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Philip Farmer: Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

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Philip Farmer Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos): краткое содержание, описание и аннотация

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«A Vuestros Cuerpos Dispersos», «El Fabuloso Barco Fluvial», «El Oscuro Designio» y «El Laberinto Mágico» constituyen los cuatro volúmenes de una de las series mas famosas de la literatura mundial de ciencia ficción: El Mundo del Río. El mundo imaginado por Philip José Farmer es un mundo cruzado por un único y caudaloso río que lo atraviesa de parte a parte y cuya fuente es desconocida, y al que van a parar todos los seres muertos sobre la Tierra y, resucitados por una desconocida y extraña entidad con propósitos ignorados, en ese extraño planeta. La vida puede ser muy apacible allí: la subsistencia está asegurada y la resurrección, tras cualquier tipo de muerte, también esta asegurada. Pero el hombre es un ser social, y las relaciones de esa sociedad artificial no son sencillas precisamente. La vida, aun en un mundo así, puede ser terriblemente difícil… Philip José Farmer escandalizó a la puritana sociedad norteamericana en 1952 con su novela «Los Amantes», donde relataba, mas allá de todo convencionalismo, los amores de un terrestre con una mujer alienígena, por encima de todos los tabúes sociales y religiosos. Más adelante seguiría escandalizando al público con novelas como «Extrañas Relaciones», «Dare», con casi pornográficas como «Carne» y «La Imagen De La Bestia», y con novelas satíricas escritas al estilo Burroughs en las que enfrentaba a su gran personaje Tarzán con otros personajes literarios de la más diversa índole. Nada de su obra sin embargo ha alcanzado la resonancia universal de su serie del Mundo del Río…

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— No exactamente — respondió Frigate —. Claro que lo vi bastante en la televisión, y oí hablar y leí lo suficiente sobre él.

Alzó la mano, como si esperase que se la rechazaran. Monat sonrió y la estrechó.

— Creo que sería una buena idea si nos agrupásemos — dijo Frigate —. Quizá necesitemos protección.

— ¿Por qué? — preguntó Burton, aunque sabía muy bien el motivo.

— Ya sabe cuán podridos son la mayor parte de los humanos — le dijo Frigate —. En cuanto la gente se acostumbre a estar resucitada, comenzará a luchar por las mujeres, la comida y todo aquello que les guste. Y pienso que deberíamos mostrarnos amistosos con este neanderthal o lo que sea. Será un buen compañero en una lucha.

Kazz, como le llamaron desde entonces, parecía desear patéticamente ser aceptado. Pero, al mismo tiempo, se mostraba receloso de cualquiera que se le acercase demasiado.

Una mujer pasó junto a ellos, murmurando una y otra vez, en alemán:

— ¡Dios mío! ¿qué he hecho para ofenderte?

Un hombre con ambos puños apretados y alzados a la altura de sus hombros, estaba gritando en yiddish:

— ¡Mi barba! ¡Mi barba!

Otro hombre estaba señalando sus genitales y diciendo en esloveno:

— ¡Me han convertido en judío! ¡En judío! ¿Creen que…? ¡No, no puede ser!

Burton sonrió salvajemente y dijo:

— No se le ocurre que quizá lo hayan convertido en mahometano, o en aborigen australiano, o en antiguo egipcio, pues todos ellos practicaban la circuncisión.

— ¿Qué es lo que ha dicho? — preguntó Frigate. Burton se lo tradujo. Frigate se echó a reír.

Una mujer pasó apresuradamente; estaba haciendo un patético esfuerzo por cubrirse con las manos los senos y su región púbica. Murmuraba:

— ¿Qué pensarán? ¿Qué pensarán? — y desapareció entre los árboles.

Un hombre y una mujer pasaron junto a ellos; hablaban en italiano tan fuerte como si estuviesen separados por una ancha carretera:

— No podemos estar en el cielo… lo sé, oh Dios, lo se… ahí están Giuseppe Zomzini, y ya sabes lo malvado que era… ¡Debería estar ardiendo en el infierno! Lo sé, lo se… Robó al Tesoro, frecuentaba los prostíbulos, murió borracho… y no obstante… ¡está aquí!… Lo sé, lo sé…

Otra mujer corría y gritaba en alemán:

— ¡Papaíto! ¡Papaíto! ¿Dónde estás? ¡Soy tu querida Hilda!

Un hombre resopló y dijo varias veces, en húngaro:

— Soy tan bueno como cualquiera y mejor que muchos. Que se vayan al infierno.

Una mujer dijo:

— He malgastado toda mi vida, toda mi vida. Lo hice todo por ellos, y ahora…

Un hombre, balanceando el cilindro de metal ante él como si fuera un incensario, gritaba:

— ¡Seguidme a las montañas! ¡Seguidme! ¡Oh buen pueblo, yo sé la verdad! ¡Seguidme! ¡Estaremos a salvo en el seno del Señor! ¡No creáis en esta ilusión que os rodea, seguidme! ¡Os abriré los ojos!

