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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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—¿Dónde encontraremos un transmisor?

—No más cerca que en Sassinod.

Me sobresalté. Estraven sonrió mostrando los dientes.

—¿Nada más cerca?

—Unos doscientos kilómetros. Hemos recorrido distancias mayores en terrenos peores. Hay caminos en todo el trayecto; la gente nos ayudará. Podríamos ir en trineo de motor.

Asentí, pero la perspectiva de alargar nuestro viaje de invierno me deprimía bastante, y esta vez no hacia un puerto, sino de vuelta a esa frontera donde Estraven podía pasar de nuevo al exilio, dejándome solo.

Reflexioné un rato y al fin dije: —Karhide tendrá que cumplir una condición antes de unirse al Ecumen. Argaven derogará tu proscripción.

Estraven no dijo nada y se quedó observando el fuego.

—Lo digo de veras —insistí. —Lo primero primero.

—Gracias, Genry —dijo Estraven con una voz que cuando hablaba como ahora, muy lentamente, sonaba como una voz de mujer, ronca y apagada. Me miró, amable, sin sonreír —. Pero hace ya tiempo que no espero volver pronto a mi casa. He pasado veinte años en el exilio, tú sabes. Ahora no es muy diferente. Cuidaré de mí mismo, y tú cuida de ti mismo, y del Ecumen. Esto tienes que hacerlo solo. Pero es demasiado pronto para discutirlo. ¡Dile a tu nave que baje! Cuando eso ocurra, ya atenderemos al resto.

Nos quedamos dos días más en Kurkurast, alimentándonos y descansando, esperando una apisonadora de caminos, que llegaría del sur, y que podría llevarnos un tiempo cuando emprendiera el camino de vuelta. Nuestros anfitriones consiguieron que Estraven les contara la historia completa de nuestro cruce del Hielo. Estraven la contó como sólo alguien que está dentro de toda una tradición de literatura oral puede hacerlo; el relato se transformó así en una saga, colmada de locuciones y aun episodios tradicionales, y sin embargo exacta y vívida desde los fuegos sulfurosos y la oscuridad de los desfiladeros entre el Drumner y el Dremegole, a las ruidosas ráfagas que venían de las gargantas montañosas y barrían la bahía de Guden; con interludios cómicos, como la caída del mismo Estraven en la hondonada, y otros místicos, cuando habló de los sonidos y silencios del Hielo, de los días sin sombras, de la oscuridad de la noche. Yo escuché tan fascinado como los demás, los ojos clavados en la cara oscura de mi amigo.

Dejamos Kurkurast pegados codo con codo en la cabina de una apisonadora de caminos, uno de esos grandes vehículos de motor que alisan y apisonan la nieve en los caminos de Karhide, ya que tratar de mantenerlos limpios se llevaría la mitad de los recursos del reino, en tiempo y dinero, y de cualquier modo todo el tránsito de invierno se hace en patines. La apisonadora avanzaba a unos tres kilómetros por hora, y nos dejó en la próxima aldea al sur de Kurkurast ya bien avanzada la noche. Allí, como siempre, nos dieron la bienvenida, nos alimentaron y nos alojaron para pasar la noche; al día siguiente continuamos a pie. Estábamos ahora tierra adentro, alejados de las montañas de la costa, que protegen a la bahía de Guden de los embates del viento norte, en una región más habitada, de modo que ahora íbamos no de campamento en campamento sino de hogar en hogar. Un par de veces conseguimos que nos llevaran un rato en trineo; en una ocasión cuarenta kilómetros. Los caminos, a pesar de las nevadas copiosas y frecuentes, eran firmes, y había muchas señales. Llevábamos siempre comida en nuestros bultos, puesta allí por el anfitrión de la última noche; había siempre un techo y un fuego al final de una jornada.

Sin embargo aquellos siete o nueve días de esquí y caminatas fáciles a través de tierras hospitalarias fueron la parte más dura y terrible de todo el viaje, peor que el ascenso al glaciar, peor que los últimos días de hambre. La saga había concluido; pertenecía al Hielo. Estábamos muy cansados. No íbamos en la dirección adecuada. No había alegría en nosotros.

—A veces hay que ir en dirección contraria a la rueda —dijo Estraven. Parecía tan tranquilo como siempre, pero en el paso, la voz y la compostura, la paciencia había reemplazado al vigor, la terquedad a la convicción. Estaba muy silencioso, y no hablaba mucho con la mente.

