Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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—Los ingenieros son ellos mismos la prueba de la reversibilidad causal. Ya lo ve, Reumere ha fabricado el efecto antes de que yo le proporcione la causa. —Shevek sonrió otra vez, algo menos ingenuamente. Cuando Pae salió cerrando la puerta, Shevek se incorporó—. ¡Aprovechado inmundo y mentiroso! —dijo en právico, blanco de rabia, con los puños cerrados para que las manos no aferraran algún objeto y lo arrojaran contra Pae.

Efor entró trayendo una taza y un platillo en una bandeja. Se detuvo en seco, con aire atemorizado.

—Está bien, Efor. No quiso… No quería la taza. Puede llevarse todo ahora.

—Muy bien, señor.

—Escuche. No quisiera visitas, por un tiempo. ¿Puede retenerlos afuera?

—Fácil, señor. ¿Alguien en especial?

—Sí, él. Cualquiera. Diga que estoy trabajando.

—Eso le alegrará, señor —dijo Efor, la malicia fundiéndose por un instante con las arrugas; y luego, con respetuosa familiaridad—: Nadie que usted no quiera pasará sobre mí. —Y por último, con formal corrección—: Gracias, señor, y buenos días.

La comida, y la adrenalina, habían disipado la parálisis de Shevek. Caminaba por la habitación de arriba abajo, irritable y desasosegado. Necesitaba actuar. Había pasado casi un año sin hacer nada, excepto ponerse en ridículo. Era tiempo de que hiciera algo.

Bien, ¿qué había venido a hacer aquí?

A hacer física. A ratificar, con su talento, los derechos de cualquier ciudadano de cualquier sociedad: el derecho a trabajar, a que lo mantengan mientras él trabaja, y a compartir el producto con todos aquellos que quieran compartirlo. Los derechos de un odoniano y de un ser humano.

Sus anfitriones benévolos y protectores le permitían trabajar, y lo mantenían mientras trabajaba, eso era cierto. El problema asomaba en el tercer paso. Pero él no lo había dado aún. No había concluido su trabajo. No podía compartir lo que no tenía.

Volvió al escritorio, se sentó, y sacó del menos accesible y menos útil de los bolsillos del ceñido y elegante pantalón un par de hojas de papel repletas de anotaciones. Las estiró con los dedos y las miró. Se le ocurrió que se estaba pareciendo a Sabul, escribiendo con letra muy pequeña, en abreviaturas y en pedazos de papel. Ahora sabía por qué Sabul hacía eso: Sabul era posesivo y solapado. Un psicópata en Anarres era un comportamiento racional en Urras.

Volvió a sentarse, inmóvil, la cabeza gacha, estudiando los dos trocitos de papel en que había anotado ciertos puntos esenciales de la Teoría Temporal General.

Durante los tres días siguientes estuvo sentado al escritorio, mirando los dos trocitos de papel.

A ratos se levantaba y caminaba por la habitación, o escribía algunas notas, o utilizaba la computadora de mesa, o le pedía a Efor que le trajese algo de comer, o se echaba en la cama y dormía. Luego volvía al escritorio y allí seguía, inmóvil.

Al anochecer del tercer día estaba sentado, para variar, en el banco de mármol junto a la chimenea. Se había sentado en él la primera noche que había entrado en esta habitación, en esta celda encantadora, y por lo general se sentaba allí cuando tenía visitas. No tenía visitas en ese momento, pero estaba pensando en Saio Pae.

