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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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20. Un viaje insensato

En alguna de las notas que escribió Estraven mientras cruzábamos el Hielo de Gobrin se pregunta por qué su compañero tiene vergüenza de llorar. Yo podía haber replicado aun entonces que no era tanto vergüenza como miedo. Ahora yo iba por el valle de Sinod, en la noche de su muerte, hacia ese país frío que se extiende más allá del miedo. Descubrí allí que uno puede llorar todo lo que quiera, y que eso no ayuda mucho.

Me llevaron de vuelta a Sassinod y me encerraron en prisión, porque yo había sido visto en compañía de un proscrito, y quizá también porque no sabían que hacer conmigo. Desde el comienzo, aun antes que llegaran órdenes oficiales de Erhenrang, me trataron bien. Mi cárcel karhidi era una habitación amueblada en la Torre de los Señores en Sassinod: chimenea, radio, y cinco comidas diarias. No me sentía cómodo. La cama era dura, las mantas delgadas, el piso desnudo, y el aire frío; como cualquier habitación de Karhide. Pero me mandaron un médico, y en las manos y en la voz de este hombre encontré un consuelo más duradero y provechoso que todas las comodidades de Orgoreyn. Luego de la primera visita creo que dejaron la puerta sin llave. Recuerdo que una vez la vi abierta, y que yo deseaba que la cerraran, pues llegaba del pasillo una corriente de aire helado. Pero yo no tenía ni la fuerza ni el coraje para levantarme de la cama y cerrar la puerta de mi prisión.

El médico, un joven grave, maternal, me dijo con un aire de pacífica convicción. —Ha pasado usted cinco o seis meses mal alimentado y sujeto a esfuerzos excesivos. Está usted agotado. No queda nada que agotar. Acuéstese, descanse. Descanse como los ríos helados en los valles invernales. Quédese quieto. Espere.

Pero cuando me dormía, yo estaba siempre en el camino, junto con los demás, todos malolientes, desnudos, apretándonos unos contra otros para protegernos del frío, todos menos uno. Había alguien que estaba solo, tendido junto a la puerta atrancada, helado, con coágulos de sangre en la boca. El traidor. Se había alejado, abandonándonos, abandonándome. Yo despertaba temblando de furia, una furia débil que se volcaba en un llanto débil.

Debí de haber estado bastante enfermo, pues recuerdo algunos de los efectos de la fiebre alta, y el médico se quedó conmigo una noche o quizá más. No puedo acordarme de esas noches, pero una vez oí mi propia voz, quejosa, diciéndole al médico: —Podía haberse detenido. Vio a los guardias de la frontera. Corrió directamente hacia las armas.

El joven médico no dijo nada por un rato. —No querrá decir que murió por su propia voluntad.

—Quizá…

—Es duro decirlo de un amigo y no lo creo posible en Har rem ir Estraven.

Yo no había tenido en cuenta cuando le hablé al médico, que a estas gentes el suicidio les parecía despreciable. No es para ellos, como para nosotros, una opción. Es el abandono de toda opción, un acto de perfidia. Para un karhídero que leyera nuestros cánones el crimen de Judas no consistiría tanto en haber traicionado a Jesús sino en el acto que negó la posibilidad de perdón, cambio, vida, y selló la desesperación: el suicidio.

—Entonces usted no lo llama Estraven el traidor.

—Nunca. Hay muchos que nunca aprobaron las acusaciones contra él, señor Ai.

Pero yo era incapaz de encontrar en esto algún consuelo, y lloré como antes, atormentado: ¿Entonces por qué lo mataron? ¿Por qué está muerto?

No hubo respuesta, y no habrá ninguna.

