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Ursula Le Guin: La mano izquierda de la oscuridad

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Ursula Le Guin La mano izquierda de la oscuridad

La mano izquierda de la oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La trama gira en torno a la estancia de Genly Ai, un enviado terrestre del Ekumen, al planeta Gueden, también conocido como Invierno por atravesar una edad glaciar. El Ekumen podría definirse como una liga interplanetaria compuesta por los “mundos inhabitados” (es decir, por aquellos que no son ni los planetas conocidos ni sus colonias) cuyo propósito, en este caso, es que Gueden se una a la alianza. Por ello, Genly Ai lleva dos años en Karhide (uno de los dos reinos más importantes de Gueden) esperando una audiencia con el rey. Cuando llega el momento, todo apunta a que el rey no goza de un juicio sano, ve al Enviado como una amenaza y a su primer ministro, Estraven, como ejemplo de traición. En un intento por conseguir en otra ciudad lo que ha resultado imposible en Karhide, Genly Ai viaja a Orgoreyn, donde Estraven cumple su exilio. El rechazo de los orgotas hacia Genly provoca el reencuentro entre éste y Estraven que, a partir de este punto, deberán convivir en duras condiciones.

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Luego del almuerzo me paseé por Sassinod. La actividad del pueblo, las tiendas y mercados y calles, animados a pesar de las ráfagas de nieve y la temperatura bajo cero, me daban la impresión de estar mirando una pieza de teatro, irreal, sorprendente. Yo aún no había salido de la soledad del Hielo. Me sentía intranquilo entre esa gente desconocida, y extrañaba continuamente la presencia de Estraven a mi lado.

Remonté la calle empinada y cubierta de nieve cuando la tarde empezaba a irse; entré en el colegio y me mostraron cómo se manejaba el transmisor público. A la hora señalada envié la señal de alerta al satélite automático que giraba en una órbita estacionaria a quinientos kilómetros de altura sobre Karhide del Sur. Estaba allí para ayudarme en situaciones como ésta: mi ansible había caído en otras manos, de modo que no podía pedirle a Ollul que advirtiese a la nave, y yo no tenía tiempo ni equipo para establecer contacto directo con la órbita solar. El transmisor de Sassinod era más que suficiente, pero como el satélite no estaba equipado para responder, excepto con un mensaje a la nave, yo no podría saber si mi llamada había sido recibida y reenviada a la nave. Yo no sabría si había hecho bien. Había aprendido a aceptar estas incertidumbres con ánimo tranquilo.

Nevaba mucho cuando iba a dejar el colegio, y decidí pasar la noche en el pueblo, pues no conocía tan bien los caminos como para aventurarme en la nieve y la oscuridad. Como aún me quedaba un poco de dinero, pregunté por una posada, e insistieron en que me quedara en el colegio; cené con un grupo de animados estudiantes, y pasé la noche en uno de los dormitorios. Me quedé dormido con una agradable impresión de seguridad, la convicción de que la gente de Karhide era de una extraordinaria y sostenida bondad con los extranjeros. Yo había descendido al principio en el país adecuado, y ahora estaba de vuelta. Así me dormí, pero desperté muy temprano y salí para la granja de Dessicher, habiendo pasado una noche agitada y con pesadillas.

El sol naciente, pequeño y frío en el cielo claro, enviaba sombras al oeste desde todas las quebraduras y salientes de la nieve. Nadie se movía en los campos nevados, pero allá lejos por el camino se acercaba una figurita, deslizándose levemente como un esquiador. Mucho antes de verle la cara reconocí a Estraven.

—¿Qué pasa, Derem?

—Tengo que llegar a la frontera —me dijo sin ni siquiera detenerse cuando nos encontramos. Estaba ya sin aliento. Me volví y los dos fuimos hacia el Oeste, y yo tuve que esforzarme para no quedar atrás. Cuando llegamos a la curva que llevaba a Sassinod, Estraven se lanzó esquiando a través de los campos sin cercas. Cruzamos el Ey helado a unos dos kilómetros al norte del pueblo. Los terraplenes eran empinados, y cuando llegamos arriba tuvimos que detenernos a descansar. No estábamos en condiciones para esta clase de carrera.

—¿Qué pasó? ¿Dessicher?

—Si. Lo oí cuando hablaba por su transmisor inalámbrico. Al alba. —El pecho le subía y le bajaba a Estraven en jadeos, como cuando estaba tendido en el hielo junto a la hondonada azul. —Tibe debe de haber puesto precio a mi cabeza.

—¡Condenado y desagradecido traidor! —balbuceé, no refiriéndome a Tibe sino a Dessicher, que había traicionado una amistad.

—Si, lo es —dijo Estraven —, pero le pedí demasiado, puse demasiado en aprietos a un pequeño espíritu. Escucha, Genry. Vuelve a Sassinod.

—Al menos quiero verte del otro lado de la frontera, Derem.

—Puede haber guardias orgotas allí.

—Me quedaré de este lado. Por amor de Dios…

—Estraven sonrió. Todavía respirando con dificultad, se incorporó y se puso en marcha, y yo fui con él.