Otros hablaban incomprensiblemente o estaban en silencio, con los labios apretados como si temiesen decir lo que había en su interior.

— Pasará algún tiempo antes de que se serenen — dijo Burton. Notaba que también pasaría mucho tiempo antes de que él se sintiese tranquilo en aquel mundo.

— Quizá nunca sepan la verdad — dijo Frigate.

— ¿Qué quiere decir?

— No conocían la Verdad, con V mayúscula, allá en la Tierra, así que ¿por qué iban a saberla aquí? ¿Qué es lo que le hace creer que vayamos a tener una revelación?

— No lo sé — dijo Burton, alzándose de hombros —, pero creo que deberíamos determinar cómo es lo que nos rodea, y cómo podemos sobrevivir aquí. La fortuna de un hombre que se sienta se sienta con él. — Señaló hacia la orilla del río —. ¿Ven esas setas de piedra? Parecen estar espaciadas a intervalos de un kilómetro y medio. Me pregunto cuál será su finalidad.

— Si hubiera observado esa de cerca — dijo Monat —, habría visto que su superficie contiene unas setecientas indentaciones circulares. Tienen justo el tamaño correcto para que quepa en ellas la base de un cilindro. De hecho, hay un cilindro en el centro de la superficie superior. Creo que si examinamos ese cilindro quizá podamos determinar su finalidad. Sospecho que fue colocado ahí para que hiciéramos exactamente eso.

CAPÍTULO V

Una mujer se aproximó a ellos. Tenía una estatura mediana, una forma espléndida y un rostro que habría sido hermoso de estar enmarcado por cabellos. Sus ojos eran grandes y oscuros. No hacía intentos de cubrirse con las manos. Burton no se sentía excitado en lo más mínimo al mirarla o al mirar a cualquier otra mujer. Estaba demasiado atontado.

La mujer hablaba con voz bien modulada y un acento de Oxford.

— Les ruego que me perdonen, caballeros. No he podido evitar el oírles. Las suyas son las únicas voces inglesas que he escuchado desde que me desperté aquí… sea donde sea. Soy inglesa, y estoy buscando protección. Me coloco a su merced.

— Afortunadamente para usted, madame — le respondió Burton —, se ha dirigido a los hombres adecuados. Al menos, hablando por mí mismo, le puedo asegurar que obtendrá toda la protección que pueda darle. Aunque, si fuera como algunos caballeros ingleses que he conocido, quizá no le hubiera ido tan bien. A propósito, este caballero no es inglés. Es un yanki.

Parecía extraño el estar hablando tan formalmente en aquel día tan especial, con todos los gemidos y el griterío arriba y abajo por el valle, y con todo el mundo desnudo como cuando nació y tan desprovisto de pelo como una anguila.

La mujer tendió la mano a Burton.

— Soy la señora Hargreaves — dijo.

Burton tomó la mano e, inclinándose, la besó suavemente. Se sentía estúpido pero, al mismo tiempo, el gesto aumentaba su contacto con la realidad. Si se podían preservar los formulismos de la sociedad elegante, quizá también pudieran devolverse las cosas a su «estado normal».

— Soy el fallecido capitán Sir Richard Francis Burton — dijo, sonriendo suavemente ante lo de fallecido —. Quizá haya usted oído hablar de mí.

Ella apartó la mano, pero luego la tendió de nuevo.

— Si, he oído hablar de usted, Sir Richard.

— ¡No puede ser! — dijo alguien.

Burton miró a Frigate, que era quien había hablado en tono muy bajo.

— ¿Y por qué no? — preguntó.

— ¡Richard Burton! — dijo Frigate —. Sí. Me lo dije, pero sin cabello…

— ¿Ajá? — exclamó Burton.

— ¡Ajá! — dijo Frigate —. Tal como decía en los libros!

— ¿De qué está usted hablando?

Frigate inhaló profundamente y luego dijo:

— Ahora no importa, señor Burton. Se lo explicaré luego. Simplemente acepte que estoy muy agitado. Que no estoy en mi estado normal. Naturalmente, comprenderá eso.

Miró fijamente a la señora Hargreaves, agitó la cabeza y dijo:

— ¿Su nombre es Alice?

— ¡Pues sí! — exclamó ella, sonriendo y tornándose hermosa, con cabello o sin él —. ¿Cómo lo supo? ¿Nos han presentado? No, creo que no.

— ¿Alice Pleasance Liddell Hargreaves?

— Sí.

— Tengo que sentarme — dijo el americano. Caminó bajo el árbol y se sentó, apoyando la espalda en el tronco. Sus ojos parecían un tanto vidriados.

— Postshock — dijo Burton.

Podía esperar un tal comportamiento errático, y una conversación desvariada, de los otros, durante algún tiempo. También podía esperar tener él un cierto comportamiento no racional. Pero lo importante era conseguir refugio y alimentos, y trazar algún plan para la defensa común.

Burton habló en italiano y esloveno a los otros, y luego hizo las presentaciones. No protestaron cuando sugirió que lo siguieran a la orilla del río.

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