Nunca me interrogaron formalmente. Me preguntaron cómo había escapado de la granja de Pulefen y entrado luego en Karhide, y me inquirieron acerca del destino y la intención del mensaje en código que yo había enviado por radio. Se lo dije. Esta información fue directamente a Erhenrang, al rey. La cuestión de la nave parece que fue mantenida en secreto, pero las noticias de mi huida de una prisión orgota, mi viaje sobre el Hielo en invierno, mi presencia en Sassinod, fueron anunciados y discutidos libremente. La parte que había tenido Estraven en todo esto no se mencionó por radio, ni tampoco su muerte. Sin embargo se sabia. Un secreto en Karhide es en un grado extraordinario cuestión de discreción, de un convenido y entendido silencio; omisión de preguntas, pero no omisión de respuestas. Los boletines hablaban sólo del Enviado, el señor Ai, pero todos sabían que era Har rem ir Estraven quien me había librado de manos de los orgotas y había venido conmigo cruzando el Hielo, mostrando así basta qué punto era falsa la historia de los Comensales acerca de mi muerte repentina, atacado por la fiebre de horm, en Mishnori, el último otoño… Estraven había predicho los efectos de mi retorno con bastante exactitud; se había equivocado sobre todo porque los había subestimado. A causa de un extraño que yacía enfermo en un cuarto de Sassinod, y que no actuaba, ni se preocupaba, dos gobiernos cayeron en un plazo de diez días.

Decir que un gobierno orgota cae sólo significa, por supuesto, que un grupo de comensales reemplaza a otro grupo de comensales en las oficinas de los Treinta—y—tres. Algunas sombras se acortan y otras se alargan, como dicen en Karhide. La facción Sarf que me había enviado a Pulefen se mantuvo en el gobierno (a pesar de que habían sido descubiertos mintiendo, y no por primera vez) hasta que Argaven anunció al pueblo el inminente arribo de la nave de las estrellas a Karhide. Ese mismo día el partido de Obsle, la fracción comercio libre, tomó las oficinas principales de los Treinta—y—tres. De modo que les serví de algo, a fin de cuentas.

En Karhide la caída de un gobierno significaba sobre todo la desgracia y el reemplazo de un primer ministro, junto con una reorganización del kiorremi; aunque el asesinato, la abdicación y la insurrección eran alternativas frecuentes, Tibe no trató de mantenerse en el poder. Mi alto valor de cambio en el juego del shifgredor internacional, más mi vindicación (implícita) de Estraven habían puesto mi prestigio muy por encima del de Tibe, tanto que según supe más tarde Tibe renunció aún antes que el gobierno de Erhenrang supiera que yo había transmitido algo a la nave. Tibe había actuado inmediatamente luego de la información de Dessicher; esperó hasta estar seguro de que Estraven había muerto, y luego renunció; venganza y derrota al mismo tiempo.

Una vez que Argaven se enteró de todos los pormenores me envió un mensaje exigiéndome, pidiéndome que fuera en seguida a Erhenrang, junto con una bolsa abundante para gastos. La ciudad de Sassinod, con liberalidad parecida, envió junto conmigo al joven médico, pues yo no estaba todavía en buena forma. Hicimos el viaje en trineo de motor. Recuerdo sólo partes de esas jornadas: tranquilas y sin prisa, con prolongadas paradas mientras las apisonadoras arreglaban adelante el camino, y largas noches en los albergues. Quizá sólo fueron dos o tres días, pero me pareció un viaje largo y no recuerdo mucho hasta el momento en que entramos en Erhenrang por las puertas del norte, a las calles colmadas de nieve y sombras.

Sentí entonces que el corazón se me endurecía de algún modo, y que se me aclaraba la mente. Yo había estado viviendo en fragmentos, desintegrado. Ahora, aunque con la fatiga del fácil viaje, descubrí que aún me quedaban fuerzas. La fuerza de la costumbre, quizá, pues aquí estaba al fin en un sitio que conocía, una ciudad en que había vivido, y trabajado, durante un año. Conocía las calles y las torres, los patios y pasajes y muros sombríos del palacio. Sabía cuál era mi trabajo aquí. Entonces, por primera vez, entendí con claridad que muerto mi amigo yo tenía que llevar a cabo aquello por lo que él había muerto. Yo tenía que poner la piedra angular en el arco.

En las puertas del palacio se me pidió que siguiera hasta una de las casas de huéspedes dentro de los muros. Era la Torre Redonda, que indicaba un alto grado de shifgredor en la corte: no tanto el favor del rey como el reconocimiento de una posición ya muy elevada. Los embajadores de las naciones amigas se alojaban casi siempre allí. Era un buen signo. Para llegar a esa casa, sin embargo, había que pasar por la Esquina Roja, y me volví a mirar el estrecho paraje abovedado y el árbol desnudo junto al estanque, gris de hielo, y la casa todavía vacía.

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