—Saltamos —dijo, y descendimos juntos por la línea para volver a encontrarnos en el barrio a la noche siguiente. Se oían risas en la habitación de al lado; oí unos gritos roncos y sensuales. Sam cerró con fuerza la puerta del baño y echó el cerrojo. Me di cuenta de que yo mismo estaba en la otra alcoba, copulando con Betsy o Helen, y sentí otra vez que era dominado por el miedo.
—Espérame —me dijo Sam con voz rápida—, y no dejes entrar a nadie si no da dos golpes largos y uno corto. Vuelvo ahora mismo… quizá.
Salió. Cerré la puerta del baño a sus espaldas. Pasaron dos o tres minutos. Dieron dos toques largos y uno corto y abrí la puerta. Sam me dijo, con una amplia sonrisa:
—Se puede mirar sin temor. No hay nadie que pueda vernos. Ven.
—¿Crees que es conveniente?
—Si quieres entrar en el Servicio Temporal, es imprescindible.
Salimos del baño y nos pusimos a mirar la orgía. Debí realizar verdaderos esfuerzos para no toser cuando el humo me inundó las narices. En el salón de Sam vi acres de carne desnuda y agitada. A la izquierda, el gigantesco cuerpo de Sam copulaba sobre la brillante blancura de Helen; de ella no se veía más que el rostro, los brazos (abrazando la espalda de Sam) y una pierna (doblada sobre las nalgas de mi amigo). A mi izquierda, en el suelo, vi a mi propio yo anterior abrazando a Betsy la pechugona. Estábamos en una de las posturas del Kama-sutra, ella apoyada sobre la cadera derecha, yo en la izquierda, arqueando ella la pierna izquierda sobre mi cuerpo inclinado oblicuamente hacia el suyo. Con algo que parecía ser helado terror, vi cómo la poseía. Aunque antes ya había visto muchas escenas de cópula, en las películas tridi, era la primera vez que me veía a mí mismo en aquel trance, y me impresionó lo grotesco de todo aquello, los tontos jadeos, las contorsiones, los sudores. Betsy lanzaba gemidos apasionados; nuestras piernas se agitaron y cambiaron de posición en varias ocasiones; mis dedos se agarraban con fuerza a las firmes nalgas, hundiéndose en ellas profundamente; los movimientos mecánicos se prolongaron durante un tiempo. Mi terror se fue calmando a medida que me acostumbraba a la escena, y un distanciamiento frío y clínico se fue apoderando de mí. El sudor del miedo se terminó y me quedé allí, al fin, con los brazos cruzados, observando tranquilamente los actos que se desarrollaban en el suelo. Sam sonrió e inclinó la cabeza como para decirme que había pasado la prueba con éxito. Ajustó mi crono una vez más y saltamos.
En el salón no había ni fornicadores ni humo.
—Ahora, ¿cuándo estamos? —le pregunté.
—Hemos vuelto hacia atrás treinta y una horas treinta minutos —respondió. Dentro de unos instantes, tú y yo vamos a entrar en el baño, pero no vamos a esperar. Vámonos fuera.
Subimos hasta la Antigua Nueva Orleáns, bajo el cielo estrellado.
El robot que anota las idas y venidas de los excéntricos que disfrutan paseando nos registró, y salimos a las tranquilas calles. Allí estaba la verdadera calle Bourbon y las ruinas de las casas del auténtico barrio francés. Cámaras espías situadas en las dañadas verjas de los balcones nos observaban, pues, en aquella zona desierta, el inocente está a merced de los malos, y los turistas son protegidos por un sistema de vigilancia permanente contra los merodeadores que llenan la ciudad de la superficie. Pero no nos quedamos tanto tiempo como para vernos en problemas. Sam miró los alrededores, atento, y nos dirigimos hacia un muro. Mientras me ajustaba el crono para un nuevo salto, le dije:
—¿Qué pasa si uno se materializa en un lugar ocupado por algo o por alguien?
—No se puede —contestó Sam—. Las protecciones automáticas saltan y uno es automáticamente devuelto al punto de partida. Pero representa una pérdida de energía y eso no le gusta mucho al Servicio Temporal; así que siempre se intenta encontrar una zona tranquila antes de saltar. Es muy adecuado colocarse al lado de una pared, siempre y cuando la pared vaya a estar en el mismo tiempo al que se quiera saltar.
