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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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—Opino que no puedo dar media docena de pasos mientras dure este tiempo blanco.

—Pero si salimos del área de hondonadas…

—Oh, si salimos de las hondonadas será magnifico. Y si el sol sale otra vez, puedes subirte al trineo y te llevaré gratis de paseo hasta Karhide. —Un ejemplo típico de nuestros intentos de humor, en esta etapa del viaje; esos intentos eran siempre muy estúpidos, pero a veces arrancaban al otro una sonrisa. —No me pasa nada malo —continué, —excepto miedo crónico agudo.

—El miedo es útil, como la oscuridad, como las sombras. —La sonrisa de Estraven era una fea hendidura en una máscara de color castaño, agrietada y despellejada, de barba de vellones negros, y adornada con dos piedras negras. —Es raro que la luz del día no sea suficiente. Necesitamos las sombras, para poder caminar.

—Pásame un momento mi libro de notas. Estraven acababa de anotar la fecha y había contado mentalmente kilómetros y raciones. Me acercó la pequeña tableta y el lápiz de carbón empujándola alrededor de la estufa chabe. En la hoja en blanco pegada a la cubierta negra interior tracé la doble curva dentro del círculo, y ennegrecí la mitad yin del símbolo, y empujé de vuelta la tableta hacia mi compañero. —¿Conoces ese signo?

Estraven lo miró largo rato con una expresión extraña, pero dijo: —No.

—Se lo encuentra en la Tierra, y en Hain—Davenant, y en Chiffevar. Yin y yang. La luz es la mano izquierda de la oscuridad… ¿cómo seguía? Luz, oscuridad. Miedo, coraje. Frío, calor. Hembra, macho. Es lo que tú eres, Derem, dos y uno. Una sombra en la nieve.

Al día siguiente nos arrastramos hacia el noreste a través de la blanca ausencia de todo hasta que ya no hubo más grietas en el piso de nada: una jornada más. Habíamos reducido las raciones en un tercio esperando poder impedir así que en esta ruta más larga nos quedáramos sin comida. Se me ocurrió que esto no importaría mucho, ya que la diferencia entre poco y nada me parecía entonces demasiado sutil. Estraven, sin embargo, estaba rastreándole las huellas a la suerte, siguiendo lo que parecía presentimiento o intuición, y que quizá era raciocinio y experiencia aplicada. Fuimos hacia el este durante cuatro días, cuatro de las más largas jornadas de todo el viaje, de veintiséis a treinta y dos kilómetros por día, y luego el tranquilo aire bajo cero se quebró en pedazos, cambiándose en un torbellino que daba vueltas y vueltas, un torbellino de minúsculas partículas de nieve, adelante, detrás, a los lados, en los ojos, una tormenta que empezó con la muerte de la luz. Nos quedamos tres días en la tienda mientras el huracán aullaba afuera, tres días de un largo aullido inarticulado, nacido de unos pulmones que no respiraban.

—Me dan ganas de contestarle con otro grito —le dije a Estraven mentalmente, y él, con esa titubeante formalidad que caracterizaba su relación conmigo:

—Inútil. No te escuchará.

Dormimos hora tras hora, comimos un poco, nos cuidamos de las mordeduras del frío, las inflamaciones y moretones; hablamos con las mentes, dormimos de nuevo. El aullido de tres días murió en un parloteo, y luego sollozo, y luego silencio. Rompió un nuevo día.

El resplandor del cielo llegaba por la abertura de la puerta válvula. Era una luz que encendía el corazón, aunque estábamos demasiado agotados para mostrar nuestro alivio con presteza o celo de movimientos. Levantamos el campamento —nos llevó casi dos horas, pues nos arrastrábamos como viejos, —y partimos. El camino iba pendiente abajo, en una inconfundible y leve inclinación; la capa de nieve era perfecta para los patines. Brillaba el sol. El termómetro señalaba a media mañana veinte grados bajo cero. Nos pareció que la marcha nos devolvía las fuerzas, y la jornada fue desde entonces rápida y fácil. Seguimos así hasta que salieron las estrellas.

