Ursula Le Guin - Los desposeídos

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Shevek, un físico brillante, originario de Antares, un planeta aislado y “anarquista”, decide emprender un insólito viaje al planeta madre Urras, en el que impera un extraño sistema llamado el “propietariado”. Shevek cree por encima de todo que los muros del odio, la desconfianza y las ideologías, que separan su planeta del resto del universo civilizado, deben ser derribados. En este contexto la autora explora algunos de los problemas de nuestro tiempo: la posición de la mujer en la estructura social, la complejidad de las relaciones humanas, los méritos y las promesas de las ideologías, las perspectivas del idealismo político en el mundo actual.

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Anarres no tenía banderas que flameasen al viento, pero entre las pancartas que exhortaban a la huelga general, y los estandartes azules y blancos de los sindicalistas y los trabajadores socialistas, había muchos pendones hechos de prisa y que mostraban el Círculo Verde de la Vida, el antiguo símbolo del movimiento odoniano de doscientos años atrás. Todas las banderas e insignias brillaban, gallardas, a la luz del sol.

Era maravilloso estar afuera, después de vivir a puertas cerradas, después de los escondites. Era maravilloso estar caminando, balancear los brazos, respirar el aire límpido de la mañana primaveral. Estar en medio de tanta gente, una muchedumbre tan enorme, marchando juntos, llenando las calles adyacentes y la ancha arteria por la que avanzaban, era pavoroso y reconfortante a la vez. Cuando rompieron a cantar, el regocijo y el pavor de Shevek se transformaron en una ciega exaltación; las lágrimas le velaron los ojos. Eran profundas aquellas voces en las calles profundas, atenuadas por el aire claro y la distancia, indistintas, avasallantes, aquellos millares y millares de voces que se elevaban en un solo canto. Las voces de los que encabezaban la marcha, lejos calle arriba, se adelantaban a las voces de la multitud innumerable que venía detrás, y la melodía parecía demorarse y perseguirse, como en un canon, y todas las partes de la canción eran entonadas a la vez, en el mismo instante, aunque cada cantor la entonara como una estrofa del principio al fin.

Shevek, que no conocía las canciones, las escuchaba dejándose llevar por la música, hasta que desde el frente, ola tras ola, a lo largo del lento e interminable río humano, le llegó una melodía que él conocía. Entonces alzó la cabeza y la cantó con elfos, en su propia lengua, tal como la había aprendido: el Himno de la Insurrección. Esa gente, su propia gente, la había cantado en esas calles, en esta misma calle, doscientos años atrás.

A aquellos que ya han dormido, oh luz del este, despierta. Se romperá la oscuridad. Será cumplida la promesa.

En las filas que lo rodeaban todos callaron para escucharlo, y él cantó en alta voz, sonriente, avanzando junto con ellos.

Podía haber cien mil seres humanos en la Plaza del Capitolio, o acaso el doble. Los individuos, como las partículas de la física atómica, son incontables, del mismo modo que es imposible determinar la posición que ocupan o predecir cómo se conducirán. Y sin embargo esta masa, esta masa enorme se conducía tal como lo habían previsto los organizadores de la huelga: se había congregado, había marchado en orden, había cantado, había ocupado la Plaza del Capitolio y las calles circundantes, y ahora se había detenido, innumerable y turbulenta pero a la vez paciente, en el luminoso mediodía, para escuchar a los oradores, cuyas voces solitarias, amplificadas aquí y allá, golpeaban y reverberaban contra tos soleados frontispicios del Senado y del Directorio, retintineaban y zumbaban por encima del vasto murmullo incesante de la muchedumbre.

Había aquí, en la plaza, más gente que la que vivía en Abbenay, reflexionó Shevek, pero el pensamiento no tenía ningún propósito, sólo cuantificar la experiencia directa. Estaba junto con Maedda y los otros en las gradas del Directorio, frente a las encolumnadas y altas puertas de bronce, contemplando el trémulo y sombrío campo de rostros, y escuchando como escuchaban ellos a los oradores: no oyendo y comprendiendo como la mente racional percibe y comprende, sino como quien contempla o escucha sus propios pensamientos, o como el pensamiento percibe y comprende el ser. Cuando habló, no hubo para él diferencia entre hablar y escuchar. No lo movió un impulso consciente; no se dio cuenta de que él mismo estaba hablando. Los ecos multiplicados de su voz desde los altavoces distantes y las fachadas de piedra de los soberbios edificios, lo distraían un poco, y por momentos titubeaba y hablaba muy lentamente. Pero no titubeaba buscando palabras. Expresaba de viva voz el pensamiento de ellos, el sentir de todos ellos, en el idioma de ellos, y sin embargo no decía nada más que lo que había dicho muchos años antes, lo que había brotado de su propia soledad, del centro de su ser.