—¿A dónde vamos?
—Salta y lo verás —fue su contestación.
Despegó. Le seguí.
La ciudad se despertó. Gente vestida a la moda del siglo XX llenaba las calles: los hombres llevaban corbatas, las mujeres faldas que les llegaban hasta las rodillas; la verdad es que no se veía piel, ni siquiera una teta. Los coches sonaban muy ruidosos y soltaban un humo que me dio ganas de vomitar. El suelo estaba lleno de líneas pintadas. Ruido, un olor descorazonador, fealdad.
—Bienvenido a 1961 —me dijo Sam—. John F. Kennedy acaba de ser nombrado presidente. El primero de los Kennedy, ¿sabes? Aquello es un avión a reacción. Esto, un semáforo. Indica cuándo se puede cruzar la calle sin peligro. Esas cosas de ahí son farolas. Funcionan con electricidad. No hay niveles subterráneos. Todo esto es la ciudad de Nueva Orleáns. ¿Qué te parece?
—Un lugar interesante para visitar. Pero no me gustaría vivir aquí.
—¿Te sientes aturdido? ¿Enfermo? ¿Revuelto?
—No lo sé.
—Puedes estarlo. Siempre se nota algo temporal cuando uno mira el pasado por primera vez. Es mucho más maloliente y desordenado de lo que uno tenía previsto. Algunos aspirantes se hunden en el momento en que llegan a una época lo suficientemente atrasada en la línea temporal.
—Yo no me derrumbo.
—Eres un chaval muy valiente.
Observé la escena. Las mujeres con los senos y las nalgas aprisionados en exoesqueletos ajustados bajo la ropa; los hombres, rubicundos y congestionados; los niños chillones. Sé objetivo, me dije a mí mismo. Estás estudiando otras épocas, otras culturas.
Alguien nos señaló con el dedo y exclamó:
—¡Eh! ¡Mirad los beatniks !
—Nos marchamos —me dijo Sam—. Nos han visto.
Me ajustó el crono. Saltamos.
La misma ciudad. Un siglo antes. Los mismos edificios de tonos pastel elegantes e intemporales. Sin semáforos, sin líneas dibujadas en el suelo, sin farolas. Y, en lugar de automóviles, coches de caballos pasando por las calles que enmarcaban el viejo barrio.
—No nos podemos quedar —explicó Sam—. Estamos en 1858. La ropa que llevamos es demasiado extraña y no tengo intención de que me tomen por un esclavo. Seguimos.
Despegamos una vez más.
La ciudad desapareció. Nos encontramos en un pantano. La bruma se deslizaba hacia el sur. Los árboles estaban llenos de musgo. Una bandada de aves ensombreció el cielo.
—Estamos en 1382 —me dijo el gurú—. Lo que pasa por encima, son palomos viajeros. El abuelo de Colón está todavía en pañales.
Saltamos varias veces más. 897, 441, 97. Cambiaron muy pocas cosas. En cierto momento, algunos indios desnudos pasaron muy cerca de nosotros. Sam se inclinó educadamente. Nos hicieron gestos amables, se rascaron el sexo, y siguieron adelante. Los visitantes del futuro no les alteraban mayormente. Otro salto.
—Año uno después de Cristo —dijo Sam—. Otro salto—. Hemos saltado otros doce meses y estamos en el año uno antes de Cristo. Las posibilidades de confusión aritmética son grandes. Pero, si piensas en este año como 2059 A.P., y en el siguiente como 2058 A.P., no tendrás problemas.
Me llevó hasta el año 5800 A.P. Observé ligeros cambios de clima; las cosas estaban más secas en ciertos momentos que en otros, más secas y más frías. Después, nos dirigimos hacia adelante, saltando ligeros botes de cinco siglos. Se excusó por el carácter invariable del entorno; me aseguró que cuando se remonta la línea en el Viejo Continente todo es más excitante. Llegamos al año 2058 y nos dirigimos al centro del Servicio Temporal. Tras penetrar en el vacío despacho de Hershkowitz, hicimos una corta pausa en la que Sam efectuó un ajuste final en los cronos.
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