Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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—Quiero ver al Embajador.

—El Embajador está tomando el desayuno. Tendrá que concertar una entrevista. —El empleado se frotó los ojos acuosos y por primera vez vio con claridad al visitante. Lo miró perplejo, movió varias veces la mandíbula, y dijo—: ¿Quién es usted? ¿Dónde…? ¿Qué desea?

—Quiero ver al Embajador.

—Un momento —dijo el empleado en el más puro acento iótico, sin dejar de mirarlo, y estiró la mano hacia un teléfono.

Un automóvil se había detenido a la entrada del puente levadizo, en la puerta de la embajada, y varios hombres se apeaban ahora, los galones metálicos de las chaquetas negras resplandecientes a la luz del sol. Otros dos nombres acababan de entrar en el vestíbulo desde el cuerpo principal del edificio, conversando: hombres de aspecto extraño, vestidos con ropas extrañas. Shevek se movió de prisa alrededor del escritorio, hacía ellos, tratando de correr.

—¡Ayúdenme! —dijo.

Los hombres lo miraron, alarmados. Uno retrocedió, arrugando el ceño. El otro miró más allá de Shevek hacia el grupo uniformado que acababa de entrar en la embajada.

—Aquí dentro —dijo con frialdad, tomó el brazo de Shevek y se encerró con él en una pequeña oficina lateral, con dos pasos y un movimiento de la mano, tan preciso como un bailarín—. ¿ Qué pasa? ¿ Es usted de Nio Esseia?

—Quiero ver al Embajador.

—¿Es usted uno de los huelguistas?

—Shevek. Mi nombre es Shevek. De Anarres.

Los ojos del extraño relampaguearon, brillantes, inteligentes, en la cara de color negro azabache.

—¡Mi dios! —dijo el terrano en un murmullo, y en seguida en iótico—: ¿Está usted pidiendo asilo?

—No sé. Yo…

—Venga conmigo, doctor Shevek. Lo llevaré a un lugar donde podrá sentarse.

Hubo salones, escalinatas, la mano del hombre negro en el brazo de Shevek.

Alguien trató de sacarle el gabán. Shevek se defendió, temiendo que le buscasen la libreta de notas en el bolsillo de la camisa. Alguien habló con tono autoritario en una lengua extranjera. Otra voz le dijo:

—Cálmese. Trata de averiguar si está usted herido. Tiene el gabán ensangrentado.

—Otro hombre —dijo Shevek—. La sangre de otro hombre.

Logró incorporarse, aunque la cabeza le daba vueltas. Estaba sobre un diván, en una habitación espaciosa, soleada; aparentemente se había desmayado. Un par de hombres y una mujer lo observaban de cerca. Los miró sin comprender.

—Está usted en la Embajada de Terra, doctor Shevek, en suelo terrano. Perfectamente a salvo. Puede quedarse todo el tiempo que quiera.

La tez de la mujer era pardo-amarillenta, como tierra ferruginosa, y completamente lampiña, excepto en el cráneo. Las facciones eran extrañas e infantiles, la boca pequeña, la nariz de puente bajo, los ojos de párpados pesados y alargados, las mejillas y la barbilla redondeadas, con almohadillas de grasa. Toda la figura era redondeada, flexible, infantil.

—Aquí está a salvo —repitió ella.

Él trató de hablar, pero no pudo. Uno de los hombres le puso una mano en el pecho empujándolo con gentileza, diciendo:

—Acuéstese, acuéstese.

Shevek volvió a acostarse, pero murmuró:

—Quiero ver al Embajador.

—Yo soy el Embajador. Mi nombre es Keng. Nos alegra que haya acudido a nosotros. Aquí está seguro. Descanse ahora, por favor, doctor Shevek, más tarde hablaremos. No hay ninguna prisa. —La voz tenía una calidad extraña, cadenciosa, pero era grave y aterciopelada, como la voz de Takver.

—Takver —dijo Shevek en su propio idioma—, no sé qué hacer.

Ella dijo:

—Duerma —y él se durmió.

Después de dos días de sueño y otros dos de comidas, vestido otra vez con el traje iótico gris, que le habían lavado y planchado, lo llevaron al salón privado de la Embajadora, en el tercer piso de la torre.

La Embajadora no se inclinó ante él ni le estrechó la mano; unió las suyas juntando las palmas delante del pecho, y sonrió.

