Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Keng escuchaba, inmóvil, con una expresión entre asombrada y pensativa, y quizá ligeramente confundida.

—No entiendo… No entiendo —dijo al fin—. Usted es como alguien de nuestro propio pasado, los idealistas de antaño, los visionarios de la libertad; y sin embargo no lo entiendo; es como si usted tratara de contarme cosas del futuro; y sin embargo, como usted dice, usted está aquí, ¡ahora!… —Keng parecía tan perspicaz como siempre. Dijo al cabo de un momento—: ¿Entonces por qué ha venido usted a mí, Shevek?

—Oh, para darle la idea. Mi teoría, usted sabe. Para que no pase a ser una propiedad de los ioti, una inversión o un arma. Si está dispuesta, lo más sencillo sería transmitir las ecuaciones, mostrarlas a los físicos de todo este mundo, y a los hainianos y a los otros mundos, lo más pronto posible. ¿Estaría dispuesta?

—Más que dispuesta.

—Se reducirá a unas pocas páginas. Las pruebas y algunas de las implicaciones llevarían más tiempo, pero eso lo dejaremos para más adelante, y otra gente podrá trabajar en esas ecuaciones si yo no pudiera.

—¿Pero qué hará luego? ¿Quiere volver a Nio? La ciudad está en calma ahora, parece; la insurrección ha sido dominada, al menos por el momento; pero temo que el gobierno ioti lo considere a usted un rebelde. Está Thu, desde luego…

—No. No quiero quedarme aquí. ¡No soy altruista! Si usted me ayudara también en esto, podría volver a mi mundo. Hasta es posible que los ioti estén dispuestos a mandarme a casa. Sería coherente, pienso: hacerme desaparecer, negar mi existencia. Naturalmente, podrían considerar que hay otro método, más sencillo: matarme o encerrarme para siempre en la cárcel. Pero todavía no quiero morir, y menos morir aquí, en el Infierno. ¿A dónde va el alma cuando uno muere en el Infierno? —Se echó a reír: había recuperado todas sus buenas maneras—. Pero si usted me mandara de vuelta a casa, creo que ellos se sentirían aliviados. Un anarquista muerto se convierte pronto en mártir, sabe usted, y sigue viviendo durante siglos. Pero los ausentes pueden ser olvidados.

—Yo creía saber lo que era el «realismo» —dijo Keng. Sonreía, pero no era una sonrisa natural.

—¿Cómo puede saberlo, si no conoce la esperanza?

—No nos juzgue con demasiada dureza, Shevek.

—No los juzgo. Sólo les pido ayuda, y no tengo nada que dar a cambio.

—¿Nada? ¿Llama nada a la teoría?

—Póngala en la balanza con la libertad de un solo hombre —dijo Shevek, volviéndose hacia ella—, ¿cuál pesará más? ¿Usted lo sabe? Yo no.

12

Anarres

—Deseo presentar un proyecto —dijo Bedap— en nombre del Sindicato de Iniciativas. Como sabéis, estamos en contacto radial con Urras desde hace ya unas veinte décadas…

—¡En contra de las recomendaciones del Consejo, y de la Federación de la Defensa, y del voto mayoritario de la-Lista!

—Sí —dijo Bedap mirando de arriba abajo al que había hablado pero sin impugnar la interrupción. No había normas cíe procedimiento en las reuniones de la CPD. Algunas veces las interrupciones eran más frecuentes que las mociones. Comparar aquellas asambleas con una conferencia ejecutiva bien organizada era como comparar una loncha de carne cruda con el diagrama de un dispositivo electrónico. Aunque la carne cruda funciona mejor que cualquier dispositivo electrónico en el lugar que le corresponde: el cuerpo de un animal vivo.

Bedap conocía a todos los que se le oponían en el Consejo de Importación y Exportación; hacía tres años que iba a las reuniones y discutía con ellos. Este opositor era nuevo, un hombre joven, sin duda uno de los elegidos por sorteo para integrar la CPD. Bedap lo examinó con una mirada indulgente y prosiguió:

—No resucitemos las viejas discusiones, ¿eh? Propongo una nueva. Hemos recibido un mensaje interesante de un grupo en Urras. Vino por la longitud de onda que usan nuestros contactos ioti, pero no llegó en las horas programadas, era una señal débil. Parece que la enviaron desde un país llamado Benbili, no desde A-Io. El grupo se llama a sí mismo «La Sociedad Odoniana». Se trata al parecer de odonianos posteriores a la Emigración, que sobreviven de alguna manera al margen de las leyes y los gobiernos de Urras. El mensaje venía dirigido a «los hermanos de Anarres». Podéis leerlo en el boletín del Sindicato, es interesante. Preguntan si podríamos permitirles que mandaran gente aquí.

