El camión continuó así durante otros tres o cuatro días y noches desde mi despertar. No se detuvo en ningún puesto de inspección, y se me ocurrió que nunca cruzábamos ningún poblado. El viaje del vehículo era errático, furtivo. Había paradas para cambiar de conductor y recargar baterías; había otras paradas más largas, no sabíamos por qué causa. En dos de esos días no nos movimos desde el mediodía hasta la noche, como si nos hubiesen abandonado; luego nos pusimos otra vez en marcha junto con las sombras. Promediando el día se abría la puerta trampa y nos pasaban una jarra de agua.
Contando el cadáver éramos veintiséis personas, dos trece. Los guedenianos cuentan a menudo en series de trece, veintiséis, cincuenta y dos, sin duda a causa del ciclo lunar de veintiséis días, la duración del mes y el plazo de recurrencia del ciclo sexual. El cadáver fue empujado contra las puertas traseras de acero, donde se mantenía frío. El resto nos pasábamos las horas sentados y encogidos, cada uno en su lugar, su territorio, su dominio, hasta la noche; cuando el frío empezaba a aumentar nos íbamos acercando unos a otros, poco a poco, hasta que al fin nos confundíamos en una entidad que ocupaba un espacio templado en el medio, frío en la periferia.
Había bondad allí. Yo y algunos otros, un viejo y alguien que tosía mucho, fuimos reconocidos como menos resistentes al frío, y todas las noches nos encontrábamos en el centro del grupo, la entidad de veinticinco, donde había más calor. No luchábamos por ocupar este puesto; estábamos ahí simplemente, todas las noches. Es algo terrible, esta bondad que los seres humanos nunca pierden. Terrible, porque cuando nos encontrábamos desnudos en la oscuridad y helados, no teníamos otra cosa. Nosotros que somos tan capaces, tan fuertes, terminamos en eso. No nos queda otra cosa.
A pesar de la promiscuidad y las noches en que nos apretábamos para dormir, nadie trataba de acercarse a los otros. Algunos estaban como adormilados por las drogas, otros eran quizá criaturas enfermas desde un punto de vista mental o social, todos habían sido perseguidos y aterrorizados. Sin embargo, parecía extraño que entre veinticinco personas ninguna le hablara alguna vez a todas las otras, ni siquiera para maldecirlas. Había bondad allí, y resistencia, pero en silencio, siempre en silencio. Apretados y juntos en la amarga sombra de nuestra compartida mortalidad, nos entrechocábamos continuamente, nos sacudíamos juntos, caíamos unos sobre otros, mezclábamos nuestros alientos, juntábamos el calor de nuestros cuerpos como preparando un fuego, pero seguíamos siendo extraños. Nunca supe el nombre de ninguna de aquellas gentes.
Un día, el tercer día me parece, cuando el camión llevaba horas detenido, y yo me preguntaba si no nos habían abandonado a nuestra suerte en algún sitio desierto, uno de los hombres del camión empezó a hablarme, y me contó una larga historia acerca de un molino en el sur de Orgoreyn donde él había trabajado y cómo había tenido problemas con un supervisor. Me habló y habló con una vocecita inexpresiva y tomándome la mano como si quisiera estar seguro de que yo lo escuchaba. El sol se ponía, y cuando tomamos una curva del camino un rayo de luz entró por la ranura de la puerta; de pronto fue posible ver hasta la otra pared de la caja. Vi una muchacha, una muchacha fatigada, estúpida, bonita, sucia, que me miraba a la cara mientras hablaba sonriendo tímidamente, buscando sosiego.
El joven orgota estaba en kémmer, y se me había acercado. La única vez en que uno de ellos me pedía algo, pero yo no podía complacerlo. Me levanté y me acerqué a la ventana—ranura para tomar aire y echar una mirada afuera, y no volví a mi sitio por un largo rato.
