En la granja Pulefen vivíamos, como dije, desnutridos, y nuestras ropas, en especial el calzado, era completamente inadecuado para aquel clima invernal. Los guardias, la mayor parte prisioneros en prueba, no estaban mucho mejor. El propósito del lugar y de este régimen no era destructivo sino primitivo, y creo que la vida allí podría ser soportable, sin las drogas y los exámenes.
Algunos prisioneros eran examinados en grupos de doce, y se contentaban con recitar una especie de confesión y catecismo; les daban luego la inyección antikémmer, y eran devueltos al trabajo. A los otros, los prisioneros políticos, se los drogaba e interrogaba cada cinco días.
No sé qué drogas empleaban. No conozco el propósito de los interrogatorios, ni tengo la menor idea de las preguntas que me hacían. Yo despertaba cada vez en el dormitorio, unas pocas horas más tarde, tendido en mi camastro, lo mismo que cinco o seis de los otros, algunos despertando junto conmigo, otros todavía dominados por la droga. Cuando al fin estábamos todos de pie, los guardias nos llevaban al trabajo; pero un día luego del tercero o cuarto de estos exámenes no me pude levantar. Me dejaron en el camastro, y al día siguiente pude incorporarme a mi cuadrilla, aunque me sentía vacilante. Luego del examen siguiente quedé inutilizado dos días. Era evidente que las hormonas antikémmer o las drogas de la verdad tenían un efecto tóxico en mi sistema nervioso no guedeniano, y que este efecto era acumulativo.
Recuerdo que planeé cómo le hablaría al médico en el próximo examen. Empezaría por prometerle que respondería francamente a todas las preguntas, sin necesidad de drogas, y luego le diría: —Señor, ¿no ve usted qué inútil es conocer la respuesta a una pregunta inadecuada? —Luego el inspector se transformaba en Faxe, con la cadena de oro de los profetas colgándole del cuello, y yo tenía largas conversaciones con Faxe, muy agradables, mientras vigilaba la caída de las gotas de ácido de un alambique a una vasija de madera pulverizada. Por supuesto, cuando entré en el cuartito donde nos examinaban, el ayudante del inspector me había bajado el cuello de la camisa y me había dado una inyección antes que yo tuviera tiempo de decir una palabra, y todo lo que recuerdo de esa sesión, aunque quizá ocurrió en otra anterior, es al Inspector, un joven orgota de uñas sucias y aspecto fatigado que decía en un tono monótono: —Tiene que responder a mis preguntas en orgota; no me hable en otro lenguaje. Hable en orgota.
En la granja no había enfermería. El principio era allí trabajar o morir, aunque en la práctica se permitían ciertas lenidades, intervalos entre el trabajo y la muerte, proporcionadas por los guardias. Como dije ya, no eran crueles, aunque tampoco bondadosos. Eran descuidados, y no se preocupaban mucho, mientras pudieran mantenerse apartados de los problemas. Cuando fue evidente que yo y otro de los hombres no podíamos tenernos en pie, luego de uno de esos exámenes, dejaron que nos quedáramos en el dormitorio, metidos en los sacos de dormir, como si no nos hubiesen visto. Yo me sentía muy enfermo; el otro, un hombre de mediana edad, padecía de alguna perturbación o enfermedad en un riñón, y estaba muriéndose. La agonía no era rápida y le permitían pasarse un tiempo en el camastro dedicado a esa tarea.
Lo recuerdo más claramente que a nadie de la granja Pulefen. Era físicamente un guedeniano típico del Gran Continente, macizo, corto de piernas y brazos, con una sólida capa de grasa subcutánea que daba, aun en la enfermedad, cierta redondez al cuerpo. Tenía manos y pies menudos, caderas bastante anchas, y amplio tórax; los pechos estaban apenas más desarrollados que en un hombre de mi raza. La piel era de un color castaño rojizo oscuro, el pelo negro, feo y lanoso; la cara ancha, de facciones fuertes y pequeñas, y de pómulos prominentes: un tipo no muy distinto de los aislados grupos terrestres que viven en las zonas muy altas o en las áreas polares. Se llamaba Asra; había sido carpintero.
