el cilindro. El cuarto, un hombre bajo y delgado, estaba muerto. Alguien le había retorcido el cuello hasta rompérselo.
Burton miró de nuevo al sol y dijo:
— No sé exactamente cuándo será la hora de cenar. Sugiero que regresemos no demasiado después de que el sol se oculte tras la montaña. Colocaremos nuestras cornucopias, o cuernos de la abundancia, o cilindros de la comida, o como quieran llamarlos, en esas depresiones, y entonces esperaremos. Mientras tanto…
Podía haber tirado también aquel cadáver al río, pero ahora había pensado en un uso, o quizá varios, para el mismo. Les dijo a los otros lo que quería, y bajaron el cuerpo de la piedra y comenzaron a llevarlo a través de la llanura. Frigate y Galeazzi, un antiguo importador de Trieste, tomaron el primer turno. Evidentemente, Frigate no había deseado mucho hacer aquel trabajo, pero cuando Burton le preguntó si quería hacerlo asintió con la cabeza. Tomó los pies del hombre y abrió camino con Galeazzi, sosteniendo al muerto por las axilas. Alice caminaba detrás de Burton, llevando a la niña de la mano. Algunos de la multitud miraron con curiosidad o hicieron preguntas y comentarios, pero Burton los ignoró. Tras un kilómetro, Kazz y Monat tomaron el cadáver. La niña no parecía estar preocupada por el muerto. Se había mostrado curiosa por el primer cadáver, en lugar de sentirse horrorizada por su aspecto abrasado.
— Si realmente es una habitante de la antigua Galia — dijo Frigate —, debe de estar acostumbrada a ver cuerpos abrasados. Si recuerdo con exactitud, los galos quemaban vivas a sus víctimas rituales en enormes cestas de mimbre en las ceremonias religiosas. No recuerdo a qué dios o diosa estaban dedicadas las ceremonias. Desearía tener una biblioteca de referencia. ¿Cree que tendremos alguna vez una aquí? Me parece que enloqueceré si no dispongo de libros para leer.
— Esto está por ver — dijo Burton —. Si no se nos suministra una biblioteca, podemos hacérnosla nosotros mismos, si es posible.
Pensó que la pregunta de Frigate era bastante tonta, pero después de todo no todo el mundo estaba en su estado normal en aquel momento.
— ¡Si todos aquellos que vivieron alguna vez han sido resucitados aquí, piense en las investigaciones que se pueden hacer! ¡Piense en los misterios históricos que podrían solucionarse! Uno podría hablar con John Wilkes Booth y averiguar si Staton, el Secretario de la Guerra, estaba realmente tras el asesinato de Lincoln. Y uno podría lograr averiguar la identidad de Jack el Destripador, averiguar si la doncella de Orleáns pertenecía realmente a un grupo de brujas. Hablar con el mariscal Ney del Imperio Napoleónico; ver si escapó al pelotón de fusilamiento y se convirtió en un maestro de escuela en América; lograr la verdadera historia de Pearl Harbor. Ver el rostro del hombre de la máscara de hierro, si es que existió alguna vez tal persona. Entrevistar a Lucrecia Borgia y a quienes la conocieron, y determinar si fue la envenenadora que cree la gente. Averiguar la identidad del asesino de los dos principitos en la Torre de Londres. Quizá Ricardo III los mató.
«Y usted, Richard Francis Burton, hay muchas preguntas acerca de su propia vida que sus biógrafos querrían que les fueran contestadas. ¿Tuvo realmente un amor persa con el que se iba a casar y por el que estaba dispuesto a renunciar a su verdadera identidad y convertirse en un nativo? ¿Murió ella antes de que pudiera casarse, y realmente su muerte lo amargó a usted, y siguió sintiendo amor por ella durante el resto de su vida?
Burton lo miró severamente. Acababa de conocer a aquel hombre, y ahí estaba, haciendo preguntas entrometidas y muy personales. No había excusa para ello.
Frigate se echó hacia atrás, diciendo:
— Y… y… bueno, todo esto tendrá que esperar. Ya lo veo. Pero, ¿sabía usted que su esposa hizo que le administrasen la extremaunción poco después de que falleciese, y que lo enterraron en un cementerio católico… a usted, el infiel?
Lev Ruach, cuyos ojos habían estado agrandándose mientras Frigate hablaba, intervino:
— ¿Es usted Burton, el explorador y lingüista? ¿El descubridor del lago Tanganika? ¿El que hizo un peregrinaje a la Meca disfrazado de musulmán? ¿El traductor de las Mil y una Noches?
— No tengo necesidad ni deseos de mentir. Ese soy.
Lev Ruach escupió a Burton, pero el viento se llevó el salivazo.
— ¡Hijo de puta! — gritó —. ¡Asqueroso bastardo nazi! He leído acerca de usted. ¡Supongo que en muchos aspectos fue usted una admirable persona, pero era un antisemita!
Burton se quedó muy asombrado.
— Mis enemigos extendieron ese rumor malévolo y sin fundamento — dijo —. Pero cualquiera que conozca los hechos y me conozca a mí sabrá la verdad. Y ahora, creo que usted…
— Entonces, ¿no escribió El judío, el gitano y el Islam? — dijo Ruach resoplando.
— Lo hice — replicó Burton. Su rostro estaba rojo, y cuando bajó la vista, vio que también su cuerpo había enrojecido —. Y ahora, como empecé a decir antes de que me interrumpiera de una forma tan poco educada, creo que lo mejor será que se vaya. En circunstancias normales, ya le estaría apretando el cuello. Un hombre que me habla así tiene que defender sus palabras con hechos. Pero esta es una extraña situación, y quizá esté usted desquiciado. No sé. Pero, si no se excusa ahora mismo, o se marcha, vamos a tener otro cadáver.
Ruach apretó los puños y miró con odio a Burton. Luego, dio la vuelta y se marchó.
— ¿Qué es un nazi? — le preguntó Burton a Frigate.
El estadounidense se lo explicó lo mejor que pudo, y Burton le contestó:
— Tengo mucho que aprender acerca de lo que sucedió después de mi muerte. Este hombre está equivocado acerca de mí. No soy ningún nazi. ¿Dice usted que Inglaterra se convirtió en una potencia de segunda categoría? ¿Y sólo cincuenta años después de mi muerte? Me resulta difícil creerlo.
— ¿Por qué iba a mentirle? — le dijo Frigate —. No se disguste por ello. Antes del final del Siglo XX se había alzado de nuevo, y en una forma muy curiosa, aunque ya era demasiado tarde…
Escuchando al yanki, Burton sintió orgullo por su país. Aunque Inglaterra lo había tratado de una forma bastante ingrata durante su vida, aunque siempre había deseado irse de la Isla cuando estaba en ella, la defendería hasta la muerte. Y había sido muy devoto de la Reina.
Bruscamente, dijo:
— Si se imaginó cuál era mi identidad, ¿por qué no me dijo nada de ello?
— Quería estar seguro. Además, no tuvimos mucho tiempo para charlas sociales — le respondió Frigate —. O de ningún otro tipo — añadió, mirando de reojo a la magnífica figura de Alice Hargreaves.
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