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Philip Farmer: Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

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Philip Farmer Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos)

Mundo Río (A vuestros cuerpos dispersos): краткое содержание, описание и аннотация

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«A Vuestros Cuerpos Dispersos», «El Fabuloso Barco Fluvial», «El Oscuro Designio» y «El Laberinto Mágico» constituyen los cuatro volúmenes de una de las series mas famosas de la literatura mundial de ciencia ficción: El Mundo del Río. El mundo imaginado por Philip José Farmer es un mundo cruzado por un único y caudaloso río que lo atraviesa de parte a parte y cuya fuente es desconocida, y al que van a parar todos los seres muertos sobre la Tierra y, resucitados por una desconocida y extraña entidad con propósitos ignorados, en ese extraño planeta. La vida puede ser muy apacible allí: la subsistencia está asegurada y la resurrección, tras cualquier tipo de muerte, también esta asegurada. Pero el hombre es un ser social, y las relaciones de esa sociedad artificial no son sencillas precisamente. La vida, aun en un mundo así, puede ser terriblemente difícil… Philip José Farmer escandalizó a la puritana sociedad norteamericana en 1952 con su novela «Los Amantes», donde relataba, mas allá de todo convencionalismo, los amores de un terrestre con una mujer alienígena, por encima de todos los tabúes sociales y religiosos. Más adelante seguiría escandalizando al público con novelas como «Extrañas Relaciones», «Dare», con casi pornográficas como «Carne» y «La Imagen De La Bestia», y con novelas satíricas escritas al estilo Burroughs en las que enfrentaba a su gran personaje Tarzán con otros personajes literarios de la más diversa índole. Nada de su obra sin embargo ha alcanzado la resonancia universal de su serie del Mundo del Río…

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Había un cierto número de niños en la gran multitud. Sin embargo, ninguno de ellos tenía menos de cinco años de edad. Como las de sus mayores, sus cabezas estaban desprovistas de cabello. La mitad de ellos lloraban, clavados en su sitio. Otros, también llorando, corrían de un lado a otro, mirando a los rostros de la gente, obviamente en busca de sus padres.

Comenzaba a respirar con mayor facilidad. Se alzó y se volvió. El árbol bajo el que se hallaba era un pino rojo de sesenta metros de alto. Junto a él había un árbol de un tipo que jamás había visto. Dudaba que jamás hubiese existido en la Tierra. Estaba seguro de no hallarse en la Tierra, aunque no hubiera podido dar ninguna razón específica en aquel preciso momento. El árbol tenía un tronco grueso, negruzco y nudoso, y muchas ramas gruesas con hojas triangulares de unos dos metros de largo, y de color verde con nervios escarlata. Tenía unos noventa metros de alto. También había otros árboles que parecían abetos, robles, encinas y diversas variedades de pinos.

Aquí y allá había matorrales de plantas altas parecidas a bambúes, y en todas partes en las que no se hallaban árboles o bambúes se veía hierba de unos noventa centímetros de alto. No había animales a la vista, ni insectos, ni pájaros.

Miró a su alrededor buscando un palo o una rama. No tenía la menor idea de lo que estaba programado para la humanidad, pero si era dejada sin supervisión o control, pronto volvería a su estado normal. Una vez hubiera pasado el shock, la gente comenzaría a cuidarse de sí misma, y esto significaría que algunos tratarían de hacer daño a los otros.

No encontró nada que fuera útil como arma. Entonces se le ocurrió que el cilindro metálico podía ser usado como arma. Lo golpeó contra un árbol. Aunque pesaba poco, era tremendamente duro.

Alzó la tapa, que estaba abisagrada en un lado, por dentro. El interior hueco tenía seis anillos metálicos de quita y pon, tres a cada lado, espaciados de tal forma que cada uno de ellos podía contener y contenía una taza o plato hondos, o un recipiente rectangular de metal gris. Todos estos recipientes estaban vacíos. Cerró la tapa. Indudablemente, ya averiguaría a su tiempo cuál era la función del cilindro.

Fuera lo que fuese lo que había sucedido, la transformación no había dado como resultado cuerpos de frágil nebuloso ectoplasma. El era de carne, huesos y sangre.

Aunque aún se sentía un poco apartado de la realidad como si se hubiese soltado de los engranajes del mundo ya iba saliendo de su shock.

Tenía sed. Tenía que bajar al río y beber, esperando que no estuviese envenenado. Ante este pensamiento, sonrió secamente, y se frotó el labio superior. Su dedo se sintió desencantado. Aquella era una reacción curiosa, pensó, y entonces recordó que su grueso bigote había desaparecido. Oh, sí, esperaba que el agua del río no estuviese envenenada. ¡Que extraño pensamiento! ¿Para qué iban ser devueltos a la vida los muertos, si volvían a morir en seguida? Pero se quedó un largo rato bajo el árbol. No deseaba volver a pasar por entre aquella multitud que hablaba enloquecida y sollozaba histéricamente, para lograr llegar al río. Aquí, lejos de la muchedumbre, estaba liberado de gran parte del terror y del shock que lo envolvían como un mar. Si regresaba, quedaría de nuevo atrapado en sus emociones.