—Es nuestro sufrimiento lo que nos une. No el amor. El amor no obedece a la mente, y cuando se lo violenta se transforma en odio. El vínculo que nos une está más allá de toda posible elección. Somos hermanos. Somos hermanos en aquello que compartimos. En el dolor, en ese dolor que todos nosotros hemos de sufrir a solas, en la pobreza y en la esperanza reconocemos nuestra hermandad. La reconocemos porque hemos tenido que vivir sin ella. Sabemos que para nosotros no hay otra salida que ayudarnos los unos a los otros, que ninguna mano nos salvará si nosotros mismos no tendemos la mano. Y la mano que vosotros tendéis está vacía, como lo está la mía. No tenéis nada. No poseéis nada. No sois dueños de nada. Sois libres. Todo cuanto tenéis es lo que sois, y lo quedáis.

»Estoy aquí porque vosotros veis en mí la promesa, la promesa que hicimos hace doscientos años en esta ciudad: la promesa cumplida. Nosotros la hemos cumplido. En Anarres no tenemos nada más que nuestra libertad. No tenemos nada que daros excepto vuestra propia libertad. No tenemos leyes excepto el principio único de la ayuda mutua. No tenemos gobierno excepto el principio único de la libre asociación. No tenemos naciones, ni presidentes, ni ministros, ni jefes, ni generales, ni patronos, ni banqueros, ni propietarios, ni salarios, ni caridad, ni policía, ni soldados, ni guerras. Tampoco tenemos otras cosas. No poseemos, compartimos. No somos prósperos. Ninguno de nosotros es rico. Ninguno de nosotros es poderoso. Si lo que vosotros queréis es Anarres, si es ése el futuro que buscáis, entonces os digo que vayáis a él con las manos vacías. Tenéis que ir a él solos, solos y desnudos, como viene el niño al mundo, al futuro, sin ningún pasado, sin ninguna propiedad, dependiendo totalmente de los otros para vivir. No podéis tomar lo que no habéis dado, y vosotros mismos tenéis que daros. No podéis comprar la Revolución. No podéis nacer la Revolución. Sólo podéis ser la Revolución. Ella está en vuestro espíritu, o no está en ninguna parte.

Terminaba de hablar cuando el zumbido de los helicópteros de la policía empezó a ahogar la voz de Shevek.

Se apartó de los micrófonos y miró hacia arriba, entornando los ojos al resplandor del sol. Muchos en la multitud hicieron lo mismo, y aquel movimiento de las cabezas y las manos fue como un viento que agitara un luminoso campo de espigas.

Las palas giratorias chasqueaban y rechinaban en la enorme caja de piedra de la Plaza del Capitolio, como la voz de un monstruoso robot. El ruido ahogaba el tableteo de las ametralladoras, que disparaban desde los helicópteros. El bullicio de la multitud creció hasta convertirse en una algarabía, pero aún podían oírse los gruñidos de los helicópteros, el repiqueteo indiferente de las armas de fuego, la palabra huera.

El fuego de los helicópteros se concentraba sobre la gente reunida en las gradas del Directorio o en los alrededores. El pórtico encolumnado era el refugio más próximo para quienes estaban en la escalinata, y un momento después estaba atestado de gente. Las voces de la multitud, que huía despavorida hacia las ocho calles que convergían en la plaza, rugían como un viento. Los helicópteros volaban a escasa altura, pero nadie sabía si el fuego había cesado o no; en la muchedumbre demasiado apretada los muertos y los heridos no podían caer.

Las puertas revestidas de bronce del Directorio cedieron con un estallido que nadie oyó. La gente entró atropellándose en busca de refugio, a guarecerse de la lluvia de metralla. Se apiñaban por centenares en los altos salones de mármol, algunos agazapados en el primer escondite que veían, otros empujando y buscando una salida a través del edificio, otros dispuestos a resistir hasta que llegaran los soldados. Cuando llegaron, marchando con sus cuidadas chaquetas negras, subiendo las escalinatas por entre los hombres y mujeres muertos o agonizantes, encontraron en el muro gris alto y pulido del gran atrio, a la altura de los ojos de un hombre, una palabra escrita en gruesos trazos de sangre: ABAJO.

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