Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Los desposeídos: краткое содержание, описание и аннотация

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Este era el Urras que había aprendido a conocer en la escuela de Anarres. Este era el mundo del que habían huido sus antepasados, prefiriendo el hambre y el desierto y el exilio sin fin. Este era el mundo que había formado la mente de Odo, y que la había encarcelado ocho veces por haber hablado contra él. Este era el sufrimiento humano en el que habían echado raíces los ideales de su sociedad, el suelo en que habían brotado.

No era «el Urras real». La dignidad y la belleza del cuarto en que él y Efor se encontraban tenía tanta realidad como la sordidez en que había nacido Efor. La tarea de un pensador no consistía para Shevek en negar una realidad a expensas de otra, sino en integrar y relacionar. No era una tarea fácil.

—Parece cansado otra vez, señor —dijo Efor—. Mejor descansa.

—No. No estoy cansado.

Efor lo observó un momento. Cuando Efor trabajaba como sirviente, la cara ajada, perfectamente rasurada no tenía ninguna expresión; en las últimas horas Shevek la había visto pasar por transformaciones inauditas, de la acritud al humor, al cinismo, al dolor. En aquel momento mostraba una expresión de simpatía y a la vez de indiferencia.

—Muy distinto todo, allá de donde usted viene —dijo Efor.

—Muy distinto.

—Nadie nunca sin trabajo, allá. —Había un leve dejo de ironía, o de duda, en la voz de Efor.

—No.

—¿Y nadie pasa hambre?

—Nadie pasa hambre mientras otro come.

—¡Ah!

—Pero hemos pasado hambre. Hambre verdadera. Hubo una hambruna, sabe, hace ocho años. Conocí una mujer entonces que mató a su bebé; ella no tenía leche, y no había nada más, nada que pudiera darle al bebé. No todo es… no todo es miel sobre hojuelas en Anarres, Efor.

—No lo dudo, señor —dijo Efor en uno de sus curiosos retornos a la dicción culta. Continuó con una mueca, separando los labios de los dientes—: De cualquier modo ¡allí no hay ninguno de ellos!

—¿Ellos?

—Usted sabe, señor Shevek. Lo que usted dijo una vez. Los amos.

A la tarde siguiente Atro fue a visitarlo. Pae había estado acechando sin duda en alguna parte, pues unos minutos después de que Efor hiciera pasar al viejo, llegó como de paso, e inquirió con encantadora simpatía por la indisposición de Shevek.

—Ha estado trabajando demasiado estas últimas dos semanas, señor —dijo—, no tiene que cansarse de ese modo. —No se sentó, y se marchó muy pronto, la cortesía en persona. Atro siguió hablando de la guerra en Benbili, que se estaba convirtiendo, como él decía, en «una operación en gran escala».

—¿Aprueba esta guerra la gente del país? —preguntó Shevek, interrumpiendo un discurso sobre estrategia. Lo intrigaba la ausencia de juicios morales respecto de la guerra en los periódicos chicharreros. Habían abandonado el fervor deliberante de los primeros días. Ahora empleaban a menudo el mismo que los boletines del tele-fax, emitidos por el gobierno.

—¿Aprobar? No se imaginará que nos echaremos a dormir y dejaremos que esos malditos thuvianos nos pisen la cabeza. ¡Está en juego nuestro status de potencia mundial!

—Pero me refiero al pueblo, no al gobierno. La… la gente que tiene que ir a combatir.

—¿Qué piensan ellos? Ya han conocido otras veces la conscripción en masa. ¡Para eso están, mi querido amigo! Para pelear por la patria. Y le diré una cosa, no hay mejor soldado en el mundo que el hombre ioti del pueblo, una vez que se somete y aprende a obedecer. En tiempos de paz puede que parezca un pacifista sentimental, pero tiene garra, la lleva adentro. El soldado raso siempre ha sido nuestro gran recurso como nación. Así nos hemos convertido en la potencia que hoy somos.

—¿Trepando sobre una pila de niños muertos? —dijo Shevek, pero la cólera, o acaso una resistencia inconsciente a herir los sentimientos del viejo, le sofocaron la voz, y Atro no lo oyó.

