Ursula Le Guin - La mano izquierda de la oscuridad

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La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición.
En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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No podría describir muy bien aquellos últimos días de viaje, pues en realidad casi no los recuerdo. El hambre puede acrecentar la capacidad de percepción, pero no cuando se la combina con una fatiga extrema; supongo que todos mis sentidos estaban de veras aletargados. Recuerdo haber tenido espasmos de hambre, pero no el dolor. Yo en verdad tuve todo ese tiempo una vaga impresión de liberación, de haber ido más allá de algo, y de alegría, y muchísimo sueño. Alcanzamos la costa el duodécimo día, posde anner, y trepando por una playa helada entramos en la desolación pedregosa y nevada de la costa de Guden.

Estábamos en Karhide. Habíamos cumplido nuestro propósito. Aunque quizá no servía de mucho, pues en nuestras mochilas ya no había nada que comer. Celebramos nuestra llegada con un festín de agua caliente. A la mañana siguiente partimos en seguida en busca de un camino, un albergue. Es esa una región desértica, de la que no teníamos mapa. Si había caminos, estaban sepultados bajo dos o tres metros de nieve, y quizá cruzamos varios sin saberlo. No había señales de cultivos. Ese día fuimos al fin hacia el sur y hacia el este, y cuando acababa el otro día vimos una luz que brillaba en una ladera distante, a través del crepúsculo y los finos copos de nieve. Durante un rato ninguno de los dos dijo nada. Nos quedamos allí, inmóviles, mirando. Al fin mi compañero graznó:

—¿Es eso una luz?

Había oscurecido hacia mucho cuando entramos tambaleándonos en una aldea karhidi, una calle entre casas oscuras de techados altos, la nieve acumulada y apilada hasta el umbral de las puertas de invierno. Nos detuvimos en la tienda de calor, de persianas angostas que dejaban salir en estallidos y rayos y flechas la luz amarilla que habíamos visto por encima de las lomas invernales. Abrimos la puerta y entramos.

Era odsordni anner, el día octogésimo primero de nuestro viaje, once días más que en los planes de Estraven. La división en raciones había sido exacta: la comida nos había durado setenta y ocho días. De acuerdo con el medidor del trineo más una estimación aproximada para los últimos días habíamos recorrido mil trescientos sesenta kilómetros. Muchos de esos kilómetros habían sido empleados en volver atrás, y si esta hubiese sido la verdadera distancia nunca habríamos llegado. Cuando encontramos un buen mapa vimos que la distancia entre la granja Pulefen y esta villa era de poco más de mil cien kilómetros Todos esos kilómetros y días los habíamos pasado cruzando una vasta desolación sin habitación ni lenguaje: piedra, hielo, cielo y silencio: nada más durante ochenta y un días excepto nosotros mismos.

Entramos en una sala templada y humeante, muy iluminada, colmada de comida y de olores de comida, gente y voces de gente. Me apoyé en un hombro de Estraven. Caras extrañas se volvieron hacia nosotros, ojos extraños. Yo había olvidado que había gente viva que no se parecía a Estraven. Me sentí aterrorizado.

En realidad era una habitación bastante pequeña, y la multitud de desconocidos no más de siete u ocho personas; todos ellos se quedaron tan petrificados como yo, durante un rato. Nadie llega al dominio de Kurkurast en pleno invierno, del norte, y de noche. Los hombres nos clavaron los ojos, atentos, y en silencio.

Estraven habló: un murmullo que apenas se oía: —Solicitamos la hospitalidad del dominio.

Ruido, susurros, confusión, alarma, bienvenida.

—Llegamos cruzando el Hielo de Gobrin.

Más ruido, más voces, preguntas; las gentes se agolparon alrededor. —¿Atenderían ustedes a mi amigo?

Pensé que lo había dicho yo, pero había sido Estraven. Alguien me ponía en un asiento. Nos trajeron comida; nos cuidaron; nos llevaron adentro, nos dieron la bienvenida.