Llegamos a Sassinod. Un pueblo de algunos miles de habitantes, posado en las alturas, sobre el Ey helado; techos blancos, paredes grises, lomas con unas pocas manchas negras y afloramientos de roca y árboles; caminos blancos y río blanco; del otro lado del río, las tierras en disputa, el valle de Sinod, todo blanco…

Entramos en Sassinod con las manos vacías, pues casi todo lo que nos quedaba del equipo de viaje se lo habíamos dado a varios y amables anfitriones, y ahora no teníamos más que la estufa chabe, los esquíes y las ropas que llevábamos puestas. Así, livianos de equipaje, hicimos nuestra entrada, preguntando la dirección un par de veces, no en el pueblo, sino en una granja de las cercanías. Era un sitio pobre, no parte de un dominio sino una granja aislada, dependiente de la administración del valle. En el tiempo en que Estraven era joven secretario de esa administración había sido amigo del propietario, y en verdad había comprado la granja para él hacía un año o dos, cuando estaba ayudando a que la gente se reinstalase al este del Ey, con la esperanza de evitar toda disputa sobre los derechos del valle. El granjero mismo nos abrió la puerta, un hombre macizo de voz blanda que parecía tener la edad de Estraven. Se llamaba Dessicher.

Estraven había cruzado esta región con la capucha puesta y caída, para ocultarse la cara. Temía que aquí lo reconocieran. No parecía necesario; había que tener muy buen ojo para ver a Har rem ir Estraven en aquel flaco vagabundo golpeado por huracanes de nieve. Dessicher se quedó mirándolo de reojo, incapaz de creer que fuese quién decía que era.

Dessicher nos dio alojamiento, y su hospitalidad fue considerable, aunque era hombre de pocos medios. Pero estaba incómodo con nosotros, y hubiese preferido no tenernos en la casa. Era comprensible: arriesgaba que le confiscasen la propiedad por habernos albergado. Como tenía esa propiedad gracias a Estraven, y de otro modo era muy probable que hubiese vivido ahora en el desamparo, no parecía injusto pedirle que corriera algún riesgo.

Mi amigo, sin embargo, le pidió ayuda no en devolución del pago, sino como cuestión de amistad, contando no con el sentido del deber sino con el afecto de Dessicher. Y en verdad Dessicher se desheló cuando se le pasó el miedo, y con volubilidad karhidi se hizo demostrativo y nostálgico, recordando los viejos días y los viejos amigos, sentado junto con Estraven al lado del fuego. Cuando Estraven le preguntó si se le ocurría algo acerca de un posible escondite, alguna granja aislada o abandonada donde un hombre proscrito podía quedarse un mes o dos con la esperanza de que se revocara la orden de exilio, Dessicher dijo en seguida: —Quédese conmigo.

Los ojos se le encendieron a Estraven, pero titubeaba, y conviniendo en que no podía haber seguridad tan cerca de Sassinod, Dessicher prometió encontrarle un refugio. No habría sido difícil, dijo, si Estraven hubiese tomado un nombre falso, empleándose como cocinero o peón de granja, lo que no hubiera sido placentero, quizá, pero mejor sin duda que volver a Orgoreyn. —¿Qué demonios haría usted en Orgoreyn? ¿De qué viviría, eh?

—De la comensalía —dijo mi amigo con una sombra de su sonrisa de nutria. —Dan trabajo a todas las unidades, ya sabe usted. No sería un problema. Pero me agradaría quedarme en Karhide… si en verdad se le ocurre algo…

Habíamos conservado la estufa chabe, la única cosa de valor que nos quedaba. Nos fue útil, de un modo o de otro, hasta el fin del viaje. En la mañana que siguió a nuestro arribo a la granja de Dessicher, tomé conmigo la estufa y fui en esquíes hasta el pueblo. Estraven, por supuesto, no vino conmigo, pero me había explicado lo que yo tenía que hacer, y no hubo problemas. Vendí la estufa en el comercio del pueblo, y fui con el dinero al pequeño colegio de tráfico, donde estaba instalada la estación de radio, y compré diez minutos de «transmisión privada a recepción privada». Todas las estaciones reservaban diariamente un cierto tiempo a estas transmisiones de onda corta; en su mayor parte eran utilizadas por mercaderes que se comunicaban así con agentes o clientes de ultramar, en el Archipiélago, Sid, o Perunter; el costo es bastante alto, pero no disparatado. Menos, de cualquier modo, que el valor de una estufa chabe de segunda mano. Mis diez minutos serían temprano en la tercera hora, a media tarde. Yo no quería pasarme el día esquiando entre Sassinod y la granja, ida y vuelta, de modo que decidí quedarme en el pueblo, y me pagué un buen almuerzo, barato y copioso, en una de las tiendas de calor. Era evidente que la cocina karhidi estaba muy por encima de la orgota. Recordé mientras comía el comentario de Estraven sobre este asunto, y recordé cómo había dicho la noche anterior: —Preferiría quedarme en Karhide… —Y me pregunté, no por vez primera, qué es el patriotismo, en qué consiste realmente el amor a un país, cómo nace esa anhelosa lealtad que le había sofocado la voz a mi amigo, y cómo un amor tan verdadero puede convertirse, demasiado a menudo, en un fanatismo tan vil e insensato. ¿Dónde estaba el error?

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