Él nunca mostró deseos, por ejemplo, de fotografiar las barcazas llenas de malolientes desperdicios y las chillonas gaviotas que sobrevolaban la Estatua de la Libertad, como había hecho otro científico soviético el día en que ella los acompañó a viajar en ferry a Staten Island, en un descanso de un simposio realizado en Nueva York. Tampoco había fotografiado — como algunos de sus colegas — las casuchas derruidas y los ranchos de los barrios pobres de Puerto Rico en ocasión de una excursión en autocar que efectuaron desde un lujoso hotel sobre la playa hasta el observatorio de Arecibo. ¿A quién entregarían esas fotos? Ellie se imaginaba la enorme biblioteca de la KGB dedicada a las injusticias y contradicciones de la sociedad capitalista. Cuando se sentían desalentados por algunos fracasos de la sociedad soviética, ¿acaso les reconfortaba revisar las instantáneas de los imperfectos norteamericanos?
Había muchos científicos brillantes en la Unión Soviética a los que, por delitos conocidos, desde hacía décadas no se les permitía salir de Europa Oriental. Konstantinov, por ejemplo, viajó por primera vez a Occidente a mediados de los años sesenta. Cuando, en una reunión internacional en Varsovia, se le preguntó, por qué, respondió: «Porque los hijos de puta saben que, si me dejan partir, no vuelvo más.» Sin embargo, le permitieron salir durante el período en que mejoraron las relaciones científicas entre ambas naciones a fines de la década del sesenta y comienzos de la del setenta, y siempre regresó. No obstante, ya no se lo permitían y no le quedaba más remedio que enviar a sus colegas occidentales tarjetas en fin de año en las cuales aparecía él con aspecto desolado, la cabeza baja, sentado sobre una esfera debajo de la cual estaba la ecuación de Schwarzschild para obtener el radio de un agujero negro. Se hallaba en un profundo pozo de potencial, explicaba a quienes lo visitaban en Moscú, utilizando la metáfora de la física.
Jamás le concedieron permiso para volver a abandonar el país.
En respuesta a preguntas que se le formulaban, Vaygay sostenía que la revolución húngara de 1956 había sido organizada por criptofascistas, y que a la Primavera de Praga de 1968 la habían programado dirigentes no representativos, opositores del socialismo.
Sin embargo, añadía, si esas explicaciones no eran correctas, si se había tratado de verdaderos levantamientos populares, entonces su país había cometido un error al sofocarlos. Respecto al tema de Afganistán, ni siquiera se tomó el trabajo de citar las justificaciones oficiales. En una ocasión en que Ellie fue a visitarlo a su instituto, quiso mostrarle su radio de onda corta, en la que había marcado las frecuencias correspondientes a Londres, París y Washington, en prolijos caracteres cirílicos. Tenía la libertad, comentó, de escuchar la propaganda tendenciosa de todas las naciones.
Hubo una época en que muchos de sus colegas adoptaron la retórica nacional en lo concerniente al peligro amarillo. «Imagínese toda la frontera entre la China y la Unión Soviética, ocupada por soldados chinos, hombro a hombro, un ejército invasor», dijo uno de ellos, desafiando el poder de imaginación de Ellie. «Con la tasa de natalidad que tienen los chinos actualmente, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que cruzaran todos la frontera?»
La respuesta fue una extraña mezcla de funestos presagios y gozo por la matemática.
«Nunca.» El hecho de apostar tantos soldados chinos en la frontera — explicó Lunacharsky — implicaría reducir automáticamente la tasa de natalidad; por ende, sus cálculos estaban equivocados. Lo dijo de tal modo que dio la impresión de que su posición contraria se debía al uso impropio de los modelos matemáticos, pero todos captaron su intención. En la peor época de tensión chino-soviética, jamás se dejó arrastrar por criterios paranoicos ni racistas.