Estraven preparó una cena de raciones completas. De seguir así, teníamos sólo para siete días más.

—La rueda gira —me dijo con serenidad. —Para viajar de este modo hay que comer.

—Come, bebe y sé feliz —dije. La comida me había animado el cerebro. Me reí exageradamente de mis propias palabras —. Todo junto: comida —bebida —felicidad. No hay felicidad posible sin alimento, ¿no es así?

—Esto me pareció un misterio no muy distinto del círculo yin —yang, pero duró poco. Algo en la expresión de Estraven lo borró de mi mente. Sentí casi en seguida ganas de llorar, pero me contuve. Estraven no era tan fuerte como yo, y no era justo, quizá yo lo hacía llorar también. Aunque ya estaba dormido; se había dormido sentado, con el tazón en las rodillas. No tenía la costumbre de ser tan descuidado. Pero no era una mala idea, dormir.

Despertamos de mañana, bastante tarde, tomamos un doble desayuno, y luego nos pusimos los arneses, y arrastramos el liviano trineo dejando atrás el borde mismo del mundo.

Bajo el borde del mundo, que era una pendiente empinada y pedregosa de color blanco y rojo a la pálida luz del mediodía, se extendía el mar helado: la bahía de Guden, helada de costa a costa y desde Karhide hasta el Polo Norte.

Descender a ese mar de hielo a través de los bordes salientes y grietas del hielo apretado contra las Tierras Bajas nos llevó esa tarde y el día siguiente. Al segundo día abandonamos el trineo, e improvisamos un par de mochilas: la tienda como el bulto principal de una, y los sacos en la otra, y los alimentos distribuidos de acuerdo con el peso, que no pasó de los doce kilos para cada uno. Añadí la estufa chabe a mi carga, y aún así no me tocaban más de quince kilos. Era bueno haberse librado al fin y para siempre de tironear, empujar, arrastrar, levantar el trineo, y así se lo dije a Estraven, cuando reiniciamos la marcha. Estraven le echó una ojeada al trineo por encima del hombro, un pequeño residuo en aquella vasta aflicción de hielo y piedra roja. —Lo hizo bien —dijo. La lealtad de Estraven, que nunca me pareció desproporcionada, se extendía a las cosas; las cosas seguras, obstinadas, pacientes que usamos y son también parte de nuestros hábitos, las cosas por las que vivimos. Estraven extrañaba el trineo.

Aquella noche, la septuagésima quinta de nuestro viaje, el día quincuagésimo primero en la meseta, harhahad anner, bajamos del Hielo de Gobrin al mar de hielo de la bahía de Guden. Una vez más viajamos muchas horas, hasta tarde. El aire era muy frío, pero tranquilo y claro, y la limpia superficie de hielo parecía apropiada de veras para los esquíes. Cuando acampamos aquella noche fue raro pensar, ya acostados, que no había un kilómetro de hielo debajo de nosotros, sino poco más de un par de metros, y luego agua salada. Pero no lo pensamos mucho tiempo. Comimos, y dormimos.

Al amanecer, de nuevo un día claro aunque terriblemente frío, con menos de cuarenta grados bajo cero al alba, vimos la costa en el sur, abultada aquí y allá con las lenguas visibles de los glaciares, y que se alejaba casi en línea recta. Seguimos la costa bastante cerca de la orilla al principio. Un viento norte nos ayudó a marchar hasta que entramos esquiando en la boca de un valle entre dos altas montañas anaranjadas; en esta garganta aullaba una ráfaga que nos echó por el suelo. Caminamos de prisa hacia el este, subiendo un poco sobre el nivel del mar, y allí al menos pudimos mantenernos de pie y seguir avanzando.

—El Hielo de Gobrin nos vomitó fuera —dije.

Al otro día, la costa que hasta entonces se había curvado hacia el este, se extendió recta delante de nosotros. A la derecha estaba Orgoreyn, pero la curva azul de delante era Karhide.

En aquel día consumimos los últimos granos de orsh y lo poco que quedaba de germen de kadik; nos quedaban ahora sólo un kilo de guichi michi, y un cuarto kilo de azúcar.

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