—Me alegra que se sienta mejor, doctor Shevek. No, tendría que decir Shevek simplemente, ¿es así? Por favor, siéntese. Lamento tener que hablarle en iótico, una lengua extraña para los dos. No conozco el idioma de usted. Me han dicho que es muy interesante, el único idioma inventado racionalmente que se ha convertido en la lengua de un gran pueblo.

Shevek se sentía grande, pesado, peludo, al lado de aquella mujer extraña y frágil. Se sentó en uno de los sillones profundos y mullidos. Keng también se sentó, pero hizo una mueca.

—Tengo la espalda enferma —dijo— de tanto sentarme en estos sillones confortables. —Y Shevek advirtió entonces que no era una mujer de treinta años o menos, como había pensado, sino que tenía sesenta o más; la piel tersa y el cuerpo de niña lo habían engañado—. En mi tierra —prosiguió ella— nos sentamos casi siempre en el suelo, sobre cojines. Pero si aquí hiciera eso, tendría que levantar la cabeza todavía más para mirar a todos. ¡Son tan altos ustedes, los cetianos…! Tenemos un pequeño problema. Es decir, no lo tenemos nosotros en realidad, pero sí lo tiene el gobierno de A-Io. Los amigos de usted en Anarres, los que están en comunicación radial con Urras, ya sabe, han estado queriendo hablar con usted muy urgentemente. Y el gobierno ioti se encuentra en un aprieto. —Sonrió, una sonrisa de pura diversión—. No sabe qué decir.

Era una mujer serena. Tenía la serenidad de una piedra desgastada por el agua, y mirándola Shevek se sintió más sereno. Se reclinó en el sillón y dejó pasar mucho tiempo antes de responder.

—¿Sabe el gobierno ioti que estoy aquí?

—Bueno, no oficialmente. Nosotros no hemos dicho nada, y ellos no han preguntado. Pero tenemos aquí, trabajando en la embajada, varios empleados y secretarios ioti. Así que, por supuesto, lo saben.

—¿Es peligroso para ustedes… que yo esté aquí?

—Oh, no. Somos la Embajada de Terra ante el Consejo de Gobiernos Mundiales, no ante la nación de A-Io. Nada prohíbe que esté aquí, y el Consejo se lo recordará a A-Io. Y como dije antes, este castillo es suelo terrano. —La mujer sonrió otra vez; la cara tersa se le plegó en arrugas diminutas, y se volvió a desplegar—. ¡Una encantadora fantasía de los diplomáticos! Este castillo a once años luz de mi Tierra, esta habitación en una torre de Rodarred, en A-Io, en el planeta Urras del sol Tau Ceti, es suelo terrano.

—Entonces puede decirles que estoy aquí.

—Bueno. Eso simplificaría el problema. Quería el consentimiento de usted.

—¿No había… no había ningún mensaje para mí, de Anarres?

—No sé. No pregunté. No tuve en cuenta el punto de vista de usted. Si está preocupado por algo, podemos comunicarnos con Anarres. Conocemos la longitud de onda que ellos utilizan, por supuesto, pero no nos la ofrecieron y nunca la hemos utilizado. Nos pareció mejor no presionar. Pero podemos procurarle fácilmente una conversación.

—¿Tienen un transmisor?

—Haríamos la retransmisión por medio de nuestra nave, la nave hainiana que está en órbita alrededor de Urras. Hai y Terra trabajan juntos, sabe. El Embajador hainiano sabe que usted está con nosotros; la única persona a quien informamos oficialmente. Por lo tanto puede usted disponer de la radio.

Shevek le agradeció, con la simplicidad de alguien que no busca por detrás del ofrecimiento el motivo del ofrecimiento. Ella lo estudió un rato, los ojos sagaces, directos, tranquilos.

—Oí la arenga —dijo.

Él la miró como desde lejos.

—¿Arenga?

—Cuando habló en la gran manifestación de la Plaza del Capitolio. Hace una semana. Siempre escuchamos la radio clandestina, las transmisiones de los Trabajadores Socialistas y de los Libertarios. Transmitieron la manifestación, por supuesto. Le oí hablar. Me conmovió profundamente. De pronto hubo un ruido, un ruido extraño, y se oyeron los gritos de la multitud. No dieron explicaciones. Sólo el griterío. Luego la radio desapareció del aire, súbitamente. Fue terrible escucharlo, terrible. Y usted estaba ahí. ¿Cómo escapó? ¿Cómo hizo para salir de la ciudad? La Ciudad Vieja sigue vigilada; hay tres regimientos del ejército en Nio; arrestan huelguistas y sospechosos por docenas y centenares cada día. ¿Cómo llegó aquí?

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