Aquella noche el camión entró en unos campos ondulados, subiendo un tiempo, bajando, subiendo de nuevo; cada vez que nos deteníamos un silencio helado e ininterrumpido parecía extenderse más allá del acero de la caja: el silencio de los vastos páramos, de las tierras altas. El orgota en kémmer seguía a mi lado, tratando todavía de tocarme. Yo volví a pasar mucho tiempo con la cara apretada contra el alambre tejido, respirando un aire que me entraba en la garganta y los pulmones como una navaja, apoyando en la puerta de metal unas manos temblorosas. Me di cuenta al fin de que se me estaban helando. Mi aliento había hecho un puentecito de hielo entre mis labios y el alambre, y tuve que quebrar este puente con los dedos antes que yo pudiera darme vuelta. Cuando me unía a los otros empecé a temblar de frío, con unas sacudidas que yo no conocía, como espasmos convulsivos de fiebre. El camión se puso otra vez en marcha. El ruido y el movimiento daban la ilusión de calor, quebrando aquel silencio glacial, pero hacía todavía demasiado frío para dormir aquella noche. Se me ocurrió que quizá estuviésemos entonces en tierras muy altas, pero no podía asegurarlo, ya que en esas circunstancias la respiración, el pulso, el nivel de energía no eran indicadores fieles.
Como supe tarde, estábamos cruzando los Sembensyens aquella noche, y los pasos se elevaban a más de tres mil metros.
El hambre no me perturbaba demasiado. La última comida que yo recordaba había sido aquella cena larga y pesada en casa de Shusgis; seguramente me habían alimentado en Kundershaden, pero de esto no tenía ningún recuerdo. La comida no parecía ser parte de la existencia en esta caja de acero, y yo no pensaba mucho en la comida. La sed, por otra parte, es condición ineludible de la vida. Una vez por día, el camión detenido, se abría la puerta trampa instalada evidentemente con este propósito, y uno de nosotros sacaba afuera la jarra plástica y pronto la devolvían llena, junto con una breve ráfaga de aire helado. No había modo de medir el agua. La jarra pasaba de mano en mano, y cada uno de nosotros tomábamos tres o cuatro buenos sorbos antes que se extendiera la mano próxima, buscando la jarra. Ninguna persona o grupo actuó nunca como distribuidor o guardián; nadie atendía a que se guardara un trago para el hombre de la tos, y que ahora tenía mucha fiebre. Sugerí esto una vez, y los que estaban a mi alrededor asintieron, pero nadie hizo nada. El agua se repartía más o menos equitativamente —nadie trataba de tomar un poco más —y desaparecía en unos pocos minutos. En una ocasión los tres últimos, que se sentaban contra la pared delantera de la caja, se quedaron sin agua; la jarra estaba vacía cuando llegó a ellos. Al día siguiente dos de estos hombres insistieron en ocupar los primeros puestos de la fila, y los ocuparon. El tercero se quedó encogido en el rincón, y nadie se cuidó de que recibiera su ración. ¿Por qué no lo intenté yo? No lo sé. Aquel era el cuarto día en el camión. Si no me hubiesen dado agua, creo que yo no habría protestado. Tenía conciencia de la sed y el sufrimiento de este hombre, y del hombre enfermo, y de los demás, como de mi sed y mi sufrimiento propios. Nada podía hacer contra ese sufrimiento, y por ese motivo yo lo aceptaba, como ellos, plácidamente.
Sé que la gente puede actuar de modos muy distintos en las mismas circunstancias. Estas criaturas eran orgotas, gente entrenada desde el nacimiento en una disciplina de cooperación, obediencia, sumisión a los intereses del grupo. No tenían en verdad cualidades sobresalientes de independencia y decisión. No eran coléricos. Formaban un todo, yo entre ellos; así lo sentían, y esa unidad de grupo donde cada uno tomaba vida de los otros era un refugio y un verdadero apoyo en la noche. Pero no había allí quien hablara por todos; era una entidad acéfala, pasiva.
Quizá unos hombres de temple más combativo se las hubiesen arreglado mejor: hablando más, repartiendo el agua más equitativamente, ayudando a los enfermos, y manteniendo el ánimo. No sé. Sólo sé lo que ocurrió dentro del camión.
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