Esquiamos cruzando bosquecillos helados y las lomas y campos del valle en disputa. No había ningún escondrijo a la vista, ningún techo. Un cielo luminoso, un mundo blanco, y dos manchas móviles de sombra, que huyen. La elevación del terreno nos ocultó la frontera hasta que estuvimos a unos doscientos metros. Entonces la vimos claramente señalada con una cerca; sólo medio metro de los postes emergía sobre la nieve, las puntas pintadas de rojo. No se veían guardias en el lado orgota. Del lado de aquí había huellas de esquíes, y más al sur unas figuritas que se movían.

—Hay guardias de este lado. Tendrás que esperar a la noche, Derem.

—Inspectores de Tibe —jadeó Estraven, amargamente, y se volvió.

Subimos de nuevo a la elevación, y nos escondimos en el primer lugar arbolado que encontramos. Allí pasamos todo aquel largo día, en un claro, entre la vegetación espesa de un bosque de hémmenes; las ramas rojizas pendían alrededor de nosotros bajo la carga de la nieve. Discutimos la conveniencia de ir hacia el norte o hacia el sur a lo largo de la frontera para salir de esta zona particularmente perturbada, o tratar de subir a las lomas, al este de Sassinod, y aun volver al norte, al desierto, pero todos estos planes tuvieron que ser vetados. Descubierta la presencia de Estraven no podíamos viajar abiertamente por Karhide, como hasta ahora. Ni podíamos tampoco viajar en secreto; no teníamos tienda, ni comida, ni mucha fortaleza. No quedaba otra solución que una rápida arremetida a través de la frontera; todos los otros caminos estaban cerrados.

Nos quedamos allí en la hueca oscuridad, bajo los árboles oscuros, en la nieve, apretados y juntos, buscando calor. Alrededor del mediodía Estraven dormitó un rato; yo tenía demasiada hambre y demasiado frío para poder dormir. Me quedé tendido junto a mi amigo en una especie de estupor, tratando de recordar las palabras que él me había citado una vez: Las dos son una, vida y muerte, tendidas juntas… Era un poco como estar dentro de la tienda, en el Hielo, pero sin techo, sin comida, sin descanso; lo único que nos quedaba era la compañía del otro, y esto terminaría pronto.

Una neblina ocultó el cielo, en la tarde, y la temperatura empezó a bajar. Aun en aquel agujero sin viento hacía demasiado frío para estar echados e inmóviles. Tuvimos que levantarnos y a la hora del crepúsculo padecí un ataque de escalofríos como el que había conocido en el camión —prisión cuando cruzábamos Orgoreyn. Lo oscuridad se demoraba. Al fin, en los últimos momentos del crepúsculo azul, dejamos el claro y nos arrastramos por la loma, ocultándonos detrás de los árboles y matorrales hasta que alcanzamos a divisar la línea de la cerca —frontera, unos pocos puntos oscuros a lo largo de la nieve pálida. Ninguna luz, ningún movimiento, ningún sonido. Lejos en el sudoeste se vislumbraba el resplandor amarillo de una aldea, alguna pequeña aldea comensal de Orgoreyn, donde Estraven podía entrar con sus inaceptables papeles de identidad, y asegurarse por lo menos una noche de alojamiento en la cárcel comensal o quizá en la más próxima granja comensal voluntaria. De pronto, allí, a último momento, no antes, comprendí lo que mi egoísmo y el silencio de Estraven me habían ocultado, a dónde iba y en qué se metía, y dije: —Derem, espera…

Pero Estraven ya se deslizaba loma abajo, esquiador magnifico, veloz, y esta vez no se demoraba esperándome. Descendía en una larga y rápida curva a través de las sombras sobre la nieve. Se alejaba de mi, e iba directamente hacia las armas de los guardias fronterizos. Me pareció oír unos gritos de advertencia o quizá órdenes de alto, y en alguna parte estalló una luz, pero no estoy seguro. De cualquier modo Estraven no se detuvo, y se precipitó hacia la cerca, y los guardias le dispararon antes que llegara. No usaban las armas sónicas que aturden a la víctima sino el arma de saqueo, una máquina antigua que arroja una andanada de fragmentos de metal. Dispararon para matarlo. Agonizaba ya cuando llegué junto a él, tendido de costado en la nieve, con los brazos y las piernas abiertos, y el pecho ensangrentado; los esquíes asomaban más lejos, clavados de punta en la nieve. Le tomé la cabeza en mis brazos y le hablé, pero nunca me respondió. Contestó a mi amor por él de otro modo, gritando a través del tumulto y la destrucción silenciosa que era entonces su mente, cuando ya perdía la conciencia, en el lenguaje que no se habla, una vez, claramente: —¡Arek! Luego nada más. Le sostuve la cabeza, agachado allí en la nieve, mientras él moría. Me dejaron hacerlo. Luego me obligaron a levantarme, y a mí me llevaron en una dirección y a él en otra; a mí hacia la cárcel, y a él hacia la oscuridad.

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