Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Desar asintió con genuina indiferencia.

—Eso oí. ¿Supiste de la reorganización del Instituto?

—No. ¿Qué sucede?

El matemático extendió sobre la mesa las manos largas, delicadas, y se las miró. Era poco suelto de lengua y telegráfico; en realidad, tartamudeaba; pero Shevek nunca había llegado a saber si era una tartamudez verbal o moral. Así como siempre había simpatizado con Desar, sin saber por qué, siempre había momentos en que lo encontraba profundamente desagradable, también sin saber por qué. Este era uno de esos momentos. Había un algo de taimado en la expresión de la boca de Desar, en sus ojos bajos, como en los ojos bajos de Bunub.

—Un corte drástico. Sólo quedó el equipo funcional. Echaron a Shipeg. —Shipeg era un matemático notoriamente estúpido que siempre conseguía, adulando una y otra vez a los estudiantes, procurarse en cada término un curso que ellos mismos solicitaban—. Lo enviaron afuera. Un instituto regional.

—Hará menos daño escardando holum —dijo Shevek. Ahora que se había alimentado pensaba que quizá la sequía, en última instancia, podía favorecer de algún modo al organismo social. Las prioridades volvían a ser claras. Eliminadas las inepcias, los puntos débiles, los focos enfermos, los órganos perezosos funcionarían otra vez a un ritmo normal, el cuerpo político perdería grasa.

—Hablé por ti, en la Asamblea —dijo Desar, alzando los ojos pero sin encontrar, porque no podía, los ojos de Shevek. Mientras Desar hablaba, aún antes de comprender lo que él quería decirle, Shevek supo que estaba mintiendo. Lo supo con absoluta certeza. Desar no había hablado por él, había hablado contra él.

Ahora comprendía por qué a veces lo detestaba: reconocía que en Desar había a veces malicia pura, algo que hasta entonces se había negado a admitir. Que Desar también lo quería y que trataba de dominarlo era igualmente claro y, para Shevek, igualmente detestable. Los senderos tortuosos de la posesividad, los laberintos del amor / odio no tenían sentido para él. Arrogante, intolerante, pasaba a través de esos muros sin detenerse. No volvió a hablar con el matemático, terminó el desayuno y cruzó la plazoleta en la mañana luminosa de principios de otoño, alejándose hacia el Gabinete de Física.

Fue al cuarto trasero que todo el mundo llamaba «la oficina de Sabul», la habitación en que se habían encontrado por primera vez, cuando Sabul le entregara la gramática y el diccionario ióticos. Sabul alzó los ojos detrás del escritorio, y los volvió a bajar, absorto en sus papeles, el científico infatigable, abstraído-; luego permitió que la presencia de Shevek se le filtrase en el sobrecargado cerebro; y en seguida, de pronto, se mostró efusivo, efusivo con Shevek. Parecía enflaquecido y más viejo, y cuando se levantó encorvó los hombros más que de costumbre, en una postura que era quizá conciliadora.

—¡Tiempos malos! —dije—. ¿Eh? ¡Tiempos difíciles!

—Habrá peores —replicó Shevek con volubilidad—. ¿Cómo andan las cosas por aquí?

—Mal, mal. —Sabul meneó la cabeza encanecida—. Estos son malos tiempos para la ciencia pura, para el intelectual.

—¿Hubo alguno bueno?

Sabul soltó una risita forzada.

—¿Llegó algo para nosotros en los embarques de Urras, este verano? —dijo Shevek, mientras hacía sitio en el banco. Se sentó y cruzó las piernas. Delgado, la tez clara y curtida por el sol de Levante del Sur, que le había plateado la fina pelusa del rostro, era una figura sólida y joven, al lado de Sabul. Los dos se daban cuenta del contraste.

—Nada de interés.

—¿Ningún comentario sobre los Principios?

—No. —El tono era agrio, más parecido al tono habitual de Sabul.

—¿Ninguna carta?

—No.

—Eso es raro.

—¿Qué tiene de raro? ¿Qué esperabas, una cátedra en la Universidad de Ieu Eun? ¿El Premio Seo Oen?