—¿Mandar gente aquí? ¿Dejar que vengan aquí los urrasti? ¿Espías?

—No, como inmigrantes.

—¿Quieren que se abra la inmigración, es eso, Bedap?

—Dicen que el gobierno los persigue, y tienen la esperanza…

—¿De que se reabra la inmigración? ¿A cualquier aprovechado que se llame a sí mismo odoniano?

Sería difícil describir un debate administrativo anarresti; era un proceso que se desarrollaba muy rápidamente, varias personas hablaban a menudo a la vez, pero sin largos parlamentos, matizados por frecuentes sarcasmos, y dejando muchas cosas sin decir; prevalecía el tono emocional, y a menudo intensamente personal; se llegaba a un fin, pero a ninguna conclusión. Era como una discusión entre hermanos, o entre los pensamientos de una mente indecisa.

—Si permitimos que esos supuestos odonianos vengan aquí, ¿cómo se proponen llegar?

La que había hablado era la adversaria que Bedap más temía, una mujer fría e inteligente llamada Rulag. Durante todo el año no había tenido una enemiga más sutil en el Consejo. Bedap miró de reojo a Shevek, que asistía al Consejo por primera vez, tratando de llamarle la atención. Alguien le había dicho a Bedap que Rulag era ingeniera, y había encontrado en ella la claridad y el pragmatismo mentales del ingeniero, sumados al odio del mecánico por las irregularidades y complejidades. Se oponía a cada una de las mociones del Sindicato de Iniciativas, y hasta le negaba el derecho de existir. Los argumentos eran buenos, y Bedap la respetaba. A veces, cuando ella hablaba de la fuerza de Urras, y del peligro de negociar con los fuertes desde una posición de debilidad, Bedap le creía.

Porque había momentos en que Bedap se preguntaba interiormente si él y Shevek, cuando se reunían en el invierno del 68 a discutir la posibilidad de que un científico frustrado imprimiese él mismo sus trabajos y se los comunicara a los físicos de Urras, no habrían puesto en marcha una cadena de acontecimientos que ya nadie podía dominar. Cuando al fin se comunicaron por radio, los urrasti se habían mostrado más ansiosos de lo que ellos esperaban: querían hablar, intercambiar información. En uno y otro mundo se prestaba a los odonianos una atención excesiva y para ellos incómoda. Cuando el enemigo te abraza con entusiasmo y tus conciudadanos te rechazan con encono, es difícil que no te preguntes si no eres, en realidad, un traidor.

—Supongo que llegarían en uno de los cargueros —replicó—. Como buenos odonianos, viajarán con quien acepte traerlos. Si el gobierno de allí o el Consejo de Gobiernos Mundiales lo permitiese. ¿Lo permitirían? ¿Los arquistas ayudarían a los anarquistas? Me gustaría averiguarlo. Si invitásemos a un grupo pequeño, seis u ocho, de esa gente, ¿qué pasaría?

—Una curiosidad laudable —dijo Rulag—. Conoceríamos mejor el peligro, sin duda, si estuviéramos mejor enterados de cómo están las cosas en Urras. Pero lo peligroso es averiguarlo. —La mujer se levantó para indicar que quería hablar más extensamente, no sólo un par de frases. Bedap tuvo un sobresalto y volvió a mirar a Shevek, que estaba sentado junto a él—. Ojo con ésta —le advirtió en voz baja. Shevek no contestó, pero por lo general era reservado y tímido en las asambleas, y nunca intervenía a menos que algo lo conmoviese, en cuyo caso era un orador sorprendentemente bueno. Seguía sentado mirándose las manos. Pero cuando Rulag empezó a hablar, Bedap notó que si bien se dirigía a él, no dejaba de mirar a Shevek.

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