Almas ignorantes, apasionadas, extraviadas, gente de tierras pobres, la generosidad de todos ellos ponía un noble fin a un viaje demasiado duro. Daban con las dos manos. Nunca una limosna, nunca una segunda intención. Y así Estraven recibió lo que nos daban, de modo semejante, como un señor entre señores, o un mendigo entre mendigos, un hombre entre hermanos.

Para aquellos aldeanos pescadores que vivían en la frontera de la frontera, en el último límite habitable de un mundo apenas habitable, la honestidad es tan esencial como la comida. Tienen que ser sinceros uno con otro; no hay bastante para trampear. Estraven lo sabía; y cuando después de un día nos empezaron a preguntar, de un modo discreto e indirecto, no olvidando nunca las exigencias del shifgredor, por qué habíamos elegido pasar el invierno yendo de un lado a otro a lo largo del Hielo de Gobrin, Estraven replicó en seguida: —Yo no hubiera elegido nunca el silencio, pero aquí es mejor que una mentira.

—Es bien sabido que los hombres honorables pueden ser declarados proscritos, pero no por eso se les encoge la sombra —dijo quien era el cocinero de la casa de calor, y por lo tanto el segundo en importancia de la aldea, y cuya tienda era allí una suerte de sala de reuniones durante todo el invierno.

—Hay personas que son proscritas en Karhide, y otras en Orgoreyn —dijo Estraven.

—Cierto, y unos por el clan, y otros por el rey de Erhenrang.

—El rey no acorta sombras, aunque pueda intentarlo —señaló Estraven, y el cocinero pareció satisfecho. Si el clan proscribe, el proscrito será siempre sospechoso, pero los dictados del rey no tenían importancia.

En cuanto a mi, yo era evidentemente extranjero, es decir el proscrito por Orgoreyn.

Nunca dimos nuestros nombres en Kurkurast. Estraven se resistía a usar un nombre falso, y no podíamos confesar los verdaderos. Hablar con Estraven era un crimen, al fin y al cabo, y mucho más alimentarlo y vestirlo y hospedarlo.

Aun en una aldea remota en la costa de Guden hay receptores de radio, y no hubiesen podido alegar ignorancia de la orden de exilio; sólo una real ignorancia de la identidad del huésped hubiese sido una excusa válida. La vulnerabilidad de estas gentes pesó en la mente de Estraven antes que yo empezara a pensarlo. En nuestra tercera noche allí, vino a mi habitación a discutir la próxima movida.

Una aldea karhidi es como un antiguo castillo terrestre en cuanto hay pocas habitaciones privadas. Sin embargo en los altos y viejos edificios del hogar, el comercio, el codominio (no había señor de Kurkurast) y la casa exterior, cada uno de los quinientos aldeanos podía buscar la soledad, y aun la reclusión, en cuartos que se abrían a antiguos corredores de paredes de un metro de ancho. Nos habían dado una habitación a cada uno, en el último piso del hogar. Yo estaba sentado en la mía junto al fuego, una pequeña y muy aromática chimenea de turba, de los pantanos de Shenshey, cuando entró Estraven. —Pronto tendremos que irnos de aquí, Genry.

Lo recuerdo allí de pie, descalzo en las sombras del cuarto iluminado, con nada puesto excepto los pantalones sueltos de piel que le había dado el jefe. En la intimidad, y en lo que llaman el calor de la casa, los karhíderos andan a menudo vestidos a medias o desnudos. Estraven había perdido en el viaje esa solidez tersa y compacta que caracteriza a los guedenianos; flaco y cubierto de cicatrices, y la cara quemada por el frío, como si la hubiese alcanzado un fuego. Era una figura oscura, cubierta, y sin embargo esquiva, en la luz inquieta y brusca.

—¿A dónde?

—Al sur y al oeste, me parece. Hacia la frontera. Nuestra primera tarea es encontrar un transmisor de radio bastante poderoso como para que el mensaje llegue a la nave. Luego tengo que buscar un escondite, o volver a Orgoreyn por un tiempo, y así evitar que castiguen a esta gente que nos ha ayudado.

—¿Cómo volverás a Orgoreyn?

—Como la vez pasada, cruzando la frontera. Los orgotas no tienen nada contra mi.

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