Hablamos.
Asra, me parece, no se resistía a morir, pero le tenía miedo a la muerte, y buscaba distracción.
Poco teníamos en común excepto la cercanía de la muerte, y no queríamos hablar de la muerte, de modo que muy a menudo no nos entendíamos. Esto no le importaba a Asra. Yo, más joven e incrédulo, hubiese querido alguna comprensión, entendimiento, explicación. No había explicación. Hablamos.
A la noche en la barraca—dormitorio había luz, gente y ruido. Durante el día apagaban las luces y la barraca quedaba a oscuras, vacía, tranquila. Estábamos acostados cerca en los camastros y hablábamos en voz baja. Asra prefería contarme largas y sinuosas historias acerca de su juventud en una granja comensal del valle de Kunderer, aquella vasta y espléndida llanura que yo había cruzado viniendo de la frontera a Mishnori. El dialecto del hombre era muy acentuado, y hablaba de gentes, lugares, costumbres, herramientas, con palabras que yo no conocía, de modo que muy a menudo no me llegaban más que ráfagas de estas reminiscencias. Cuando se sentía mejor, casi siempre alrededor del mediodía, le pedía que me contara un mito o una leyenda. La mayoría de los guedenianos guardan buen acopio de estas historias. La literatura es allí, aunque también existe en forma escrita, una viva tradición oral, y en este sentido todos son letrados. Asra conocía los cuentos populares orgotas, las anécdotas de Meshe, el relato de Parsid, partes de las mayores epopeyas y la saga novelada de los Mercaderes del Mar. Esto, y los fragmentos de leyendas locales que recordaba de la infancia, me lo contaba Asra en un farfullado y susurrado dialecto, y cuando se sentía cansado me pedía a mí una historia. —¿Qué cuentan en Karhide? —me decía frotándose las piernas, que lo atormentaban con dolores y punzadas, y volviendo a mí la cara de leve, tímida y paciente sonrisa.
Una vez dije:
—Conozco una historia de gente que vive en otro mundo.
—¿Qué clase de mundo?
—Parecido a este, en casi todo. Pero no da vueltas alrededor del sol, sino alrededor de la estrella que aquí llaman Selemy. Es una estrella amarilla, como el sol, y en ese mundo, bajo ese sol, vive otra gente.
—De eso se habla en las enseñanzas sanovi, de otros mundos. Había un viejo sacerdote sanovi que estaba loco y venía a mi hogar cuando yo era pequeño, y nos hablaba de eso a los niños, dónde van los mentirosos cuando mueren, y también los suicidas, y los ladrones. ¿Ahí es donde iremos, eh, usted y yo, a uno de esos sitios?
—No, el mundo de que hablo no es de los espíritus. Es un mundo real. La gente que vive allí es real, gente viva, como aquí. Pero aprendieron a volar hace mucho tiempo.
Asra sonrió mostrando los dientes.
—No agitando los brazos, no. Volaban en máquinas parecidas a coches. —Pero era difícil explicar esto en orgota, que no tiene palabras que signifiquen literalmente «volar», y la más aproximada es la que podría traducirse por «deslizarse». —Bueno, aprendieron a fabricar máquinas que iban por el aire así como un trineo va por la nieve. Y al cabo de un tiempo aprendieron a fabricar máquinas que iban más lejos y más rápido, hasta que fueron cómo la piedra que arroja la honda, y pasaron sobre la tierra y las nubes y más allá del aire hasta otro mundo que giraba alrededor de otro sol. Y cuando llegaron a ese otro mundo, qué encontraron allí sino hombres que…
—¿Se deslizaban en el aire?
—Quizá si, quizá no. Cuando llegaron a mi mundo ya sabíamos cómo viajar por el aire. Pero nos enseñaron cómo ir de mundo en mundo, y todavía no teníamos máquinas para eso.
Asra no entendía bien la intromisión del narrador en la narración. Me sentía afiebrado, molesto por las llagas que me habían aparecido en el pecho y los brazos a causa de las drogas, y no sabía cómo podría entretejer el relato.
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