En aquel momento, vio que una figura se destacaba de la masa desnuda y caminaba hacia él. Vio que no era humana.

Fue entonces cuando Burton estuvo seguro de que aquel día de la resurrección no era ninguno de los que habían profetizado cualquiera de las religiones. Burton no había creído en el Dios de los cristianos, musulmanes, hindúes o de ninguna fe. De hecho, no estaba muy seguro de creer en ningún Creador. Había creído en Richard Francis Burton, y en unos pocos amigos. Estaba seguro de que, cuando muriese, el mundo dejaría de existir.

CAPÍTULO IV

Despertándose tras la muerte, en aquel valle situado junto al río, había quedado impotente para defenderse contra las dudas que existían en todo hombre educado religiosamente y expuesto a una sociedad adulta que aprovechaba cada oportunidad para predicar sus convicciones.

Ahora, al ver acercarse al ser extraño, estuvo seguro de que había de haber otra explicación para aquel acontecimiento que no fuera la sobrenatural. Había una razón física, científica, que explicaba que él estuviera allí; no tenía que recurrir para ello a las explicaciones judeo-cristiano-musulmanas.

El ser, que indudablemente era macho, era un bípedo de dos metros de alto. Su cuerpo, de piel sonrosada, era muy delgado. Tenía tres dedos y un pulgar en cada mano, y cuatro dedos muy delgados y largos en cada pie. Tenía dos manchas rojo oscuro bajo sus pezones, en el tórax. Su rostro era semihumano. Unas gruesas cejas negras caían hacia las prominentes mejillas y se extendían para cubrir las con un bozo parduzco. Los lados de las aletas de su nariz estaban bordeados por una delgada membrana de un milímetro y medio de largo. La gruesa masa de cartílago de la punta de la nariz estaba profundamente partida.

Sus labios eran delgados, de piel colgante y negros. Sus orejas no tenían lóbulos, y las circunvoluciones de las mismas no eran humanas. Su escroto tenía el aspecto de contener muchos pequeños testículos.

Había visto a aquel ser flotando en las hileras, a algunas líneas de distancia en el lugar de pesadilla.

El ser se detuvo a algunos pasos de distancia, sonrió, y reveló unos dientes bastante humanos. Dijo:

— Espero que hable usted inglés. No obstante, puedo hablar con cierta soltura en ruso, chino mandarín o indostaní.

Burton sintió un ligero asombro, como si un perro o un mono le hubiera hablado.

— Habla usted inglés americano del medio oeste — le replicó —. Y además, bastante bien. Aunque un tanto rebuscadamente.

— Gracias — le dijo el ser —. Le he seguido porque usted parece ser la única persona con bastante sentido común como para apartarse de ese caos. Quizá tenga usted alguna explicación para esta… ¿cómo la llaman?… resurrección.

— No tengo ninguna explicación de la que usted no disponga ya — dijo Burton —. De hecho, no tengo ninguna explicación ni siquiera para la existencia de usted, antes o después de la resurrección.

Las gruesas cejas del ser se agitaron, un gesto que luego Burton iba a averiguar que indicaba sorpresa o asombro.

— ¿No? Es extraño. Habría jurado que ni uno de los seis millones de habitantes de la Tierra había dejado de oír o verme en la televisión.

— ¿Televisión?

Las cejas del ser se agitaron de nuevo.

— No sabe usted lo que es la televisión…

Su voz se arrastró, luego sonrió de nuevo.

— ¡Claro está, qué estúpido soy! ¡Debió usted morir antes de que yo llegase a la Tierra!

Las cejas del ser se alzaron, en un equivalente a un fruncimiento de cejas humano, como averiguaría Burton, y dijo lentamente:

— Veamos. Creo que fue, según su cronología, en el año 2002. ¿Cuándo murió usted?

— Debió de ser en 1890-respondió Burton.

El ser le había vuelto a traer la sensación de que todo aquello no era real. Se pasó la lengua por el interior de la boca; las muelas de la parte de atrás, que había perdido cuando la lanza somalí le atravesó las mejillas, habían sido reemplazadas ahora. Pero aún seguía circuncidado, y los hombres de la ribera, la mayor parte de los cuales habían estado gritando en el alemán de Austria, en italiano o en el esloveno de Trieste, también estaban circuncisos. Y no obstante, en su tiempo, la mayor parte de los hombres de aquel área no hubieran estado circuncidados.

— Al menos — añadió Burton —, no recuerdo nada después del 20 de octubre de 1890.

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