—Esperaba reseñas y réplicas. Ha habido tiempo suficiente. —Dijo esto mientras Sabul decía—: Aún no ha habido tiempo para reseñas.

Una pausa.

—Tendrás que comprender, Shevek, que la convicción de que estás en la verdad no es suficiente. Trabajaste duro en ese libro, lo sé. Y yo trabajé duro escribiéndolo, tratando de aclarar que no era sólo un ataque irresponsable a la teoría secuencial, que tenía aspectos positivos. Pero si otros físicos no dan valor a tu trabajo, entonces es hora de que revises tu propia escala de valores y ver dónde está la discrepancia. Si para otra gente no significa nada, ¿de qué sirve? ¿Qué función cumple?

—Soy un físico, no un analista de funciones —dijo Shevek con amabilidad.

—Todo odoniano tiene que ser un analista de funciones. Tú has cumplido treinta años, ¿no? A esa edad un hombre tendría que conocer no sólo su función celular sino también su función orgánica, el papel óptimo que podría corresponderle en el organismo social. Quizá tú no hayas tenido que pensarlo, no tanto como la mayoría de la gente…

—No. Desde los diez o doce años he sabido qué clase de trabajo tenía que hacer.

—Lo que un niño piensa que le gusta hacer no es siempre lo que la sociedad necesita.

—Tengo treinta años, como tú dices. Un niño un poco viejo.

—Has llegado a esa edad en un ambiente excepcional, siempre protegido, amparado. Primero el Instituto Regional de Poniente del Norte…

—Y un proyecto de replantación forestal, y proyectos agrícolas, y enseñanza práctica, y comités de distritos, y trabajos voluntarios desde que empezó la sequía; la cantidad habitual de kleggish necesario. Me gusta hacerlo, en realidad. Pero también hago física. ¿A dónde quieres ir?

Como Sabul no contestaba, y se limitaba a mirarlo con furia por debajo de las cejas espesas, aceitosas, Shevek agregó:

—Bien podrías decirlo claramente, pues no llegarás a nada por el camino de mi conciencia social.

—¿Consideras funcional el trabajo que has hecho aquí?

—Sí. «Cuanto más organizado, más central es el organismo: lo central significa en este caso el campo de la función real.» De las Definiciones de Tomar. Puesto que la física temporal intenta organizado todo en una estructura inteligible, es por definición una actividad central y funcional.

—No da pan para las bocas de la gente.

—Acabo de pasar seis décadas ayudando a dar pan. Cuando me vuelvan a llamar, volveré a ir. Mientras tanto, quiero hacer mi trabajo. Si hay física para hacer, reclamo mi derecho a hacerla.

—Lo que tienes que entender es que en estas circunstancias no se trata de hacer física. No la que tú haces. Tenemos que volcarnos a las cosas prácticas. —Sabul se agitó un momento en la silla. Parecía malhumorado e inquieto—. Hemos tenido que prescindir de cinco personas. Lamento decirte que tú eres una de ellas. Así es la cosa.

—Exactamente como yo pensaba —dijo Shevek, aunque en realidad no se había dado cuenta hasta este momento de que Sabul lo estaba echando del Instituto. No obstante, tan pronto como la oyó, le pareció una noticia ya familiar; y no quería darle a Sabul la satisfacción de que lo viera conmovido.

—Lo que te perjudicó fue una combinación de circunstancias. La naturaleza abstrusa, irrelevante de la investigación que has realizado en estos últimos años. Además de una cierta impresión, no necesariamente justificada, pero compartida por muchos miembros del Instituto, de que tanto tus enseñanzas como tu comportamiento revelan un cierto desapego, un celo privado, falta de altruismo. Esto fue planteado en la asamblea. Yo te defendí, por supuesto, pero no soy más que un síndico entre otros muchos.

—¿Desde cuándo el altruismo es una virtud odoniana? —dijo Shevek—. Bueno, no importa. Veo lo que quieres decir. —Se puso de pie. No podía seguir allí sentado, pero por lo demás estaba tranquilo, y en seguida dijo con perfecta naturalidad—: Supongo que no me recomendaste para un puesto docente en otro sitio.

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