Como todos los buscadores de poder, Pae era un hombre de una miopía mental asombrosa. Había una calidad trivial, abortiva en su mente: carecía de profundidad, de afecto, de imaginación. La mente de Pae era en realidad un instrumento primitivo. Sin embargo, había tenido un potencial real, y aunque deformada, no estaba perdida del todo. Pae era un físico muy inteligente, o para decirlo mejor, era muy inteligente para la física. No había hecho nada original, pero su sentido de la oportunidad, su olfato para saber de dónde podía sacar el mejor provecho, lo conducían paso a paso por el terreno más prometedor. Tenía una intuición infalible para saber qué había que hacer, como la tenía Shevek, y Shevek la respetaba en Pae tanto como en sí mismo, pues es un atributo singularmente importante en alguien que se dedica a la ciencia. Era Pae quien le había dado a Shevek la obra traducida del terrano, el simposio sobre las Teorías de la Relatividad, las ideas que en los últimos tiempos lo ocupaban cada vez más. ¿Sería posible que hubiese venido a Urras sólo para conocer a Salo Pae, su enemigo? ¿Que hubiese venido a buscarlo, sabiendo que de ese enemigo podría recibir lo que no le habían dado sus hermanos y amigos, lo que ningún anarresti podía darle: el conocimiento de lo extraño, lo exótico, lo nuevo?

Olvidó a Pae. Pensó en aquel libro. No lograba explicarse con claridad qué era, exactamente, lo que le había parecido tan estimulante. Al fin y al cabo la física que había en él era en su mayor parte obsoleta; los métodos engorrosos, la actitud terrana a veces profundamente desagradable. Los terrarios habían sido imperialistas del intelecto, celosos constructores de muros. Hasta Ainsetain, el creador de la teoría, se había obligado a advenir que su física sólo trataba del mundo material, y no había por qué suponer que involucraba el pensamiento metafísico, el filosófico, o el ético. Lo cual, desde luego, era superficialmente cierto; y sin embargo había utilizado el número, el puente entre lo racional y lo percibido, entre la psique y la materia. «El número incontrovertible», como lo habían llamado los antiguos fundadores de la Ciencia Noble. Emplear las matemáticas en este sentido era emplear el modo que precedía y conducía a todos los otros modos. Ainsetain lo había sabido; con admirable cautela había opinado que su física describía posiblemente la realidad misma.

Extrañeza y familiaridad: en cada movimiento del pensamiento del terrano Shevek descubría esta combinación, una combinación intrigante, y atrayente: pues también Ainsetain había buscado una teoría unificada del campo. Luego de explicar la fuerza de la gravedad como una función de la geometría del espacio-tiempo, había intentado extender la síntesis e incluir en ella las fuerzas electromagnéticas. No lo había logrado. En vida de él, y durante numerosos decenios después de su muerte, los físicos terranos hicieron a un lado los esfuerzos y los fracasos de Ainsetain, y se dedicaron a las magníficas incoherencias de la teoría del quantum, de elevado rendimiento tecnológico, concentrándose tan exclusivamente en los modos tecnológicos que al fin llegaron a un punto muerto, a un catastrófico fracaso de la imaginación. Y sin embargo, la intuición primera había sido cierta: en aquel entonces el progreso se había apoyado en la indeterminación que el viejo Ainsetain se había negado a aceptar. Y esa negativa también había sido igualmente correcta, a la larga. Sólo que él no había tenido los instrumentos de prueba necesarios: las variables Saeba y las teorías de la velocidad infinita y las causas coexistentes. Había un campo unificado, en la física cetiana, pero en unos términos que acaso Ainsetain no habría estado dispuesto a aceptar; pues la velocidad de la luz como factor limitativo había sido fundamental para sus grandes teorías. Las dos Teorías de la Relatividad eran tan hermosas, tan válidas, y tan útiles como siempre al cabo de todos esos siglos, y no obstante las dos dependían de una hipótesis que no podía demostrarse como verdadera, v que en ciertas circunstancias podía demostrarse como falsa.

Pero ¿una teoría en la cual todos los elementos fueran demostrables como verdaderos no era acaso tautología? La única posibilidad de romper el círculo y seguir avanzando había que buscarla en el ámbito de lo indemostrable, y aun de lo refutable.

En cuyo caso, esa indemostrabílidad de la hipótesis de la coexistencia real —el problema con que Shevek se había estado golpeando la cabeza desesperadamente en los últimos tres días, y en verdad en los últimos diez años— ¿importaba realmente?

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