—No —prosiguió Atro—, usted verá que el alma del pueblo es resistente como el acero, cuando la patria está en peligro. Unos cuantos agitadores alborotan al populacho entre las guerras, en Nio y en las ciudades industriales, pero es extraordinario ver cómo el pueblo cierra filas cuando la bandera está en peligro. Usted no quiere creerlo, ya sé. El problema del odonianismo, mi querido amigo, es que es afeminado. No tiene en cuenta, simplemente, el lado viril de la vida. «La sangre y el acero, el fulgor de la batalla», como dice el viejo poeta. No entiende el coraje… el amor a la bandera.

Shevek guardó silencio un momento; luego dijo, amablemente:

—Eso puede ser cierto, en parte. En todo caso, nosotros no tenemos banderas.

Cuando Atro se marchó, Efor entró a retirar la bandeja de la cena. Shevek lo retuvo y se le acercó, diciendo:

—Discúlpeme, Efor —y puso una hoja de papel sobre la bandeja. En ella había escrito: «¿Hay un micrófono en este cuarto?»

El sirviente inclinó la cabeza y leyó, lentamente, y luego miró a Shevek, una mirada larga a corta distancia. Luego volvió los ojos un instante hacia la chimenea del hogar.

«¿La alcoba?» inquirió Shevek por el mismo medio.

Efor meneó la cabeza, dejó la bandeja, y siguió a Shevek a la alcoba. Cerró la puerta detrás de él sin hacer ningún ruido, como un buen sirviente.

—Lo encontré el primer día, quitando el polvo —dijo con una sonrisa que le ahondaba y plegaba las arrugas de la cara.

—¿Aquí no?

Efor se encogió de hombros.

—Nunca lo encontré. Podría hacer correr el agua allí, señor, como en las historias de espías.

Se encaminaron al magnífico-templo de oro y marfil del cagadero. Efor abrió los grifos y escudriñaron las paredes.

—No —dijo—. No me parece. Y un ojo espía podría localizarlo. Los descubro una vez cuando trabajo para un hombre en Nio. No los paso por alto una vez que los conozco.

Shevek sacó del bolsillo otra hoja de papel y se la mostró a Efor.

—¿Sabe de dónde vino?

Era la nota que había encontrado en el gabán. «Únete a nosotros tus hermanos.»

Efor leyó lentamente, moviendo los labios cerrados, y luego dijo:

—No sé de dónde viene.

Shevek estaba decepcionado. Se le había ocurrido que el propio Efor estaba en una posición excelente para deslizar alguna cosa en el bolsillo del «amo».

—Sé de dónde viene. En cierto modo.

—¿Quiénes? ¿Cómo puedo llegar a ellos?

Otra pausa.

—Asunto peligroso, señor Shevek. —Efor se alejó unos pasos y abrió todavía más los grifos de agua.

—Yo no quiero comprometerlo. Si usted pudiera decirme a dónde ir. Por quién tengo que preguntar. Un nombre al menos.

Una pausa más prolongada aún. El rostro de Efor parecía duro y consumido.

—Yo no… —dijo, y se interrumpió. En seguida añadió, abruptamente y en voz muy baja: —Mire, señor Shevek, Dios sabe que ellos necesitan de usted, nosotros lo necesitamos, pero mire, usted no sabe cómo es. ¿Cómo va a esconderse? ¿Un hombre como usted? ¿Con ese aspecto? Esto es una trampa, pero todo es una trampa. Usted puede escapar pero no puede esconderse. No sé qué decirle. Darle nombres, seguro. Pregunte a cualquier nioti, él le dirá a dónde ir. Ya hemos soportado demasiado. Necesitamos aire para respirar. Pero si lo pescan, lo matan, ¿y cómo me siento yo? Trabajo para usted ocho meses, llego a quererlo. Lo admiro. Ellos me lo piden todo el tiempo. Yo digo: «No. Dejadlo en paz. Un hombre bueno, no tiene culpa de nuestras desgracias. Dejadlo que vuelva al sitio de donde viene, donde la gente es libre. Dejad que alguien salga en libertad de esta prisión maldita en que vivimos».

—No puedo volver. Todavía no. Quiero encontrar a esa gente.

Efor callaba. Quizá fue el hábito de toda una vida de criado, que siempre obedece, lo que hizo que al fin asintiera y dijera en un murmullo:

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