A Ellie le fascinaban los samovares y comprendía por qué los rusos eran tan afectos a ellos. Tenía la sensación de que el Lunakhod, el exitoso vehículo lunar soviético con aspecto de bañera sobre ruedas, utilizaba cierta tecnología de samovar. En una ocasión Vaygay la llevó a ver una reproducción del Lunakhod que se exhibía en un parque de las afueras de Moscú. Allí, junto a un edificio destinado a la exposición de productos de la República Autónoma de Tadjikistan, había un enorme salón lleno de reproducciones de vehículos espaciales civiles. El Sputnik 1, la primera nave espacial orbital; el Sputnik 2, la primera nave que transportó a un animal, la perra Laika, que murió en el espacio; el Luna 2, la primera nave espacial en llegar a otro cuerpo celeste; el Luna 3, la primera nave espacial que fotografió el sector más lejano de la Luna; el Venera 7, la primera nave que aterrizó en otro planeta, y el Vostok 1, la primera nave tripulada por el héroe de la Unión Soviética, el cosmonauta Yury A. Gagarin, para realizar un vuelo orbital alrededor de la Tierra. Fuera, los niños trepaban a las aletas semejantes a toboganes, de un cohete de lanzamiento, con sus hermosos rizos y sus pañuelos rojos al viento a medida que se deslizaban hasta el suelo. La enorme isla soviética en el mar Ártico se llamaba Novaya Zemlya, Tierra Nueva. Fue allí donde, en 1961, hicieron detonar un arma termonuclear de cincuenta y ocho megatones, la mayor explosión obtenida hasta entonces por el ser humano. Sin embargo, ese día de primavera en particular, con tantos vendedores ambulantes que ofrecían el helado que tanto enorgullece a los moscovitas, con familias de paseo y un viejo sin dientes que les sonreía a Ellie y Lunacharsky como si fuesen enamorados, la vieja Tierra les parecía sobradamente hermosa.
En las poco habituales visitas de Ellie a Moscú o Leningrado, Vaygay organizaba programas para la noche. En grupos de seis u ocho asistían al ballet del Bolshoi o del Kirov, con entradas que Lunacharsky se ingeniaba para conseguir. Ellie agradecía a sus anfitriones la velada, y éstos le agradecían a ella ya que — explicaban —, sólo podían concurrir a dichos espectáculos en compañía de visitantes extranjeros. Vaygay nunca llevaba a su esposa, y por supuesto Ellie jamás la conoció. Él decía que su mujer era una médica dedicada por completo a sus pacientes. Ellie le preguntó una vez qué era lo que más lamentaba, ya que sus padres no habían cumplido nunca sus aspiraciones de irse a vivir a los Estados Unidos. «Lo único que lamento», respondió él con voz seria, «es que mi hija se haya casado con un búlgaro».
En una ocasión, Vaygay organizó una cena en un restaurante caucásico de Moscú, y contrató un tamada, un profesional para dirigir los brindis, de nombre Khaladze. El hombre era un maestro en ese arte, pero el dominio que tenía Ellie del ruso dejaba tanto que desear, que tuvo que hacerse traducir casi todos los brindis. Vaygay se volvió hacia ella y, sentando el tono que habría de imperar en la velada le comentó: «A los que beben sin brindar los llamamos alcohólicos.» Uno de los primeros brindis, relativamente mediocre, concluyó con deseos de «paz en todos los planetas», y Vaygay le explicó que la palabra mir significaba mundo, paz y una comunidad autónoma de campesinos que se remontaba hasta la antigüedad. Discutieron acerca de si había más paz en el mundo en las épocas en que las mayores unidades políticas eran del tamaño de una aldea. «Toda aldea es un planeta» aseguró Lunacharsky, levantando su copa. «Y todo planeta es una aldea», le contestó Ellie.
Esas reuniones solían ser no poco estruendosas. Se bebían enormes cantidades de coñac y vodka, pero nadie dio nunca la impresión de estar del todo ebrio. Se marchaban ruidosamente del restaurante a la una o dos de la madrugada y buscaban un taxi, por lo general, infructuosamente. Varias veces Vaygay la acompañó a pie el trayecto de cinco o seis kilómetros entre el restaurante y el hotel donde ella se alojaba. Él se comportaba como una especie de tío, atento, tolerante en sus juicios políticos, impetuoso en sus pronunciamientos científicos. Pese a que sus escapadas sexuales eran legendarias entre sus colegas, jamás se permitió siquiera despedir con un beso a Ellie. Eso la había intrigado siempre, aunque el cariño que sentía por ella era manifiesto.
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